The Project Gutenberg EBook of La invasión o El loco Yégof, by 
Émile Erckmann and Alexandre Chatrian

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Title: La invasión o El loco Yégof

Author: Émile Erckmann
        Alexandre Chatrian

Translator: J. Alvarez Pastor

Release Date: March 7, 2010 [EBook #31544]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA INVASIÓN O EL LOCO YÉGOF ***




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Erckmann-Chatrian

LA INVASION O EL LOCO YEGOF

MCMXX
ES PROPIEDAD
Copyright by Calpe, Madrid, 1921.

Papel expresamente fabricado por La Papelera Española

ERCKMANN-CHATRIAN

La invasión

o

El loco Yégof

NOVELA

La traducción del francés ha
sido hecha por J. Alvarez Pastor

logo

MADRID, 1921

"Tipográfica Renovación" (C. A.). Larra, 6 y 8.—MADRID

INDICE
NOTAS

Erckmann-Chatrian es un nombre doble, formado con los apellidos de Emilio Erckmann y Alejandro Chatrian. Ambos eran alsacianos. En 1847 conociéronse, trabaron amistad y comenzaron una colaboración íntima que duró casi tanto como su vida. Numerosísimas novelas han publicado, que se cuentan entre las más famosas y leídas de la literatura francesa en el siglo XIX. Son las principales: El amigo Fritz (1864), Madama Teresa (1863), Cuentos de las orillas del Rin (1862), La invasión o El loco Yégof (1862), Historia de un quinto de 1813 (1864), Waterlóo (1865), etc. Han cultivado principalmente la nota campesina, popular, ingenua, y la novela histórica con una visión también popular; los grandes acontecimientos de la Revolución francesa y del Imperio son descritos desde el punto de vista peculiar, rústico, honradote, de un soldado alsaciano, de una cantinera, de un campesino; pero con el interés novelesco más hondo y una rapidez e intensidad dramática admirables. Llevaron al teatro alguna de sus mejores novelas.


LA INVASION O EL LOCO YEGOF

EL LOCO YEGOF

EPISODIO DE LA INVASION

I

Si deseáis conocer la historia de la gran invasión de 1814 tal como me la ha referido el anciano cazador Frantz del Hengst, debéis trasladaros a la aldea de Charmes, en los Vosgos. Unas treinta casitas, con tejados de madera cubiertos de obscuras siemprevivas, se alinean a lo largo del Sarre; de ellas se ven los mojinetes llenos de yedra y de madreselvas marchitas—pues ya se acerca el invierno—, las colmenas cerradas con haces de paja, los jardinillos, las empalizadas y los setos que separan unas viviendas de otras.

A la izquierda, en una elevada montaña, se alzan las ruinas del antiguo castillo de Falkenstein, destruido, hace doscientos años, por los suecos. Del castillo no queda mas que un montón de escombros erizado de zarzas; un antiguo camino de schlitte[1], de escalones desgastados, asciende entre los abetos. A la derecha, en una pendiente, se divisa la casería de «El Encinar»: un gran edificio con trojes, establos y cobertizos, de tejados planos cargados con gruesas piedras para resistir los vientos del Norte. Algunas vacas pastan entre los brezos y algunas cabras sobre las rocas.

Todo allí es tranquilo, silencioso.

Los niños, vestidos con pantalones de lienzo gris y con la cabeza y los pies desnudos, se calientan alrededor de las hogueras que hacen en las lindes de los bosques. Las espirales de humo azul se pierden en la altura, en donde grandes nubes blancas y grises permanecen inmóviles sobre el valle. Detrás de las nubes se descubren las cimas áridas del Grosmann y del Donon.

Pues bien; es preciso saber que la última casa de la aldea, cuyo tejado de caballete se halla atravesado por dos claraboyas de cristales y cuya planta baja se abre hacia una calle fangosa, pertenecía en 1813 a Juan Claudio Hullin, un antiguo voluntario del 92, a la sazón almadreñero en la aldea de Charmes y que gozaba de una gran consideración entre los serranos. Hullin era un hombre rechoncho y fornido, de ojos grises, labios gruesos, nariz corta, con una hendedura en la punta, y pobladas cejas canosas. Era de carácter alegre y cariñoso, y nunca podía negar nada a su hija Luisa, una niña recogida en tiempos lejanos de entre esos miserables heimatshlos—herreros, caldereros—sin casa ni hogar, que van de pueblo en pueblo reparando sartenes, fundiendo cucharas y componiendo la vajilla rota. Hullin consideraba a Luisa como hija propia, y había olvidado que pertenecía a una raza extranjera.

Además de este natural afecto, el buen hombre sentía otros: amaba, en primer término, a su prima, la anciana labradora que tenía en arriendo «El Encinar», Catalina Lefèvre, y a su hijo Gaspar, que había entrado en quinta aquel año, un buen muchacho, novio de Luisa y cuyo regreso esperaba la familia cuando la campaña terminase.

Hullin se acordaba siempre con entusiasmo de sus campañas de Sambre y Mosa, de Italia y de Egipto. Pensaba a menudo en ellas, y muchas veces, al caer la tarde, después del trabajo, se dirigía a la fábrica de aserrar del Valtin, ese lóbrego edificio, construido con troncos de árboles sin desbastar, que podéis ver allá, al fondo del desfiladero. Hullin se sentaba entre los leñadores, los carboneros, los schlitteros, frente a un gran fuego hecho con serrín, y mientras giraba la pesada rueda, retumbaba la presa y rechinaba la sierra, él, con el codo apoyado en la rodilla y la pipa en los labios, hablaba a aquella buena gente de Hoche, de Kléber y, por último, del general Bonaparte, a quien había visto cien veces, describiendo su rostro enjuto, sus ojos penetrantes y su perfil de águila, como si le tuviera presente.

Tal era Juan Claudio Hullin.

Era un hombre de la vieja cepa gala, apasionado por las aventuras extraordinarias y las empresas heroicas, pero aferrado al trabajo por el sentimiento del deber desde el día primero del año hasta el día de San Silvestre.

En cuanto a Luisa, la hija de los heimatshlos, era una muchacha esbelta, fina, de afiladas y delicadas manos, de ojos de un azul celeste y tan dulces que penetraban hasta el fondo del alma de quien los veía; su tez era blanca como la nieve; sus cabellos, rubios como el oro, tan suaves como la seda, y los hombros, oblicuos como los de una virgen en oración. Su inocente sonrisa, su frente soñadora, toda su persona, en fin, recordaba el antiguo lied del minnesinger Erbart, cuando dice: «He visto pasar un rayo de luz, y mis ojos se hallan aún deslumbrados... ¿Era una mirada de la Luna a través del follaje?... ¿Era una sonrisa de la aurora en el fondo de los bosques?... No... Era la hermosa Edit, mi amor, que pasaba... La he visto, y mis ojos se hallan aún deslumbrados.»

Luisa amaba con pasión el campo, los jardines y las flores. Al llegar la primavera, los primeros cantos de la alondra le hacían derramar lágrimas de ternura. Luisa iba a ver brotar los azulejos y las espinas tras los zarzales del monte, y espiaba la vuelta de las golondrinas que anidaban en un ángulo de la ventana de su buhardilla. No podía dudarse que era hija de los heimatshlos errantes y vagabundos, aunque no fuese tan salvaje como ellos. Hullin se lo perdonaba todo: comprendía su carácter, y muchas veces le decía riendo:

—Mi querida Luisa, con las provisiones que nos traes—esas gavillas de hermosas flores y de espigas doradas—nos moriríamos de hambre en tres días.

Pero la joven sonreía tan dulcemente y besaba a Hullin con tanto afecto, que el hombre volvía a su trabajo diciendo:

—¡Bah! ¿Qué necesidad tengo de reprender? Tiene razón; le gusta el sol... Gaspar trabajará por los dos y será feliz como cuatro... Y no lo siento, al contrario... Mujeres que trabajen hay muchas, y no por eso son más hermosas; ¡pero mujeres que amen! ¡Qué suerte si se encuentra una! ¡Qué suerte!

Así razonaba el buen hombre, y los días, las semanas, los meses se sucedían esperando la próxima vuelta de Gaspar.

Catalina Lefèvre, mujer dotada de una gran energía, compartía las ideas de Hullin respecto de Luisa.

—Yo—decía—sólo quiero tener una hija que me ame; no deseo que se ocupe de las cosas de mi casa. ¡Con tal que esté contenta!... ¿No es verdad, Luisa, que no me incomodarás en nada?

Y las dos mujeres se besaban.

Pero Gaspar no volvía, y hacía dos meses que no se tenían noticias suyas.

Pues bien; aquel día, a mediados del mes de diciembre de 1813, entre tres y cuatro de la tarde, Hullin, inclinado sobre su banco, terminaba un par de zuecos claveteados para el leñador Rochart. Luisa acababa de colocar una vasija de barro vidriado en la estufita que chisporroteaba y hacía cierto ruido triste, mientras que el viejo péndulo contaba los segundos con su tic-tac monótono. Fuera, a lo largo de la calle, se veían esos charquitos de agua, cubiertos de una capa de hielo blanca y friable que anuncia la proximidad de los grandes fríos. A veces se oía la marcha de pesados zuecos sobre la tierra endurecida y se veía pasar un sombrero de fieltro, una capucha o un gorro de algodón; después, el ruido se alejaba, y el crujido de la madera verde en las llamas, el zumbido del torno de hilar de Luisa y el hervor de la olla volvían a reinar. Habían pasado así dos horas cuando Hullin, al mirar casualmente a través de los cristalillos de la ventana, suspendió su trabajo y permaneció con los ojos muy abiertos, como absorto por un espectáculo inusitado.

En efecto; en el sitio donde torcía la calle, frente a la taberna de Los tres pichones, avanzaba—en medio de un corro de muchachos que silbaban, saltaban y gritaban «¡El Rey de Bastos! ¡El Rey de Bastos!»,—, avanzaba, repito, el más extraño personaje que es posible imaginar: figuraos un hombre de barba y cabellos rojos, el rostro grave, la mirada sombría, la nariz recta, las cejas juntas en medio de la frente, con un círculo de hojalata en la cabeza, con una piel de perro de ganado, de color gris acero y largos pelos, puesta sobre la espalda y las dos patas de delante atadas alrededor del cuello; el pecho cubierto de crucecillas de cobre falso; las piernas vestidas con una especie de calzón de lienzo gris, atado por encima del tobillo, y los pies desnudos. Un cuervo de gran tamaño, cuyas negras alas brillaban como un espejo, se posaba sobre su hombro. Se diría al contemplar la marcha majestuosa de tal hombre que era uno de aquellos antiguos reyes merovingios, tales como los representan las imágenes de Montbéliard; sostenía con su mano izquierda un palo grueso y corto, que tenía la forma de cetro, y con la mano derecha hacía gestos imponentes, levantando el dedo hacia el cielo y apostrofando al cortejo.

A su paso, todas las puertas se abrían; detrás de los cristales se apretujaban los rostros de los curiosos. Algunas viejas, desde la escalera exterior de sus barracas, llamaban al loco, que no se dignaba siquiera volver la cabeza; otras descendían a la calle y trataban de cortarle el paso; pero él, levantando la cabeza y alzando las cejas, con un gesto o una palabra les obligaba a separarse.

—¡Vaya!—dijo Hullin—; aquí tenemos a Yégof... No esperaba volver a verle este invierno... Eso es raro en él... ¿Qué le sucederá para regresar con semejante tiempo?

Y Luisa, dejando la rueca, corrió a contemplar al Rey de Bastos. Era, en verdad, un acontecimiento la llegada del loco Yégof al comenzar el invierno; unos se alegraban con la esperanza de retenerle y de hacerle hablar en las tabernas de su fortuna y de su gloria; otros, sobre todo las mujeres, sentían cierta vaga inquietud, porque los locos, como se sabe, participan de las ideas de otro mundo, conocen el pasado y el porvenir y están inspirados por Dios; el secreto está en llegar a comprenderles, pues sus palabras siempre tienen dos sentidos, uno vulgar, para las gentes ordinarias, y otro profundo, para los espíritus delicados y las personas juiciosas. Por otra parte, aquel loco, más que ninguno, tenía pensamientos verdaderamente extraordinarios y sublimes. No se sabía ni de dónde venía ni adónde iba, ni lo que quería, pues Yégof erraba por todas partes como alma en pena; a veces hablaba de razas desaparecidas y decía que era emperador de Austrasia, de Polinesia y de otros lugares. Se hubiera podido escribir extensos libros acerca de sus castillos, sus palacios y sus fortalezas, de los cuales conocía el número, la situación y la arquitectura, y de los que celebraba la amplitud, la belleza y la riqueza con un aire sencillo y modesto. Hablaba el loco de sus caballerizas, de sus cotos de caza, de los grandes dignatarios de su Imperio, de sus ministros, de sus consejeros, de los intendentes de sus provincias, y nunca se equivocaba ni acerca de sus nombres ni acerca de sus méritos, pero se lamentaba amargamente de haber sido derrotado por la raza maldita; y la anciana comadre Sapiencia Coquelin, siempre que le oía quejarse con tal motivo, lloraba a lágrima viva, y otras mujeres también lloraban. Entonces Yégof, levantando el dedo hacia el cielo, exclamaba:

—¡Oh mujeres! ¡Oh mujeres!... ¡Acordaos!... ¡Acordaos!... La hora se acerca... El espíritu de las tinieblas huye... ¡La antigua raza..., los señores de vuestros señores avanzan como las olas del mar!

Y todas las primaveras tenía la costumbre de ir a ver los viejos nidos de búhos los antiguos castillos y las ruinas que coronan los Vosgos en el seno de los bosques, en el Nideck, en el Géroldseck, en Lutzelburg, en Turkestein, diciendo que iba a visitar sus leudes, y hablaba de restaurar el pasado esplendor de sus Estados y de reducir nuevamente a esclavitud a los pueblos sublevados, con la ayuda del Gran Golo, su primo.

Juan Claudio Hullin se reía de estas cosas, pues no era su ingenio bastante sutil para penetrar en las esferas invisibles; pero Luisa al oírlos experimentaba una gran turbación, sobre todo cuando el cuervo agitaba las alas y dejaba oír su ronco grito. Descendía, pues, Yégof por la calle sin detenerse en ninguna parte, y Luisa, muy inquieta, viendo que el loco miraba hacia su casita, dijo:

—Papá Juan Claudio, me parece que Yégof viene a nuestra casa.

—Es muy posible—respondió Hullin—; el pobre diablo no dejará de necesitar un par de zuecos claveteados con el frío que hace; y si me lo pide, a fe mía que me costará gran trabajo negárselo.

—¡Oh, qué bueno es usted!—dijo la joven besando a su padre con cariño.

—Sí, sí...; tú me acaricias—dijo Hullin riendo—porque hago todo lo que quieres... Pero ¿quién me pagará la madera y el trabajo?... No será ciertamente Yégof...

Luisa besó otra vez a Hullin, el cual, mirándola con ternura, murmuró:

—Esta moneda bien vale aquella otra.

Yégof se encontraba entonces a cincuenta pasos de la casita, y el tumulto iba en aumento. Los muchachos, agarrándose a los pingajos de la chaqueta del loco, gritaban: «¡Bastos! ¡Espadas! ¡Copas!» De improviso el viejo se volvió, y levantado el cetro que llevaba, con aire digno, aunque irritado, exclamó:

—¡Retiraos, raza maldita!... ¡Retiraos..., no me aturdáis más... o suelto contra vosotros mi jauría de dogos!

Aquella amenaza no produjo otro efecto que aumentar los silbidos y las carcajadas; pero como en el mismo instante Hullin apareció en el umbral de la puerta con una larga barrena en la mano y como, distinguiendo a cinco o seis de los más revoltosos, les advirtiese que aquella misma noche iría a tirarles de las orejas durante la cena, lo que el buen hombre había hecho ya varias veces con el consentimiento de sus padres, el cortejo se disolvió, consternado de semejante encuentro. Entonces, volviéndose hacia el loco, el almadreñero dijo:

—Entra, Yégof, y ven a calentarte al lado del fuego.

—Yo no me llamo Yégof—respondió el desdichado como si le hubiesen ofendido—; yo me llamo Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia.

—Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé—dijo Juan Claudio—. Me has contado todo eso. De cualquier modo, no importa; te llames Yégof o Luitprand, entra. Hace frío y necesitas calentarte.

—Yo entro—contestó el loco—, pero es para tratar de un asunto muy importante; es para una cuestión de Estado..., para pactar una alianza indisoluble entre los germanos y los triboques.

—Bien; pues hablaremos de eso.

Yégof, inclinándose bajo la puerta, entró muy pensativo y saludó a Luisa con la cabeza, al mismo tiempo que bajaba el cetro; pero el cuervo no quiso entrar; desplegando sus grandes alas cóncavas, dio una amplia vuelta alrededor de la barraca y fue a caer a todo volar sobre los cristales para romperlos.

—¡Hans—le gritó el loco—, ten cuidado! Yo vengo...

Pero el pájaro no separó sus agudas garras de las mallas de plomo y no dejó de agitar en la ventana sus grandes alas mientras que su amo permaneció en la casa. Luisa, llena de miedo, apartaba de él los ojos. En cuanto a Yégof, sentose en el viejo sillón de cuero, detrás de la estufa, extendió las piernas, como si estuviera en un trono, y paseando a su alrededor la mirada con imperio, exclamó:

—Vengo de Jéromé directamente para concertar contigo un matrimonio, Hullin. No ignoras que me he dignado fijar los ojos en tu hija, y vengo a pedírtela para que sea mi mujer.

Luisa, al oír aquella proposición, enrojeció hasta las orejas, y Hullin lanzó una sonora carcajada.

—¡Te ríes!—exclamó el loco con voz cavernosa—. Pues haces mal en reírte... Este matrimonio es lo único que puede salvar de la ruina que amenaza tanto a ti como a tu casa y a todos los tuyos... Ahora mismo mis ejércitos van avanzando... Son innumerables... Cubren gran parte de la Tierra... ¿Qué podéis vosotros contra mí? Seréis vencidos, aniquilados, reducidos a la esclavitud como lo habéis sido ya durante siglos enteros, porque yo, Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia, he decidido que todo vuelva al estado que antiguamente tenía... ¡Acuérdate!

Y diciendo esto, el loco levantó el dedo con aire solemne.

—¡Acuérdate de lo que ha pasado!... ¡Vosotros habéis sido vencidos!... Y nosotros, las viejas razas del Norte, os hemos puesto el pie en la frente. Hemos cargado sobre vuestras espaldas las más pesadas piedras para construir nuestras fortalezas y nuestras prisiones subterráneas... Os hemos uncido a nuestros arados y habéis sido para nosotros lo que la paja para el huracán... ¡Acuérdate, acuérdate, triboque, y tiembla!

—Me acuerdo muy bien—dijo Hullin sin dejar de reír—; pero nosotros hemos tomado el desquite... ¿No es verdad?

—Sí, sí—interrumpió el loco frunciendo las cejas—; pero aquel tiempo ha pasado. Mis guerreros son más numerosos que las hojas de los bosques... y vuestra sangre fluye como el agua de los arroyos. ¡Te conozco hace más de mil años!

—¡Bah!—respondió Hullin.

—Sí, esta mano, ¿lo oyes?, esta mano es la que te ha vencido cuando llegamos por vez primera al corazón de vuestros bosques... ¡Mi mano es la que ha doblado tu cerviz bajo el yugo y te la volverá a doblar otra vez! Porque vosotros sois valientes, creéis que seréis para siempre dueños de este país y de Francia entera... ¡Pues bien, estáis equivocados! Nosotros os hemos dividido y os dividiremos: devolveremos Alsacia y Lorena a Alemania; Bretaña y Normandía, a los hombres del Norte; Flandes y el Mediodía, a España. Haremos de Francia un pequeño reino alrededor de París..., un reino muy pequeño, con un descendiente de la vieja raza por jefe..., y vosotros no os moveréis..., estaréis muy tranquilos... ¡Je, je, je!

Yégof comenzó a reír.

Hullin, que no sabía casi nada de Historia, estaba admirado de que el loco conociese tantos nombres.

—¡Bah, dejemos eso, Yégof—le dijo—, y come un poco de sopa para que te calientes el estómago!

—No es sopa lo que te pido; lo que te pido es tu hija..., la más hermosa de mis Estados... Dámela voluntariamente y te elevo a las gradas de mi trono; de lo contrario, mis ejércitos te la arrebatarán por la fuerza y no tendrás el mérito de habérmela dado.

Y al hablar así, el desgraciado miraba a Luisa con profunda admiración.

—¡Qué hermosa es!...—añadió Yégof—. Los más preciados honores le están reservados... ¡Alégrate, joven, alégrate... Tú serás reina de Austrasia!

—Oye, Yégof—dijo Hullin—, me honra mucho tu petición...; eso prueba que sabes estimar la belleza... Está muy bien...; pero mi hija está prometida ya a Gaspar Lefèvre.

—¡Pues yo—exclamó el loco lleno de irritación—no quiero oír hablar de eso!

Después, levantándose, añadió, volviendo a tomar su aspecto solemne:

—Hullin, ésta es mi primera petición; volveré a hacerla dos veces..., ¿lo oyes?..., dos veces. Y si persistes en tu obstinación..., ¡que la desgracia caiga sobre ti y sobre tu raza!

—¡Cómo! ¿No quieres comerte la sopa?

—No, no—aulló el loco—; no aceptaré nada tuyo hasta que no hayas consentido...; nada, nada.

Y dirigiéndose a la puerta con gran satisfacción de Luisa, que no apartaba los ojos del cuervo que golpeaba los cristales con las alas, dijo alzando el cetro:

—Dos veces...

Y salió.

Hullin prorrumpió en una sonora carcajada.

—¡Pobre diablo!—exclamó—. A pesar suyo, la nariz se le volvía hacia la olla... Tiene el estómago vacío..., los dientes le crujen de miseria... Y, sin embargo, la locura es más fuerte que el frío y el hambre.

—¡Oh, qué miedo he tenido!—dijo Luisa.

—Vamos, vamos, hija mía, tranquilízate... Ya se ha ido... A pesar de su locura, le parece que eres bonita; no debes asustarte de esto.

No obstante aquellas palabras y la marcha del loco, Luisa temblaba y aún sentía el rubor en el rostro cuando pensaba en las miradas que el desdichado le había dirigido.

Yégof tomó el camino del Valtin. Se le veía alejarse reposadamente, con el cuervo al hombro, haciendo extraños gestos, aunque no había nadie a su alrededor; poco después, la alta figura del Rey de Bastos se fundió en los tonos grises del crepúsculo de invierno y desapareció.

II

Aquel mismo día, por la noche, después de cenar, Luisa cogió el torno y fue a pasar la velada a casa de la señora Rochart, en la que se reunían las mujeres y las muchachas de la vecindad hasta cerca de la media noche. Allí se contaban antiguas leyendas y se hablaba de la lluvia, del tiempo, de los matrimonios, de los bautismos, de la marcha y de la vuelta de los reclutas..., ¿qué sé yo? Y eso les ayudaba a pasar las horas de un modo agradable.

Hullin, que se había quedado solo frente a su lamparilla de cobre, ferraba los zuecos del anciano leñador; ya no se acordaba del loco Yégof; subía y bajaba el martillo clavando gruesos clavos en las recias suelas de madera, de una manera automática, por la fuerza de la costumbre. Mientras tanto, mil ideas cruzaban la mente del almadreñero; estaba pensativo sin saber por qué. Unas veces pensaba en Gaspar, que no daba señales de vida; otras veces pensaba en la campaña, que se prolongaba indefinidamente. La lámpara alumbraba con reflejos amarillentos la casita llena de humo. Fuera, no se oía un ruido. El fuego comenzaba a apagarse; Juan Claudio se levantó para echar un leño y luego volvió a sentarse murmurando:

—¡Bah! Esto no puede ser... El día menos pensado recibiremos una carta.

El viejo péndulo dio las nueve, y cuando Hullin reanudaba su tarea, se abrió la puerta y apareció en el umbral Catalina Lefèvre, la labradora de «El Encinar», con gran asombro del almadreñero, porque no era frecuente que dicha mujer viniese a semejantes horas.

Catalina Lefèvre podía tener unos sesenta años, pero se conservaba aún derecha y fuerte como si tuviera treinta; sus ojos de color gris perla y su nariz aguileña le daban cierto parecido con un ave de rapiña; sus enjutas mejillas y la comisura de sus labios, hundidos por la reflexión, tenían algo de lúgubre y doloroso. Dos o tres grandes mechones de pelos de color gris verdoso caían a lo largo de sus sienes; un obscuro capuchón listado bajaba desde su cabeza a los hombros y le llegaba cerca de los codos. En una palabra, su fisonomía revelaba un carácter firme, tenaz, y poseía cierto aire indefinible, entre magnífico y triste, que inspiraba respeto y temor.

—¿Es usted, Catalina?—dijo Hullin muy sorprendido.

—Sí, yo soy—respondió la anciana labradora, con voz reposada—. Vengo a hablar con usted, Juan Claudio... ¿Ha salido Luisa?

—Está en casa de Magdalena Rochart pasando la velada.

—Muy bien.

Catalina dejó caer el capuchón sobre el cuello y fue a sentarse al lado del banco. Hullin la miraba fijamente y le encontraba algo extraordinario y misterioso que le extrañaba.

—¿Qué sucede?—dijo Juan Claudio dejando el martillo.

En vez de contestar a esta pregunta, la anciana, mirando hacia la puerta, parecía escuchar algo; luego, al no oír nada, volvió a adquirir su expresión meditativa.

—El loco Yégof ha pasado la noche última en la finca—dijo Catalina.

—También ha venido a verme esta tarde—dijo Hullin, sin conceder gran importancia al hecho, que le parecía indiferente.

—Sí—añadió la anciana en voz baja—; ha pasado la noche en casa, y anoche, a esta hora, delante de todo el mundo, ese hombre, ese loco, nos ha contado cosas horribles.

Catalina calló, y las comisuras de sus labios parecieron hundirse más.

—¡Cosas horribles!—murmuró el almadreñero cada vez más asombrado, pues nunca había visto a la labradora en semejante estado—; ¿pero qué, Catalina?... Hable usted; ¿qué decía?

—¡Qué sueños he tenido!

—¿Sueños?... Por lo visto, usted quiere reírse de mí.

—No.

Y después de un instante de silencio, viendo a Hullin boquiabierto, la anciana prosiguió lentamente:

—Anoche nos hallábamos todos reunidos, después de cenar, en la cocina bajo la campana de la chimenea; la mesa estaba todavía puesta con las escudillas vacías, los platos y las cucharas. Yégof había cenado con nosotros y nos había distraído con la historia de sus tesoros, de sus castillos y de sus provincias. Eran próximamente las nueve; el loco fue a sentarse junto a un rincón del hogar, que llameaba... Duchêne, el mozo de labor, reparaba la silla de montar de Bruno; el pastor Robin hacía una cesta, y Anita colocaba los cacharros en el vasar; yo había acercado el torno al fuego para hilar una rueca antes de acostarme. Fuera, los perros ladraban a la Luna; debía de hacer mucho frío. Pasábamos la velada hablando del invierno que se aproxima. Duchêne decía que iba a ser rudo, porque había visto grandes bandadas de patos silvestres. Y el cuervo de Yégof, apoyado en el borde de la campana de la chimenea, con la cabezota oculta entre las despeluzadas plumas, parecía dormir; pero, de vez en cuando, alargaba el cuello, se limpiaba una pluma con el pico, nos miraba después escuchando un segundo y volvía a meter en seguida la cabeza bajo las alas.

La labradora callose un momento, como si tratara de recoger las ideas; luego bajó los ojos, enarcó la gran nariz aguileña hasta cerca de los labios y una extraña palidez pareció extenderse sobre su faz.

—¿Adónde demonio irá a parar?—se decía Hullin.

La anciana prosiguió:

—Yégof, al lado del hogar, con su corona de hojalata y el palo entre las rodillas, pensaba sin duda en algo. Miraba hacia la chimenea grande y negra, hacia la gran campana de piedra, en la que se veían figuras y árboles de talla y el humo subir en espesas nubes hasta donde se hallaban los trozos de tocino. De repente, cuando menos lo esperábamos, el loco dio un golpe con el palo en la losa y exclamó como si soñara:

«¡Sí..., sí..., yo lo he visto... hace mucho tiempo..., mucho tiempo!»

Y al mirarle nosotros, extrañados de sus palabras, añadió:

«En aquel tiempo los bosques de abetos eran bosques de robles... El Nideck, el Dagsberg, el Falkenstein, el Géroldseck, todos los viejos castillos ruinosos aún no existían. En aquel tiempo se cazaban los toros bravos en medio de los bosques, se pescaba el salmón en el Sarre, y vosotros, hombres rubios, enterrados en la nieve durante seis meses del año, vivíais de la leche y del queso, porque teníais grandes rebaños en el Hengst, el Schneeberg, el Grosmann, el Donon. En verano cazabais y trabajabais hasta el Rin, en el Mosela y el Mosa; recuerdo todo eso.»

—Cosa rara, Juan Claudio; a medida que el loco hablaba, me parecía que volvía a ver aquellos países de otro tiempo y recordarlos como si fuesen sueños... Yo había soltado la rueca, y el viejo Duchêne, Robin, Juana, todo el mundo, en fin, escuchaba. «Sí, hace mucho tiempo—añadió el loco—. En aquella época ya construíais vosotros estas grandes chimeneas, y por todo alrededor, a doscientos o trescientos pasos, levantabais estacadas de quince pies de alto con las puntas endurecidas por el fuego. Allí dentro guardabais los enormes perros de hinchados carrillos, que ladraban noche y día.»

Lo que Yégof decía nosotros lo veíamos, Juan Claudio... El loco parecía no fijarse en nosotros y miraba las figuras de la chimenea con la boca abierta; pero, después de un momento, al bajar la cabeza y vernos a todos atentos, comenzó a reír, con risa de loco, gritando: «Y en ese tiempo, vosotros creíais ser los señores del país, ¡oh hombres rubios, de ojos azules y blancas carnes, alimentados de leche y de queso, que no bebíais sangre mas que en otoño, en la época de la caza mayor!; os creíais los dueños del llano y de la montaña, cuando nosotros, los hombres rojos de ojos verdes, que venían del mar...; nosotros, que bebíamos siempre sangre y que sólo amábamos la guerra, llegamos una buena mañana, con nuestras hachas y venablos, remontando la cuenca del Sarre a la sombra de los viejos robles... ¡Ah! Fue aquélla una guerra terrible, que duró semanas y meses... Y la vieja... allí...—dijo señalándome, con sonrisa extraña—; la Margarita del clan de los Kilberix, esa vieja de nariz ganchuda, dentro de las estacadas, en medio de sus perros y de sus guerreros, se defendió como una loba; pero al cabo de cinco lunas vino el hambre..., las puertas de las estacadas se abrieron para huir, y nosotros, emboscados en el arroyo, lo exterminamos todo..., todo..., menos los niños y las jóvenes hermosas. La vieja, sola, con las uñas y los dientes se defendió hasta lo último. Y yo, Luitprand, abrí su cabeza gris y me apoderé de su padre, el anciano entre los ancianos, para encadenarlo a la puerta de mi castillo como un perro.»

—Después, Hullin—añadió la labradora inclinando la cabeza—, después el loco comenzó a cantar una larga canción: las quejas del anciano atado a la puerta. Esperad que la recuerde... Era triste..., triste como un miserere. No puedo acordarme, Juan Claudio, pero me parece oírla todavía, pues nos heló la sangre. Y como Yégof no cesara de reír, la cólera se apoderó a la vez de toda la gente, que lanzó un grito terrible. El viejo Duchêne se arrojó sobre el loco para estrangularlo; pero éste, más fuerte de lo que podía pensarse, lo rechazó, y, alzando el palo con furia, nos dijo: «¡De rodillas, esclavos, de rodillas! Mis ejércitos avanzan... ¿Oís?... La tierra tiembla. Estos castillos, el Nideck, el Haut-Barr, el Dagsberg, el Turkestein, tenéis que reedificarlos... ¡De rodillas!»

Nunca he visto una figura más horrible que la de Yégof en aquel momento; mas al ver que, por segunda vez, la gente iba a arrojarse sobre él, me vi obligada a defenderle.

—Es un loco—les dije—; ¿no os da vergüenza creer en las palabras de un loco?

Por mi mediación, los hombres se detuvieron; pero yo no pude cerrar un ojo en toda la noche. Recordaba a cada momento lo que aquel miserable había dicho. Me parecía oír el canto del viejo, el ladrido de los perros y los ruidos de la batalla. Hacía mucho tiempo que no había experimentado inquietudes semejantes. Ya sabe por qué he venido a verle... ¿Qué piensa usted de todo esto, Hullin?

—¡Yo!—dijo el almadreñero, cuyo rostro colorado y lleno revelaba cierta ironía triste no exenta de compasión—; si no conociera a usted tan bien como la conozco, Catalina, diría que había usted perdido la cabeza..., usted y Duchêne, Robin y los demás; todo eso me produce el efecto de un cuento de Genoveva de Brabante, de una historia a propósito para niños y que muestra la estupidez de nuestros antepasados.

—No comprende usted esas cosa—dijo la anciana con voz reposada y seria—; pero usted ¿no ha tenido nunca ideas de esta clase?

—Entonces, ¿cree usted en lo que ha contado Yégof?

—Sí, lo creo.

—¡Cómo, Catalina, usted, una mujer de buen sentido! Si fuera la señora Rochart, no diría nada... ¡Pero usted!

Juan Claudio se levantó como indignado, desatose el mandil, alzó los hombros y volvió luego a sentarse exclamando:

—¿Sabe usted quién es ese loco? Pues se lo voy a decir. Es seguramente uno de esos maestros de escuela alemanes que se atiborran la cabeza de rancias historias del tiempo de Maricastaña y que las refieren con la mayor gravedad. A fuerza de estudiar, de desvariar, de rumiar y de buscarle tres pies al gato, sus cerebros se trastornan, ven visiones, tienen ideas extravagantes y toman sus sueños por verdades. Siempre he considerado a Yégof como uno de esos pobres diablos; sabe una infinidad de nombres y habla de la Bretaña, de Austrasia, de Polinesia, del Nideck y del Géroldseck, del Turkestein, de las orillas del Rin, en fin, de todo al azar; y eso parece que es algo y, en el fondo, no es nada. En épocas normales, usted pensaría como yo, Catalina; pero usted ahora está inquieta por no recibir noticias de Gaspar... Esos rumores de guerra, de invasión, que corren la atormentan y la preocupan... No duerme usted..., y lo que le dice un pobre loco lo toma por artículo de fe.

—No, Hullin, no es eso; usted mismo, si hubiera oído a Yégof...

—¡Vamos!—exclamó el buen hombre—. Si yo lo hubiese oído, me hubiera reído en sus barbas como hace poco... ¿Sabe usted que el loco ha venido a pedirme la mano de Luisa, para hacerla reina de Austrasia?

Catalina Lefèvre no pudo dejar de sonreír; mas, volviendo a adquirir en seguida su aire serio, añadió:

—Todos sus razonamientos, Juan Claudio, no pueden convencerme; pero, lo confieso, el silencio de Gaspar me horroriza... Conozco muy bien a mi hijo y sé que seguramente me ha escrito. ¿Por qué sus cartas no han llegado a mi poder?... La guerra marcha mal, Hullin; tenemos todo el mundo contra nosotros; por ahí fuera no quieren nuestra Revolución, usted lo sabe tan bien como yo. Mientras fuimos los dueños, mientras ganábamos victoria tras victoria, se nos ponía buena cara; pero a partir de los reveses de Rusia, esto toma mal cariz.

—¡Vamos, vamos, Catalina! Su cabeza se va del seguro...; usted lo ve todo negro.

—Sí, todo lo veo negro, y tengo razón... Lo que más me inquieta es no recibir ninguna noticia de afuera; vivimos aquí como en un país de salvajes; no sabemos nada de lo que pasa... Los austriacos y los cosacos caerán sobre nosotros un día u otro y el hecho causará la mayor sorpresa.

Hullin observaba a la anciana mujer, cuya mirada se animaba, y, a su pesar, sufría la influencia de los mismos temores.

—Oiga usted, Catalina—dijo Juan Claudio de improviso—, cuando habla usted de un modo razonable no seré yo el que la contradiga... Lo que dice usted ahora es posible... No lo creo, pero es preciso salir de dudas. Yo me proponía ir a Falsburg dentro de ocho días a comprar pieles de carnero para las guarniciones de los zuecos; pero iré mañana. En Falsburg, que es plaza fuerte y tiene administración de Correos, se deben saber noticias seguras... ¿Se convencerá usted con las que le traiga de allí?

—Sí.

—Bien; quedamos conformes... Saldré mañana bien temprano... Hay cinco leguas; hacia las seis estaré de vuelta... Y usted verá, Catalina, cómo sus tristes pensamientos no tienen fundamento.

—Así sea—respondió la labradora levantándose—, así sea... Usted me ha tranquilizado algo, Hullin... Ahora, me vuelvo a la granja y espero dormir mejor que la noche pasada... Buenas noches, Juan Claudio.

III

Al día siguiente, al amanecer, Hullin, muy endomingado con su pantalón de recio paño azul, amplia chaqueta de terciopelo obscuro, chaleco rojo con botones dorados, y cubriendo la cabeza con un ancho sombrero de campo, sujeto por delante, sobre la cara bermeja, con una escarapela, se puso en camino para Falsburg, empuñando un grueso palo de serbal.

Falsburg es una plaza fuerte pequeña, situada en el camino imperial de Estrasburgo a París, que domina la ladera de Saverne, los puertos del alto Barr, de la Roche-Plate, de la Bonne-Fontaine y del Graufthal. Sus baluartes, sus defensas exteriores, sus medias lunas se recortan en zig-zag sobre una meseta rocosa; vistos de lejos, cualquiera creería poder franquear los muros de un salto; pero, al llegar, se descubre el foso, de cien pies de ancho y de una profundidad de treinta, y, enfrente, las obscuras murallas cortadas a pico. Aquello detiene a uno bruscamente. Por lo demás, a excepción de la iglesia, de la Casa-Ayuntamiento, de las Puertas de Francia y de Alemania, que tienen forma de mitra, y de las agujas de los dos polvorines, todo lo restante queda oculto detrás de los glacis. Tal es la pequeña ciudad de Falsburg, que no deja de poseer cierto sello de grandeza, sobre todo cuando atravesamos sus puertas y penetramos en ella por sus amazacotadas puertas, provistas de rastrillos con púas de hierro. En el interior, las casas se distribuyen en manzanas regulares, son bajas y se hallan perfectamente alineadas; la construcción es de sillería; allí todo tiene un aspecto militar.

Hullin, llevado de su robusta naturaleza y de su carácter alegre, que nunca se alarmaba por las cosas que pudieran venir, consideraba aquellos ruidos de retirada, desastre e invasión como mentiras propagadas por la mala fe. Así es que se comprende cuál sería su estupefacción cuando, al salir de la montaña y a la orilla del bosque, vio el ruedo del pueblo arrasado como un pontón; no quedaba ni un jardín, ni un huerto, ni un paseo, ni un árbol, ni un matojo; todo lo que se hallaba al alcance del cañón había sido destruido. Algunos desgraciados se dedicaban a recoger los últimos restos de sus casuchas para llevarlos a la ciudad. No se veía en el horizonte mas que la cintura de las murallas, que trazaba una línea obscura por encima de los caminos cubiertos. Aquello fue un rayo que cayó sobre la cabeza de Juan Claudio; durante algunos minutos no pudo articular una palabra ni dar un paso.

—¡Oh, oh!—dijo Hullin al fin—. ¡Esto va mal! ¡Esto va muy mal! ¡Están esperando al enemigo!

Luego, sobreponiéndose a los demás su instinto guerrero, una oleada de sangre coloreó sus mejillas morenas.

—¿Y son esos granujas de austriacos, de prusianos, de rusos y demás miserables sacados del fondo de Europa la causa de todo esto?—exclamó Hullin agitando la tranca—; ¡pues tened cuidado! ¡Nosotros os obligaremos a pagar el gasto!...

Juan Claudio se hallaba dominado por una de esas cóleras sordas que experimentan los hombres pacíficos cuando se les saca de quicio. ¡Desgraciado de aquel que le hubiese mirado con malos ojos en tal momento!

Veinte minutos más tarde, Hullin entraba en la ciudad, detrás de una larga fila de carros tirados por cinco o seis caballos que arrastraban con gran trabajo enormes troncos de árboles destinados a construir varios blocaos en la plaza de armas. Entre los conductores, los aldeanos y los caballos, que relinchaban, se revolvían y echaban chispas por las cuatro patas, marchaba gravemente un gendarme a caballo, el señor Kels, el cual parecía no oír nada y decía de una manera grave:

—Valor, valor, amigos... Todavía tenemos que hacer hoy dos viajes... ¡Vosotros seréis beneméritos de la patria!

Juan Claudio atravesó el puente.

Un nuevo espectáculo se presentó a sus ojos; en la ciudad reinaba el ardor de la defensa; las puertas se encontraban abiertas, y hombres, mujeres y niños iban y venían, corrían de un lado a otro, ayudando a transportar la pólvora y los proyectiles. De vez en cuando se formaban grupos de tres, cuatro o seis personas para comunicarse noticias.

—¡Eh, vecino!

—¿Qué pasa?

—Un correo acaba de llegar a todo galope... Por la Puerta de Francia ha entrado...

—Vendrá a anunciar la llegada de la guardia nacional de Nancy.

—O quizás un convoy de Metz.

—Tiene usted razón... Faltan balas de diez y seis... También necesitamos metralla, y, para poder hacerla, vamos a destruir los hornillos.

Algunos pacíficos ciudadanos, en mangas de camisa, subidos en mesas colocadas a lo largo de las aceras, se dedicaban a tapiar las ventanas de sus casas con grandes trozos de madera y con jergones; otros hacían rodar delante de las puertas cubas de agua. Aquel entusiasmo reanimó a Hullin.

—¡Esto está bien!—exclamó Juan Claudio—; todo el mundo está de fiesta aquí... Los aliados van a ser bien recibidos.

Frente al colegio, la voz chillona del guardia municipal Harmentier gritaba: «Ordeno y mando: que las casamatas se abran para que todos puedan llevar a ellas un colchón y dos mantas por persona. Además, los comisarios de la plaza comenzarán la visita de inspección, para averiguar si los habitantes tienen víveres para tres meses, lo cual deberá justificarse por éstos.—Hoy, 20 de diciembre de 1813.—Juan Pedro Meunier, gobernador.»

Todo aquello lo vio y lo oyó Hullin en menos de un minuto, pues el pueblo entero estaba en vilo.

Escenas extrañas, serias, cómicas, se sucedían sin interrupción. Hacia la callejuela del Arsenal varios guardias nacionales arrastraban una pieza de artillería de veinticuatro. Aquella buena gente tenía que subir una cuesta bastante pina y no podía más. «¡Hué!, ¡a una!, ¡con mil demonios! ¡Otro empujón!... ¡Adelante!» Todos gritaban a la vez, empujaban las ruedas, y el pesado cañón, asomando el largo cuello de bronce entre la enorme cureña, por encima de las laderas, rodaba lentamente y estremecía el pavimento.

Hullin, muy alegre, no era ya el mismo hombre; sus instintos de soldado, los recuerdos del vivaque, de las marchas, de las descargas, de las batallas, volvían a su espíritu a paso de carga; brillábale la mirada, el corazón le latía con más violencia y ya iban y venían en su cabeza ideas de defensa, de atrincheramiento, de lucha a muerte.

—¡A fe mía—se decía Juan Claudio—, todo va bien! Ya he hecho bastantes zuecos en mi vida, y puesto que se presenta la ocasión de volver a coger el mosquete..., ¡tanto mejor!; ahora demostraremos a los prusianos y a los austriacos que no olvidamos la carga en doce tiempos.

De este modo razonaba el buen hombre, dominado por los recuerdos bélicos; pero su alegría no duró mucho.

Delante de la iglesia, en la plaza de armas, se hallaban parados quince o veinte carros de heridos procedentes de Leipzig y de Hanau. Aquellos desgraciados, pálidos, lívidos, la mirada lúgubre, unos ya amputados, otros que no habían sido curados siquiera, esperaban tranquilamente la muerte. Cerca de ellos, algunos viejos jamelgos alazanes, cuyos lomos cubrían sendas pieles de perro, comían su escasa pitanza, mientras que los carreteros—unos infelices reclutados en Alsacia—, envueltos en grandes capas agujereadas, dormían, a pesar del frío, con el sombrero sobre los ojos y los brazos cruzados, en los escalones de la iglesia. Era espeluznante ver aquellos grupos de hombres demacrados, con grandes capotes grises, amontonados sobre paja sanguinolenta, llevando uno de ellos el brazo partido sobre las rodillas; otro con la cabeza atada con un pañuelo viejo, y otro, por último, ya muerto, sirviendo de asiento a los vivos, con las manos negras colgando entre las escalas. Hullin, frente a tan lúgubre espectáculo, permaneció clavado a la tierra y no podía apartar de él los ojos. Los grandes dolores humanos tienen el raro poder de fascinarnos; queremos ver cómo los hombres perecen, con qué cara afrontan la muerte; los mejores espíritus no se hallan exentos de esa horrible curiosidad. ¡Dijérase que la eternidad va a revelarnos su secreto!

Cerca de la lanza del primer carro, a la derecha de la fila, se hallaban acurrucados dos carabineros, que llevaban unas guerreras de color azul celeste; dos verdaderos colosos, cuyas robustas naturalezas se rendían agobiadas por el dolor; parecían dos cariátides aplastadas por el peso de una masa enorme. Uno de ellos, de grandes bigotes rubios y mejillas terrosas, miraba con los ojos empañados, como dominados por una horrible pesadilla; el otro, completamente doblado, con las manos azules y el hombro destrozado por la metralla, se encogía cada vez más y luego se enderezaba como sobresaltado, hablando en voz muy baja, como si estuviera soñando. Detrás se hallaban, tendidos de dos en dos, varios soldados de infantería, la mayoría heridos de un balazo, con las piernas o los brazos quebrantados. Aquellos infelices no decían nada; solamente algunos, los más jóvenes, pedían de un modo furioso agua o pan; y en el carro inmediato, una voz lastimera, la voz de un recluta, llamaba: «¡Madre! ¡Madre mía!»..., mientras que los veteranos sonreían lúgubremente, como diciendo: «Sí, sí..., pronto va a venir tu madre.» Pero quizás no pensaran en nada.

De cuando en cuando, una especie de estremecimiento agitaba todo el convoy; veíase entonces algunos heridos que se incorporaban un poco lanzando prolongados gemidos y volviendo a caer en seguida, como si la muerte hubiera hecho su recorrido en aquel momento.

Después, nuevamente se hacía el silencio.

Y mientras Hullin contemplaba tales escenas, desgarrándosele las entrañas, un individuo de la vecindad, el panadero, salió de su casa llevando una gran olla llena de caldo. Fue digno de ver entonces a aquellos espectros agitarse, brillarles los ojos, dilatárseles las narices; parecía que volvían a la vida. ¡Los desgraciados estaban muertos de hambre!

El señor Sôme, con las lágrimas en los ojos, se acercó diciendo:

—¡Aquí estoy, hijos míos! ¡Tened un poco de paciencia!... ¡Soy yo! ¡Ya me conocéis!

Mas apenas hubo llegado el panadero cerca del primer carro, el corpulento carabinero de las mejillas verdosas se reanimó y, metiendo el brazo hasta el codo en el puchero hirviendo, cogió la carne y la ocultó bajo la guerrera. La operación se llevó a cabo con la rapidez del relámpago, e inmediatamente salvajes alaridos resonaron por todas partes. Aquellas gentes, si hubieran podido moverse, habrían devorado a su compañero. Este, con los brazos cruzados sobre el pecho, los dientes clavados en la presa, los ojos bizcos mirando en todas direcciones, parecía no oír nada. Al ruido de los gritos, un veterano, un sargento, salió apresuradamente de una posada cercana. Era un guía antiguo, que comprendió en seguida de lo que se trataba, y, sin inútiles reflexiones, arrebató la carne a la bestia feroz, diciéndole:

—¡Te mereces que no te den nada!... ¡Ahora lo partiremos y haremos diez porciones!

—¡No somos mas que ocho!—dijo uno de los heridos, muy tranquilo, al parecer, pero a quien chispeaban los ojos bajo una máscara de bronce.

—¿Cómo ocho?

—Vea usted, mi sargento, que estos dos están a punto de hincar el pico... y sería perder esos víveres...

El viejo sargento los miró.

—¡Es verdad!—dijo el guía—; hagamos ocho partes.

Hullin no pudo ver por más tiempo aquellas escenas y se dirigió, pálido como la muerte, a casa del posadero Wittmann, que se hallaba enfrente. Wittmann era también comerciante en pieles y cueros.

—¡Qué! ¿Es usted, maestro Juan Claudio?—exclamó el posadero viéndolo entrar—. Viene usted más pronto que acostumbra; no le esperaba hasta la semana próxima.

Mas al ver que se tambaleaba, le preguntó:

—Pero, diga usted, ¿le pasa algo?

—Vengo de ver a los heridos.

—¡Ah! ¡Sí! Las primeras veces le flaquean a uno las piernas; pero si usted hubiera visto pasar quince mil, como nosotros, ya no se preocuparía.

—¡Un cuartillo de vino! ¡Pronto!—dijo Hullin, que se sentía mal—. ¡Oh! ¡Los hombres! ¡Los hombres!... ¡Y dicen que somos hermanos!...

—Sí, hermanos hasta tocar el bolsillo—respondió Wittmann—. Vamos, eche usted un trago, y eso le tranquilizará.

—Entonces, ¿usted ha visto pasar quince mil?—añadió el almadreñero.

—Lo menos... desde hace dos meses..., sin hablar de los que se han quedado en Alsacia y del otro lado del Rin; porque, como usted comprenderá, no hay carros para todos, y, además, muchos no valen la pena de que se les traslade.

—Sí, lo comprendo; pero ¿por qué están aquí esos desgraciados? ¿Por qué no los llevan al hospital?

—¡El hospital!... ¿Qué es un hospital..., qué son diez hospitales... para cincuenta mil heridos? Todos los hospitales, desde Maguncia y Coblenza hasta Falsburg, se hallan abarrotados. Además, esa maldita enfermedad, el tifus, Hullin, mata más gente que las balas. Todas las aldeas del llano, en veinte leguas a la redonda, están infestadas: las gentes mueren como moscas. Afortunadamente, hace tres días que la ciudad se halla en estado de sitio y se van a cerrar las puertas para que no entre nadie. Por mi parte, he perdido a mi tío Cristián y a mi tía Isabel, que eran personas tan sanas y fuertes como usted y como yo, maestro Juan Claudio. Por último, el frío ha llegado y la noche pasada ha escarchado.

—¿Y los heridos se han quedado en medio de la calle toda la noche?

—No; han llegado de Saverne esta mañana, y dentro de una o dos horas, así que los caballos descansen, se pondrán en camino para Sarreburg.

En aquel momento el sargento, que acababa de restablecer el orden en los carros, entró frotándose las manos.

—¡Vaya, vaya! El tiempo refresca; papá Wittmann, ha hecho usted bien encendiendo la estufa, ¡Una copita de coñac para disipar la niebla! ¡Ején, ején!

Sus arrugados ojuelos, su nariz de pico de cuervo, los pómulos de sus mejillas separados de la nariz por dos grandes pliegues parecidos a dos trazos que iban a perderse en una extensa rubicundez imperial, todo reía en la fisonomía del viejo soldado, todo revelaba un carácter animoso y jovial. Era el suyo un verdadero tipo militar, tostado por el sol, curtido por el aire, lleno de franqueza y no exento de cierta astucia socarrona; el gran chaleco que llevaba, el recio capote gris-acero, el tahalí, las charreteras, parecían formar parte de su persona. No hubiera sido posible imaginárselo de otro modo.

El sargento iba y venía de un lado a otro por la sala y seguía frotándose las manos, mientras que Wittmann le servía una copita de aguardiente; Hullin, sentado cerca de la ventana, había visto desde el primer instante el número del regimiento a que el veterano pertenecía: el 6.º de infantería ligera; Gaspar, el hijo de la señora Lefèvre, servía en aquel regimiento. Juan Claudio iba, pues, a tener noticias del novio de Luisa; pero en el momento de hablar comenzó a latir su corazón con violencia. ¡Y si Gaspar hubiese muerto! ¡Y si hubiera perecido como tantos otros!

El buen almadreñero quedose como ahogado y se calló. «Más vale—pensó luego—no saber nada.»

Sin embargo, al cabo de algunos instantes, no pudo contenerse.

—Mi sargento—le dijo con voz enronquecida—, ¿usted es del sexto ligero?

—Del mismo, ciudadano—replicó el otro volviéndose en medio de la sala.

—¿No conoce usted a uno que se llama Gaspar Lefèvre?

—¡Gaspar Lefèvre!, de la segunda del primero; ¡demonio, vaya si le conozco! Yo he sido quien le ha enseñado a llevar las armas; ¡un magnífico soldado, pardiez! ¡Duro para la fatiga!... ¡Si tuviéramos cien mil de esa clase!...

—Entonces, ¿vive?, ¿está bien?

—Sí, ciudadano; pero hace ocho días que yo dejé el regimiento en Fredericsthal para escoltar este convoy de heridos...; usted comprende, la cosa está que arde..., y no puedo responder de nada; cuando menos se piense, cualquiera de nosotros puede recibir el pasaporte. Ahora hace ocho días, en Fredericsthal, el 15 de diciembre, Gaspar Lefèvre respondía a la llamada.

Juan Claudio respiró.

—Pero, entonces, mi sargento, hágame usted el favor de decirme por qué Gaspar no ha escrito hace dos meses.

El veterano sonrió y sus ojillos pestañearon.

—¡Ah!; vaya, ciudadano, ¿por ventura cree usted que no hay otra cosa que hacer sino escribir cuando se va de camino?

—No; yo he servido también; he hecho las campañas de Sambre y Mosa, de Egipto y de Italia; pero eso no me impedía mandar noticias.

—Un momento, compañero—interrumpió el sargento—; he estado en Egipto e Italia como usted, pero la campaña que acabamos de terminar es completamente especial.

—¡Qué! ¡Ha sido muy dura!

—¡Dura! Era preciso ser de bronce para no dejarse allí los huesos. Todo se ha vuelto contra nosotros: las enfermedades, los traidores, los campesinos, la gente de la ciudad, nuestros aliados; en fin, todo. De nuestra compañía, que se hallaba completa cuando salimos de Falsburg, el 21 de enero último, no han vuelto mas que treinta y dos hombres. Me parece que Gaspar Lefèvre es el único recluta que queda. ¡Los pobres reclutas se baten muy bien, pero no tienen costumbre de salvar la pelleja y se deshacen como la manteca en la sartén!

Y diciendo esto, el viejo sargento se acercó al mostrador y se bebió la copita de un solo trago.

—¡A vuestra salud, ciudadano! ¿Acaso es usted el padre de Gaspar?

—No, soy un pariente.

—¡Pueden ustedes jactarse de ser fuertes en la familia! ¡Vaya un ejemplar de hombre de veinte años! Así, a pesar de todo, él ha podido resistir, mientras que los otros caían por docenas.

—Pero no veo—añadió Hullin, después de un momento de silencio—lo que tiene de particular la última campaña, porque también nosotros hemos tenido enfermedades y traidores.

—¡De particular!—exclamó el sargento—; ¡todo era particular! En otras ocasiones, usted debe recordarlo si ha hecho la guerra de Alemania, después de una o dos victorias se había acabado todo; la gente nos recibía bien; bebíamos vino blanco, comíamos chucruta y jamón en compañía de los pacíficos ciudadanos, bailábamos con sus gordas mujeres. Los maridos, los abuelos, se reían de buena gana, y cuando se marchaba el regimiento todo el mundo lloraba conmovido. Pero ahora, después de Lutzen y Bautzen, en vez de tranquilizarse, la gente le recibía a uno con cara de mil demonios; no se podía obtener nada sino por la fuerza; cualquiera hubiera dicho que estábamos en España o en Vendée. No sé lo que se les ha metido en la cabeza contra nosotros. ¡Y si hubiéramos sido sólo franceses, si no hubiésemos tenido que luchar con esa ralea de sajones y demás aliados que no esperaban mas que el momento de arrojarse sobre nosotros, hubiéramos escapado bien a pesar de todo, a pesar de ser uno contra cinco! ¡Pero los aliados! ¡No me hable usted de los aliados! Mire usted: en Leipzig, el 18 de octubre último, en plena batalla, los aliados se volvieron contra nosotros y nos fusilaron por la espalda. ¡Eso hicieron nuestros buenos amigos los sajones! Ocho días después, nuestros antiguos y excelentes amigos los bávaros tratan de cortarnos la retirada y hay que pasarlos a cuchillo en Hanau. Al día siguiente, cerca de Francfort, se presenta otra columna de buenos amigos, que hay que exterminar. En fin, mientras más se matan, más salen. Y henos ahora de este lado del Rin. Seguramente, desde Moscú se han puesto en marcha contra nosotros amigos de tal calaña. ¡Ah! ¡Si lo hubiéramos previsto después de Austerlitz, Jena, Friedland y Wagram!

Hullin se había quedado muy pensativo.

—Y ahora, ¿en qué estamos, mi sargento?

—Estamos en que ha sido preciso repasar el Rin, y que todas nuestras plazas fuertes del otro lado se hallan bloqueadas. El 10 de noviembre pasado el príncipe de Neufchatel pasó revista al regimiento en Bleckheim; el tercer batallón ha disuelto sus efectivos en el segundo, y el cuadro recibió la orden de estar preparado para marchar al depósito. Cuadros no faltan; lo que faltan son hombres. Hace más de veinte años que se nos sangra por los cuatro costados; por consiguiente, nada de extraño tiene... Europa entera avanza... El emperador está en París trazando el plan de campaña,... en el supuesto que nos dejen respirar hasta la primavera...

En aquel momento, Wittmann, que se hallaba de pie cerca de la ventana, comenzó a decir:

—Aquí llega el gobernador, que viene a inspeccionar las talas que se hacen alrededor del pueblo.

En efecto; el comandante Juan Pedro Meunier, llevando un gran sombrero de picos y la faja tricolor a la cintura, atravesaba la plaza.

—¡Ah!—dijo el sargento—, voy a pedirle que firme la hoja de ruta. Perdón, ciudadano; me veo obligado a dejarle.

—Como usted quiera, mi sargento, y gracias. Si vuelve usted a ver a Gaspar, dígale que le lleva un abrazo de Juan Claudio Hullin y que esperamos noticias suyas en la aldea.

—Bien..., bien..., no dejaré de hacerlo.

El sargento salió, y Hullin vació su jarro, muy pensativo.

—Señor Wittmann—dijo al cabo de un momento—, ¿y mi paquete?

—Está preparado, maestro Juan Claudio.

Después, volviéndose hacia la puerta de la cocina, gritó:

—¡Gredel!... ¡Gredel! Trae el paquete de Hullin.

Una mujercita apareció y dejó en la mesa un rollo de pieles de carnero. Juan Claudio metió el palo que llevaba en el tubo que aquéllas formaban y se lo puso al hombro.

—¿Cómo? ¿Se va usted en seguida?

—Sí, Wittmann; los días son cortos, y los caminos, a través de los bosques, difíciles después de las seis; tengo que llegar a buena hora.

—Entonces, buen viaje, maestro Juan Claudio.

Hullin salió y atravesó la plaza apartando la vista del convoy, que estaba aún parado a la puerta de la iglesia.

Y el posadero, detrás de la ventana, al verle alejarse a buen paso, se decía:

—¡Qué pálido estaba cuando entró! No podía sostenerse sobre las piernas. ¡Es raro! Un hombre rudo, un veterano que se asusta de tan poca cosa. Por mi parte, ya puedo ver pasar cincuenta regimientos tendidos sobre los carros y me preocuparía tanto de ellos como de mi primera pipa.

IV

Mientras Hullin se enteraba del desastre de nuestros ejércitos y mientras se dirigía lentamente, cabizbajo y preocupado, hacia la aldea de Charmes, todo seguía su marcha acostumbrada en la granja de «El Encinar». Nadie pensaba ya en el extraño relato de Yégof, nadie se cuidaba de la guerra; el viejo Duchêne llevaba los bueyes al abrevadero; el pastor Robin removía la cama del ganado, y Anita y Juana desnataban las ollas de leche cuajada. Catalina Lefèvre, sola, seria y callada, pensaba en los pasados tiempos, mientras vigilaba con aspecto impasible las idas y venidas del pequeño mundo que la rodeaba. Aquella mujer tenía demasiada edad y era demasiado seria para olvidar en un día lo que le había tan vivamente conmovido. Al llegar la noche, después de la cena, Catalina marchose a la sala contigua, en la que se le oyó sacar el libro de apuntes del armario y colocarlo en la mesa para ajustar sus cuentas como de ordinario.

Luego los hombres comenzaron a cargar un carro de trigo, legumbres y aves de corral, porque al día siguiente había mercado en Sarreburg, y Duchêne tenía que salir al amanecer.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dos.» También se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.

Eran cerca de las siete y media cuando se oyó un ruido de pasos a la entrada del patio. El perro se adelantó hasta el umbral refunfuñando; mas al llegar allí respiró el viento de la noche, y después volvió tranquilamente a lamer de nuevo su escudilla.

—Debe de ser alguien de la casa—dijo Anita—, porque Michel no se mueve.

Casi al mismo tiempo Duchêne gritó desde fuera:

—Buenas noches, maestro Juan Claudio. ¿Es usted?

—Sí, vengo de Falsburg y quiero descansar un momento antes de llegar a la aldea. Catalina ¿está ahí?

Entonces pudo verse al buen hombre aparecer a la luz con su ancho sombrero echado hacia atrás y el rollo de pieles de carnero al hombro.

—¡Buenas noches, hijos míos!—dijo Juan Claudio—, ¡buenas noches!... Siempre ocupados...

—Gracias a Dios, sí, señor Hullin, como usted ve—respondió Juana riendo—. Si no se tuviese nada que hacer, la vida sería demasiado aburrida.

—Es verdad, hija mía, es verdad: sólo el trabajo suele producir esos frescos colores y esos ojos tan grandes y vivos.

Juana iba a contestar cuando la puerta de la sala se abrió, y adelantose Catalina Lefèvre, dirigiendo a Hullin una mirada profunda como para adivinar de antemano las noticias que traía.

—Y bien, Juan Claudio, ¿ya está usted de vuelta?

—Sí, Catalina. Hay de todo: bueno y malo.

Ambos penetraron en la sala, que era una habitación alta y bastante grande cubierta de maderas hasta el techo, con armarios de roble provistos de brillantes herrajes, con una estufa en forma de pirámide que comunicaba con la cocina, un reloj antiguo que contaba los segundos, dentro de una caja de nogal, y un gran sillón de cuero, articulado por una cremallera, que había sido usado por diez generaciones de ancianos. Juan Claudio no entraba nunca en aquella sala sin recordar al abuelo de Catalina, a quien le parecía ver aún con la cabeza blanca, sentado en la sombra, detrás del hogar.

—¿Qué hay?—preguntó la labradora ofreciendo un asiento al almadreñero, que acababa de dejar el rollo de pieles en la mesa.

—Pues de Gaspar, las noticias son buenas; el muchacho está bien, aunque ha sufrido muchas penalidades... ¡Tanto mejor! ¡Así se forma la juventud!... Pero en cuanto a lo demás, Catalina, los asuntos van mal: ¡la guerra, la guerra!...

Hullin sacudió la cabeza; Catalina, con los labios contraídos, se sentó frente a él, muy derecha en la silla, con los ojos fijos y atentos, y dijo:

—¿De modo que la cosa está mal... decididamente... y tendremos la guerra aquí?

—Sí, Catalina; de un día a otro veremos llegar a los aliados a nuestras montañas.

—Lo sospechaba..., estaba segura de ello; pero hable usted, Juan Claudio.

Entonces Hullin, con los codos hacia adelante, las gruesas orejas rojas entre las manos y bajando la voz contó lo que había visto: las talas alrededor de la ciudad, la distribución de las baterías en las murallas, la publicación del estado de sitio, los carros de heridos en la plaza de armas, la conversación con el viejo sargento en casa de Wittmann y el resumen de la campaña. De vez en cuando hacía una pausa, y la anciana labradora entornaba los ojos lentamente como para grabar los hechos en su memoria. Cuando Juan Claudio habló de los heridos, la buena mujer murmuró en voz baja: «¡Gaspar se ha escapado de ésta!».

Por último, cuando acabose aquella lúgubre historia, hubo un largo silencio y ambos se miraron sin decir una palabra.

¡Cuántas reflexiones, cuán amargos sentimientos invadían sus almas!

Así que pasaron unos instantes, la anciana, sobreponiéndose a los terribles pensamientos que la embargaban, dijo gravemente:

—¿Ve usted, Juan Claudio, como Yégof no estaba equivocado?

—Sin duda, sin duda, no estaba equivocado—respondió Hullin—; pero ¿qué prueba eso? Un loco que va de pueblo en pueblo, que sube y baja de Alsacia a Lorena, que va de acá para allá, nada de extraño tiene que vea o que de cuando en cuando diga una verdad en medio de sus desvaríos. En su cabeza todo se embrolla, y los demás creen comprender lo que él mismo no comprende. Pero no se trata de historia de loco, Catalina. Los austriacos se acercan y lo que se trata de saber es si los dejaremos pasar o si tendremos el valor de defendernos.

—¡De defendernos!—exclamó la anciana, cuyas pálidas mejillas se estremecieron—. ¡Si nosotros tendremos el valor de defendernos! No es conmigo, Hullin, con quien tiene usted que hablar. ¡Cómo!... ¿Acaso valemos menos que nuestros antepasados? ¿Acaso ellos no se han defendido?... ¿No ha sido preciso exterminarlos a todos, hombres, mujeres y niños?

—Entonces, Catalina, ¿usted es partidaria de la defensa?

—¡Sí, sí..., en tanto que me quede un soplo de vida! ¡Que vengan, que vengan! ¡La vieja de las viejas aquí les espera!

Sus largos cabellos grises se agitaron, sus pálidas y contraídas mejillas se estremecieron y sus ojos despedían relámpagos. En aquel momento Catalina parecía hermosa, hermosa como la anciana Margarita de la que había hablado Yégof. Hullin le tendió la mano en silencio, sonriendo de entusiasmo, y dijo:

—¡Perfectamente, perfectamente!... En la familia somos siempre lo mismo. No puede usted negar quién es, Catalina; ya está usted en marcha; pero tenga un poco de tranquilidad y óigame. Nosotros vamos a luchar; pero ¿con qué medios?

—Con todos; todos son buenos: las hachas, las hoces, los bieldos...

—Desde luego; pero los mejores son los fusiles y las balas. Fusiles tenemos, porque todo campesino guarda el suyo encima de la puerta; pero, desgraciadamente, nos hacen falta pólvora y balas.

La anciana labradora se había tranquilizado súbitamente, y mientras recogía sus cabellos debajo de la cofia miraba hacia adelante, como al azar, con aire pensativo.

—Sí—añadió Catalina bruscamente—, pólvora y balas hacen falta, es verdad; pero ya tendremos. Marcos Divès, el contrabandista, tiene en abundancia; mañana irá usted a verle de mi parte, y le dirá que Catalina Lefèvre compra toda la pólvora y todas las balas de que disponga; que ella paga; que venderá su ganado, su granja, sus tierras..., todo..., todo, para adquirirla; ¿comprende usted, Hullin?

—Sí, comprendido; es muy hermoso lo que usted hace, Catalina.

—¡Bah! Muy hermoso..., muy hermoso—replicó la anciana—; es muy sencillo: ¡quiero vengarme! Esos austriacos, esos prusianos, esos hombres rubios que nos han exterminado otras veces..., yo los odio..., yo los detesto de padres a hijos. ¡Eso es! Usted comprará la pólvora y ese loco miserable verá si nosotros vamos a reedificar sus castillos.

Hullin comprendió por lo que oía que Catalina seguía pensando en la historia de Yégof; pero viendo cuán irritada estaba la anciana y pensando que sus propósitos contribuirían a la defensa del país, no hizo ninguna observación a este respecto, y dijo solamente:

—Entonces, Catalina, quedamos conformes; mañana iré a ver a Marcos Divès...

—Sí, compre usted toda la pólvora y todo el plomo que tenga. También convendría recorrer las aldeas de la sierra para comunicar a la gente lo que sucede y convenir con ellos una señal a fin de reunirse en caso de ataque.

—Esté usted tranquila—dijo Juan Claudio—; yo me encargo de eso.

Levantáronse los dos interlocutores y se dirigieron a la puerta. Hacía media hora que había cesado el ruido en la cocina: la gente de la granja se había ido a acostar. La anciana colocó la lámpara en una esquina del hogar y corrió los cerrojos. Fuera, el frío era intenso; el aire, tranquilo y límpido. Las cumbres de alrededor y los abetos del Jaegerthal se destacaban del cielo como masas obscuras o iluminadas. Lejos, bastante apartado de la ladera, un zorro aullaba en el valle del Blanru.

—¡Buenas noches, Hullin!—dijo la señora Lefèvre.

—¡Buenas noches, Catalina!

Juan Claudio alejose rápidamente por la cuesta de los brezos, y la labradora, después de contemplar durante un segundo, cerró la puerta.

Fácilmente se podrá imaginar la alegría de Luisa cuando supo que Gaspar se hallaba sano y salvo. La pobre joven no vivía desde hacía dos meses. Hullin tuvo buen cuidado de no mostrarle la negra nube que asomaba por el horizonte. Durante toda la noche la oyó Juan Claudio ir de un lado para otro en su cuartito, hablando a solas como si se felicitara a sí misma, pronunciando el nombre de Gaspar y abriendo cajones y cajas para buscar, sin duda, algunos recuerdos que le hablasen de amor.

Así el pajarillo, sorprendido por la tormenta, tiritando aún, comienza a cantar y a saltar de rama en rama, al salir al primer rayo de sol.

V

Cuando Juan Claudio Hullin, en mangas de camisa, abrió al día siguiente las ventanas de su casilla vio las montañas vecinas—el Jaegerthal, el Grosmann, el Donon—cubiertas de nieve. La primera aparición del invierno, ocurrida mientras dormimos, tiene algo de sorprendente: los viejos abetos, las rocas, cubiertas de musgo, que la víspera se adornaban de verdor y que ahora centellean llenas de escarcha, producen en el alma una tristeza indefinible. «Ha pasado otro año—nos decimos—, y otra vez tenemos que sufrir los rigores del tiempo antes que vuelva la primavera.» Y nos apresuramos a vestir la recia hopalanda y a encender el fuego. Las habitaciones obscuras se llenan de luz blanca, y por primera vez oímos a los gorriones, agazapados bajo los rastrojos, con las plumas erizadas, que gritan afuera: «Esta mañana no hay comida, no hay comida.»

Hullin se calzó sus recios zapatos herrados de doble suela, y sobre la chaqueta púsose un amplio jubón de paño buriel.

Juan Claudio oía en el techo los pasos de Luisa, que iba de un lado a otro en la buhardilla, y gritó:

—¡Luisa, me marcho!

—¡Cómo! ¿Se marcha usted hoy también?

—Sí, hija mía; tengo que salir, mis asuntos no han terminado.

Después, así que se hubo puesto un ancho sombrero de fieltro, subió la escalera y dijo en voz baja:

—Hija mía, tardaré algún tiempo en volver, pues tengo que ir bastante lejos; pero no te inquietes. Si alguien pregunta dónde estoy, le dices: «En casa del primo Matías, en Saverne.»

—¿No quiere usted almorzar antes de salir?

—No; me llevo un pedazo de pan y la calabacilla de aguardiente. Adiós, hija mía; alégrate, y piensa en Gaspar.

Y sin esperar que le hiciera nuevas preguntas, cogió su palo y salió de la casilla, dirigiéndose hacia la colina de los Abedules, a la izquierda de la aldea. No había pasado un cuarto de hora cuando Hullin la había recorrido y llegaba al sendero de las Tres Fuentes, que rodea el Falkenstein, siguiendo un murillo de piedra en seco. Las primeras nieves, que nunca se endurecen, comenzaban, con el ambiente húmedo de las cañadas, a fundirse y se deslizaban por el sendero. Hullin saltó el murillo para subir la pendiente. Y dirigiendo casualmente la mirada hacia la aldea, que se hallaba sólo a dos tiros de carabina, vio a algunas mujeres barrer delante de sus puertas y a algunos vejetes que se saludaban, mientras fumaban la primera pipa del día, junto al umbral de su chamizo. Aquella profunda tranquilidad de la vida, en contraste con los pensamientos que le agitaban, le impresionó, y siguiendo su camino muy preocupado se dijo: «¡Qué tranquilo está todo allá abajo!... Nadie sospecha nada, y, sin embargo, dentro de pocos días cuántos clamores, qué estruendo de descargas no hendirán los aires!»

Como de lo que se trataba en primer lugar era de procurarse pólvora, Catalina Lefèvre había puesto naturalmente los ojos en Marcos Divès, el contrabandista, y en su virtuosa esposa Hexe-Baizel.

Aquellas gentes vivían al otro lado del Falkenstein y debajo de la roca que servía de asiento a un antiguo burg[2] en ruinas; allí se habían construido una especie de cubil bastante cómodo, el cual no tenía mas que la puerta de entrada y dos ventanillos, pero que, según ciertos rumores, se hallaba en comunicación con unos subterráneos por cierta hendedura; nunca los carabineros habían podido descubrirla, a pesar de los numerosos registros que habían hecho con tal fin. Juan Claudio y Marcos Divès se conocían desde la infancia; juntos habían ido a coger nidos de gavilanes y mochuelos, y desde entonces continuaban viéndose casi todas las semanas, por lo menos una vez, en la fábrica de aserrar del Valtin. Hullin estaba, pues, seguro del contrabandista, pero le infundía alguna sospecha la señora Hexe-Baizel, mujer demasiado circunspecta y que quizás no se inclinase del lado de la guerra. «En fin—se decía Juan Claudio mientras caminaba—, ahora veremos.»

El almadreñero encendió la pipa, y de vez en cuando se volvía para contemplar el inmenso paisaje, cuyos límites se ensanchaban cada momento más.

Nada hay tan hermoso como el espectáculo de aquellas montañas pobladas de bosques, elevándose unas sobre otras en el cielo pálido; de los corpulentos brazos, que se extienden hasta perderse de vista, cubiertos de nieve; de los obscuros barrancos, encajonados entre los bosques, con el torrente al fondo saltando entre los cantos rodados tan verdosos y bruñidos como el bronce. Y además el silencio, ese gran silencio del invierno...; la nieve todavía blanda, que cae de la copa de los altos abetos sobre las ramas inferiores que se inclinan; las aves de rapiña, dando vueltas de dos en dos por encima de los montes y lanzando sus gritos de combate: cosas son ésas que sólo se pueden ver, que no se pueden describir.

Próximamente una hora después de haber salido de la aldea de Charmes, Hullin trepaba por la cumbre del monte y llegaba al pie del peñón de los Madroños. Alrededor de aquella masa granítica se extiende una especie de terraplén de tres a cuatro pies de ancho. Semejante camino, hasta donde llegan las copas de los abetos más altos que suben del precipicio, tiene algo de siniestro, pero es seguro; si no se siente el vértigo, no hay peligro alguno en recorrerlo. Por encima, formando una media bóveda, avanzaba la roca cubierta de ruinas.

Juan Claudio se acercaba a la cueva del contrabandista, y deteniéndose un momento en el terraplén, guardose la pipa en el bolsillo; luego siguió andando por el sendero, que describe un semicírculo y termina por el otro lado en una brecha. Al final, y casi junto a dicha cortadura, vio Hullin las dos ventanillas del cubil y la puerta, que se hallaba entreabierta. Un gran montón de estiércol se divisaba delante del umbral.

En el mismo instante apareció Hexe-Baizel, arrojando, con una gran escoba de retamas verdes, el estiércol al abismo. Aquella mujer era pequeña y delgaducha; tenía los cabellos rojos y desgreñados, las mejillas hundidas, la nariz afilada, los ojos pequeños y brillantes como dos centellas; la boca fina, con los dientes muy blancos, y la tez rojiza. En cuanto a su vestidura, se componía de una falda de lana muy corta y sucia y de una camisola de lienzo bastante blanca; sus curtidos bracillos musculosos, cubiertos de vello dorado, estaban desnudos hasta el codo, a pesar del intenso frío que hace en el invierno a tal altura; en fin, por todo calzado llevaba dos enormes chanclos destrozados.

—¡Hola! ¡Buenos días, Hexe-Baizel!—gritó Juan Claudio alegremente y en tono burlón—; usted siempre tan gruesa y oronda, alegre y satisfecha... ¡Así me gusta!

Hexe-Baizel se había vuelto rápidamente, como una comadreja sorprendida en acecho, sacudiendo la cabellera roja y lanzando chispas por los ojos; pero se tranquilizó en seguida y exclamó secamente, como si se hablara a sí misma:

—¡Hullin... el almadreñero! ¿Qué se le habrá perdido por aquí?

—Vengo a ver a mi amigo Marcos, señora Hexe-Baizel—respondió Juan Claudio—; tenemos que hablar de negocios.

—¿Qué negocios?

—¡Ah! Eso queda para nosotros. Vamos, déjeme usted pasar, pues quiero hablarle.

—Marcos está durmiendo.

—Pues hay que despertarle, porque el tiempo vuela.

Y diciendo esto, Hullin se inclinó para entrar por la puerta y penetró en una pequeña cueva, cuya bóveda, en vez de ser redonda, era de forma irregular, surcada de hendeduras. Cerca de la entrada, a dos pies del suelo, la roca formaba una especie de hogar natural, en el que ardían algunos carbones y ramas de enebro. Todos los utensilios de cocina de Hexe-Baizel consistían en una olla de metal, un puchero de barro rojo, dos platos desportillados y tres o cuatro tenedores de estaño; todo su mobiliario, en un asiento de madera, una hacheta para partir la leña, una caja con sal colgada de la piedra y la gran escoba de retamas verdes. A la izquierda de tal cocina se veía otra caverna con una puerta irregular, más ancha por arriba que por abajo, que se cerraba por medio de dos tablas y un travesaño.

—Y ¿dónde está Marcos?—dijo Hullin sentándose cerca del hogar.

—Ya le he dicho que está durmiendo; ayer vino muy tarde, y hay que dejarle dormir, ¿lo oye usted?

—Lo oigo muy bien, Hexe-Baizel, pero no tengo tiempo de esperar.

—Entonces, márchese.

—¡Márchese! ¡Eso se dice muy pronto!; pero es el caso que no quiero irme. No he hecho una legua de camino para volverme con las manos vacías.

—¿Eres tú, Hullin?—interrumpió bruscamente una voz saliendo de la cueva de al lado.

—Sí, Marcos.

—¡Ah! Ya voy.

Oyose un ruido como de paja removida, y luego la tapadera de madera se corrió: un cuerpo enorme, de una anchura de tres pies de hombro a hombro, delgado, huesudo, cargado de espaldas, con el cuello y las orejas color de ladrillo, los cabellos obscuros y espesos, inclinose para pasar por el boquete, y Marcos Divès apareció ante Hullin bostezando, estirando sus largos brazos y dando un suspiro contenido.

A primera vista, la fisonomía de Marcos Divès parecía bastante pacífica. La frente ancha y baja, las despejadas sienes, los cabellos cortos y rizados que avanzaban en punta hasta cerca de las cejas, la nariz recta y larga, el mentón prolongado, y, sobre todo, la expresión tranquila de sus ojos obscuros hubieran inducido a creer que pertenecía a la familia de los rumiantes más bien que a la de las fieras; pero hubiese sido aventurado fiarse de las apariencias. Por la comarca corrían rumores de que Marcos Divès, en caso de que le atacaran los carabineros, no tendría el menor reparo en servirse del hacha y de la escopeta para acabar pronto; a él se le atribuían varios accidentes graves ocurridos a los agentes del fisco; pero las pruebas faltaban en absoluto. El contrabandista, gracias a su profundo conocimiento de los puertos de la sierra y de las veredas que van de Dagsburg a Sarrebrück y de Raon-l'Etape a Basilea, en Suiza, siempre se hallaba a quince leguas de los sitios donde había sucedido alguna fechoría. Además, tenía un aire bonachón, y aquellos que habían hecho correr rumores que le perjudicaban siempre hubieron de acabar mal; lo que prueba la justicia del Señor en este mundo.

—A fe mía, Hullin—exclamó Marcos después de salir del agujero—, ayer estuve pensando en ti, y si no hubieras venido, hubiese ido yo a la fábrica del Valtin con el solo objeto de buscarte. Siéntate. Hexe-Baizel, trae un asiento a Hullin.

Luego sentose el contrabandista en el hogar, con la espalda hacia el fuego y frente a la puerta abierta, por la que penetraban juntos los vientos de Alsacia y de Suiza.

Por el boquete podía descubrirse una vista espléndida; parecía un verdadero cuadro recortado por la roca, un cuadro inmenso abarcando todo el valle del Rin, y del otro lado, las montañas, que se perdían en la bruma. Respirábase un vientecillo fresco, y el fuego que danzaba en aquel nido de búhos era agradable de ver con sus tonos rojos, después que los ojos habían recorrido la extensión azulada.

—Marcos—dijo Hullin tras un instante de silencio—, ¿puedo hablar delante de tu mujer?

—Ella y yo somos una sola persona.

—Pues bien, Marcos, vengo a comprarte pólvora y plomo.

—Para tirar liebres, ¿no es verdad?—dijo el contrabandista guiñando los ojos.

—No; para batirnos con los alemanes y los rusos.

Hubo un instante de silencio.

—¿Y necesitarás mucha pólvora y mucho plomo?

—Todo el que me puedas proporcionar.

—Puedo proporcionarte hoy municiones por valor de tres mil francos—dijo el contrabandista.

—Las compro.

—Y dentro de ocho días dispondré de otras tantas—añadió Marcos con la misma tranquila voz y la mirada atenta.

—También las compro.

—¡Sí, usted las compra—exclamó Hexe-Baizel—, usted las compra, no lo dudo!; pero ¿quién las paga?

—Cállate—dijo Marcos con acritud—; Hullin las compra, y su palabra basta.—Después, tendiéndole la ancha mano de un modo afectuoso, añadió:

—Juan Claudio, aquí está mi mano; la pólvora y el plomo son tuyos; pero quiero gastar la parte que me corresponde, ¿comprendes?

—Sí, Marcos; pienso pagarte en seguida.

—Pagará—dijo Haxe Baizel—, ¿lo oyes?

—¡Bah! ¡No soy sordo! Baizel, ve por una botella de brimbelle-wasser para calentarnos un poco el estómago. Lo que Hullin acaba de decirme me gusta. Esos granujas de kaiserlicks no nos ganarán la partida con tanta facilidad como yo creía. Parece que vamos a defendernos con energía.

—Sí, con energía.

—¿Hay algunos que pagan?

—La que paga es Catalina Lefèvre, y ella es la que me manda—dijo Hullin.

Entonces Marcos se levantó, y con voz grave, extendiendo el brazo hacia los precipicios, exclamó:

—¡Es una mujer..., una mujer tan grande como aquel peñón de allá abajo, el Oxenstein, el mayor que he visto en mi vida! ¡Bebo a su salud! ¡Bebe tú también, Juan Claudio!

Hullin bebió, y luego lo hizo la anciana.

—Después de eso no hay más que hablar—exclamó Divès—; pero escucha, Hullin; no hay que creer que es empresa fácil cortarles el paso; todos los cazadores furtivos, todos los segares[3] schileteros y leñadores de la sierra no bastarán para ello. Acabo de llegar del otro lado del Rin. ¡Cuántos rusos, austriacos, bávaros, prusianos, cosacos y húngaros..., cuántos he visto! ¡Cubren la tierra; los pueblos no pueden albergarlos y acampan en las llanuras, en las cañadas, en las alturas, en las ciudades, a campo raso; por todas partes, por todas partes hay enemigos!

En aquel momento un grito agudo hendió los aires.

—¡Es un halcón que está de caza!—dijo Marcos interrumpiéndose.

Mas en el mismo instante pasó una sombra por el peñón.

Era una bandada de pinzones que volaba sobre el abismo, y centenares de halcones y gavilanes se agitaban sobre ellos, dando vertiginosas vueltas y gritos estridentes para azorar a su presa, mientras que la bandada parecía inmóvil, de densa que era. El movimiento regular de tantos miles de alas producía en el silencio un ruido semejante al de las hojas secas arrastradas por el cierzo.

—Son los pinzones, que se marchan de las Ardennas—dijo Hullin.

—Sí, es el último paso; ya el hayuco está enterrado en la nieve lo mismo que la sementera. Pues bien, mira; hay más hombres allá abajo que pájaros en esa bandada. Pero es igual, Juan Claudio; saldremos bien de nuestra empresa, siempre que todo el mundo tome parte en ella. ¡Hexe-Baizel, enciende la linterna, porque voy a enseñar a Hullin las provisiones que tenemos de pólvora y plomo!

Hexe-Baizel, al oír semejante proposición no pudo contener un gesto de extrañeza, y dijo:

—Nadie, desde hace veinte años, ha entrado en la cueva; bien puede él creernos bajo nuestra palabra como nosotros creemos bajo la suya que nos pagará; de modo que no tengo para qué encender la linterna.

Marcos, sin contestar nada, extendió el brazo y tomó de la leñera una gruesa tranca; entonces la vieja, con los cabellos erizados, desapareció por el boquete más próximo como un hurón, y dos segundos después salía con una enorme linterna de cuerno, que Divès encendió tranquilamente con el fuego del hogar.

—Baizel—dijo Marcos volviendo a colocar el palo en el rincón—, tú sabes que Juan Claudio es un amigo mío de la infancia, y que me fío mucho más de él que de ti, vieja garduña; porque si no temieras que te ahorcaran el mismo día que a mí, hace tiempo que me hubieran colgado de una cuerda. Vamos, Hullin, sígueme.

Salieron ambos, y el contrabandista, torciendo a la izquierda, se dirigió hacia la cortadura, que formaba una especie de salidizo sobre el Valtin, a doscientos pies de altura. Separó con la mano las hojas de una encinilla que había arraigado por debajo, alargó la pierna y desapareció como si se hubiera arrojado al abismo. Juan Claudio se estremeció; pero casi al mismo tiempo, sobre la pared que formaba la roca, vio destacarse la cabeza de Divès, que avanzaba gritándole:

—Hullin, pon la mano a la izquierda, donde hay un agujero; extiende el pie sin miedo y tocará en un escalón, y después da media vuelta.

Juan Claudio obedeció muerto de miedo; encontró el boquete en la piedra, alcanzó el escalón y, dando media vuelta, se encontró frente a frente con su compañero en una especie de nicho apuntado, que sin duda se comunicaba en otro tiempo con una poterna. Al fondo del nicho abríase una bóveda baja.

—¿Cómo demonio has encontrado esto?—exclamó Hullin completamente maravillado.

—Lo encontré buscando nidos hace treinta y cinco años. Un día me hallaba en la peña, y yo había visto salir de allí muchas veces un búho de gran tamaño con la hembra, dos pájaros magníficos, con la cabeza gorda como mi puño y unas alas de seis pies de ancho, cuando oí gritar a las crías y me dije: «Están cerca de la caverna, en el extremo del terraplén. Si pudiera dar la vuelta un poco más allá de la cortadura, las cogería.» A fuerza de mirar y de inclinarme logré ver una esquina del escalón, por encima del precipicio. Al lado había un acebo bastante firme. Me así del acebo, extendí la pierna y, ¡ya lo ves!, aquí llegué. ¡Pero qué lucha, Hullin! El padre y la madre querían sacarme los ojos. Por fortuna era de día, y aunque ambos se dirigían contra mí, abriendo el pico y silbando, el sol los deslumbraba. Les di unos cuantos puntapiés, y por fin fueron a caer en un abeto, allá abajo; y los grajos, los zorzales, los pinzones, estuvieron volando alrededor de ellos hasta que llegó la noche, para arrancarles las plumas. No puedes figurarte, Juan Claudio, el montón de huesos, pellejos de ratas y lebratos, la carroña que habían reunido en este nido aquellos animales. Era una verdadera inmundicia. Lo arrojé todo al Jaegerthal y vi el pasadizo cubierto. Se me olvidó decirte que me encontré dos crías; retorcíles el pescuezo y las metí en el saco. Después de lo cual, con toda tranquilidad entré, y ahora verás lo que hallé. Entra.

Ambos penetraron en una bóveda estrecha y baja, formada por enormes piedras rojas, en las que la luz proyectaba, al marchar los dos amigos, su vacilante resplandor.

Cuando hubieron andado unos treinta pasos, apareció ante Hullin una gran cueva de forma circular, desplomada por lo alto y abierta en la roca viva. Al fondo se veían unos cincuenta barriles apilados en forma de pirámide, y a los lados, gran cantidad de barras de plomo y sacos de tabaco, cuyo fuerte olor impregnaba el aire.

Marcos había dejado la linterna a la entrada de la bóveda y miraba su guarida con la cabeza levantada y la sonrisa en los labios.

—He aquí lo que descubrí—dijo el contrabandista—, la cueva estaba vacía; solamente encontré ahí en medio el esqueleto de un animal, tan blanco como la nieve, seguramente de un zorro muerto de viejo. ¡El granuja descubrió el pasadizo antes que yo, y aquí dormía a pierna suelta! ¡A quién hubiera podido ocurrírsele venir a este lugar! En aquel tiempo, Juan Claudio, yo tenía doce años. En seguida pensé que este escondrijo podría serme útil algún día. No sabía entonces para qué...; pero así que pasó tiempo, cuando hice las primeras salidas de contrabando a Landau, Khel y Basilea con Jacobo Zimmer, y cuando los carabineros se dedicaron a perseguirnos durante dos inviernos, la idea de la cueva abandonada comenzó a rondar mi pensamiento desde la mañana hasta la noche. Yo conocía ya a Hexe-Baizel, que era entonces criada de la granja de «El Encinar», en casa del padre de Catalina. Trájome en dote veinticinco luises, y vinimos a establecernos en la caverna de los Madroños.

Callose Divès, y Hullin, muy pensativo, le preguntó:

—Entonces ¿has tomado cariño a este agujero?

—¡Que si le he tomado cariño!... Mira, no me iría a vivir a la casa más hermosa de Estrasburgo aun cuando me dieran dos mil libras de renta. Hace veintitrés años que guardo aquí mis mercancías: azúcar, café, pólvora, tabaco, aguardiente; todo se mete ahí. Tengo ocho caballerías siempre de camino.

—Pero no disfrutas de nada.

—¡Que no disfruto de nada! ¿Tú crees que no es nada burlarse de los gendarmes, de los investigadores, de los carabineros, irritarlos, despistarlos y oír decir por todas partes: «Ese granuja de Marcos, ¡qué listo es!... ¡Cómo hace lo que quiere!... Es capaz de acabar con todo el Estado...» Y esto y lo otro. ¡Je, je, je! Te aseguro que es el placer mayor del mundo. Además, la gente te quiere porque vendes a mitad de precio, con lo cual prestas un servicio a los pobres y mantienes caliente el estómago.

—Sí; pero ¡cuántos peligros!

—¡Bah! Nunca se le ocurrirá a un carabinero pasar por la brecha.

—¡Desde luego!—pensó Hullin, al recordar que tendría necesidad de salvar nuevamente el precipicio.

—Es igual—prosiguió Marcos—; no te falta del todo razón, Juan Claudio. Al principio, cuando yo tenía que entrar aquí con esos barrilillos a la espalda, sudaba la gota gorda; pero ahora ya me he acostumbrado.

—¿Y si se te escurriera un pie?

—Pues nada; se acabaría todo. Lo mismo da morir ensartado en un abeto que toser durante semanas y meses tendido en un jergón.

En tal momento, Divès iluminaba con la linterna las pilas de barriles, que llegaban hasta la bóveda.

—Es pólvora fina inglesa—dijo Marcos—que se va de las manos como las pepitas de plata y que caza a las mil maravillas. No se necesita mucha; con un dedal basta. Y aquí tienes el plomo puro, sin mezcla de estaño. Esta noche comenzará Hexe-Baizel a fundir las balas; ella entiende de eso; tú verás.

Y ya se disponían a volver en dirección a la cortadura, cuando, de repente, un confuso ruido de palabras se oyó zumbar en el aire. Marcos apagó la linterna, y ambos quedaron sumidos en la obscuridad.

—Alguien va por ahí arriba—dijo el contrabandista en voz muy baja—. ¿Quién será el que se ha aventurado a trepar al Falkenstein con este tiempo de nieves?

Estuvieron escuchando, conteniendo la respiración, con la vista fija en el rayo de luz azulada que descendía por una estrecha falla hasta el fondo de la caverna. Alrededor de aquella hendedura crecían algunas malezas salpicadas de escarcha centelleante; más arriba se divisaba la coronación de un antiguo muro. Y en el momento en que Divès y Hullin miraban manteniendo el más profundo silencio, he aquí que aparece al pie del muro una enorme cabeza despeluznada, una frente dentro de un aro reluciente, una cara alargada y después una barba roja, puntiaguda, todo lo cual se recortaba, formando una extraña silueta, en el cielo blanco del invierno.

—Es el Rey de Bastos—dijo Marcos riendo.

—¡Pobre hombre!—murmuró Hullin gravemente—; viene a visitar su castillo, andando por el hielo con los pies descalzos y con su corona de hojalata en la cabeza. ¡Oye, oye cómo habla! Está dando órdenes a los caballeros y a la corte; ahora extiende el cetro ya al Norte, ya al Mediodía; todo es suyo; es el señor del cielo y de la tierra... ¡Pobre hombre! ¡Sólo de verle con los calzoncillos que lleva y con la piel de perro pelada a la espalda, siento frío en los huesos!

—Sí, Juan Claudio, esto me produce el efecto de un burgomaestre o de un alcalde de pueblo, con una panza tan abultada como la de un palomo, a quien se le hinchan los carrillos cuando dice: «Yo, Hans Aden, tengo diez fanegas de magníficos prados, tengo también dos casas, una viña, un huerto y un jardín; ¡ején!, ¡ején!, tengo esto, y lo otro, y lo de más allá.» Pero al día siguiente le da un coliquillo, y... ¡andando! ¡Los locos, los locos!... ¿Quién puede decir que no está loco? Vámonos, Hullin; la vista de ese desgraciado que habla a solas y los gritos del cuervo anunciando el hambre me estremecen.

Penetraron ambos en la galería, y al salir de las tinieblas, la claridad del día estuvo a punto de deslumbrar a Hullin. Por fortuna, el cuerpo aventajado de su camarada, que se había colocado delante de él, le preservó del vértigo.

—¡Agárrate con fuerza—dijo Marcos—y haz como yo! La mano derecha en el boquete, y el pie derecho delante, en el escalón; ahora, media vuelta. ¡Ya estamos!

Volvieron a la cocina, en la que se hallaba Hexe-Baizel, quien les dijo que Yégof estaba en las ruinas del antiguo burg.

—Ya lo sabemos—respondió Marcos—; acabamos de verle tomando el fresco allá arriba: cada loco con su tema.

En tal momento, Hans, el cuervo, volando por encima del abismo, pasó ante la puerta lanzando un grito ronco; oyose un ruido como de granizo desprendiéndose de la maleza y apareció el loco en el terraplén con un aspecto muy hosco; dirigió una mirada hacia el hogar, y exclamó:

—Marcos Divès, procura mudarte pronto. Te lo advierto porque estoy cansado de este desorden. Las fortificaciones de mis dominios tienen que quedar libres. No consiento que mi casa sea una gusanera. Por consiguiente, prepáralo todo.

Luego, al ver a Juan Claudio, desarrugósele el entrecejo y le dijo:

—¿Tú por aquí, Hullin? ¿Serás, por fin, bastante perspicaz para aceptar las proposiciones que me he dignado hacerte? ¿Comprenderás que una unión como la que te propongo es el solo medio de libraros de la completa destrucción de vuestra raza? Si así es, te felicito, pues das prueba de más discreción de la que te creía capaz.

Hullin no pudo contener la risa y le respondió:

—No, Yégof, no; el Cielo no me ha iluminado aún lo suficiente para aceptar el honor que me quieres hacer. Además, Luisa no está en edad de contraer matrimonio.

El loco volvió a tomar un aspecto grave y sombrío. De pie, al borde del terraplén, de espaldas al abismo, parecía ser aquel su lugar natural, y el cuervo, dando vueltas a uno y otro lado, no conseguía alterarle.

Yégof levantó el cetro, frunció las cejas y exclamó:

—¡Hullin! Por segunda vez te reitero mi petición y tú por segunda vez la rechazas. Volveré a hacértela por última vez, ¿lo oyes?, por última vez. Después... ¡que se cumpla el destino!

Y girando pausadamente los talones, con paso firme, alta y derecha la cabeza, a pesar de la extraordinaria inclinación de la pendiente, el Rey de Bastos descendió el sendero de la roca.

Hullin, Marcos Divès y también Hexe-Baizel prorrumpieron en una sonora carcajada.

—Está completamente loco—dijo Hexe-Baizel.

—Me parece que no te equivocas—contestó el contrabandista—. El pobre Yégof, desde luego, ha perdido la razón. Pero no se trata de eso ahora; Baizel, atiende a lo que te digo: vas a dedicarte a fundir balas de todos los calibres; por mi parte, voy a ponerme en camino de Suiza. Dentro de ocho días, cuando más, las municiones que faltan estarán aquí. Y ve en busca de mis botas.

Después, golpeando el suelo con el tacón y poniéndose al cuello una gruesa corbata de lana roja, descolgó de la pared una de esas capas de color verde obscuro, como las que llevan los pastores, y se la echó sobre los hombros; calose luego un sombrero de fieltro viejo y raído, cogió una estaca y exclamó:

—¡No olvides lo que acabo de decirte, mujer; si no, ya verás! ¡Andando, Juan Claudio!

Obedeció Hullin, y ambos se alejaron por la explanada sin despedirse de Hexe-Baizel, la cual, por su parte, no se atrevió siquiera a asomarse al umbral para verlos marchar. Cuando los dos amigos estuvieron en lo bajo del peñón, Marcos Divès, deteniéndose, dijo:

—Tú vas a los pueblos de la sierra, ¿no es eso, Hullin?

—Sí, es lo primero que tengo que hacer; hay que avisar a los leñadores, a los carboneros, a los almadieros, y decirles lo que ocurre.

—Desde luego; no dejes de ver a Materne del Hengst y a sus dos hijos, a Labarbe de Dagsburg y a Jerónimo de San Quirino. Diles que habrá pólvora y balas; que nos hallamos metidos en el asunto Catalina Lefèvre, yo, Marcos Divès, y todas las personas decentes de la comarca.

—Quédate tranquilo, Marcos; yo conozco a la gente.

—Entonces, hasta pronto.

Los dos amigos se estrecharon fuertemente las manos.

El contrabandista tomó el sendero de la derecha, hacia el Donon; Hullin, el sendero de la izquierda, hacia el Sarre.

Ambos se alejaban a buen paso, cuando Hullin llamó a su compañero:

—¡Eh! ¡Marcos! Dile, al pasar, a Catalina Lefèvre que todo marcha bien y que yo voy a la sierra.

El otro respondió, con un movimiento de cabeza, que había comprendido y ambos siguieron su camino.

VI

Una agitación extraordinaria reinaba en toda la línea de los Vosgos; el rumor de la invasión próxima se esparcía de aldea en aldea hasta llegar a las granjas y casas forestales del Hengst y del Nideck. Los buhoneros, los carreteros, los caldereros, toda esa población flotante que va continuamente de la sierra al llano y del llano a la sierra, llevaban día por día, de Alsacia y de las orillas del Rin, una porción de noticias inquietantes: «Las plazas—decían tales gentes—se preparan para la defensa; se busca trigo y carne para aprovisionarlas; las carreteras de Metz, Nancy, Huningue y Estrasburgo se ven surcadas de convoyes. Por todas partes no se encuentran mas que cajones de pólvora, de balas y de obuses; la caballería, la infantería y los artilleros vuelven a sus puestos. El mariscal Victor, con doce mil hombres, defiende la carretera de Saverne; pero los puentes de las plazas fuertes están levantados desde las siete de la noche hasta las ocho de la mañana.

Todo el mundo pensaba que aquello no era anuncio de nada bueno. Sin embargo, aunque muchos sentían un gran temor ante la guerra, aunque las viejas levantaban las manos al cielo implorando a «Jesús, María y José», la mayoría de las personas pensaban en procurarse medios de defensa. En tales circunstancias, Juan Claudio Hullin fue bien acogido en todos lados.

Aquel mismo día, hacia las cinco de la tarde, Hullin llegaba a la cima del Hengst y se detuvo en casa del patriarca de los cazadores de monte, el anciano Materne. Allí pernoctó, porque en invierno las jornadas son cortas y los caminos difíciles. Materne prometió vigilar el desfiladero de la Aduana con sus dos hijos, Kasper y Frantz, y contestar a la primera señal que le hicieran desde el Falkenstein.

Al día siguiente, Juan Claudio marchó a Dagsburg, muy temprano, para ponerse de acuerdo con su amigo Labarbe, el leñador. Juntos fueron a recorrer los caseríos de alrededor, con el fin de encender en los pechos el amor a la tierra natal, y al siguiente día Labarbe acompañó a Hullin a casa del anabaptista Cristián Nickel, el colono del Painbach, persona respetable y de buen sentido, pero a quien no pudieron convencer de que debía tomar parte en la gloriosa empresa. Cristián Nickel tenía siempre la misma respuesta para todas las observaciones que le hicieron: «Está bien..., es justo..., pero el Evangelio dice: «Vuelva el palo a su sitio... Quien a hierro mata, a hierro muere.» Sin embargo, les ofreció que rogaría por la buena causa; eso fue todo lo que pudieron obtener de él.

Los dos amigos llegaron hasta Walsch con el objeto de estrechar la mano de Daniel Hirsch, antiguo artillero de marina, que les prometió arrastrar consigo a la gente de su concejo.

En aquel sitio, Labarbe dejó a Juan Claudio, que siguió solo su camino.

Durante ocho días Hullin recorrió la sierra de un extremo al otro, de Soldatenthal al Leonsberg, a Meienthal, a Abreschwiller, Voyer, Loettenbach, Cirey, Petit-Mont y Saint-Sauver, y al noveno día fue a casa del zapatero Jerónimo de San Quirino. Juntos visitaron el desfiladero del Blanru, después de lo cual Hullin, satisfecho de su viaje, tomó, por último, el camino de la aldea.

Hacía dos horas que Juan Claudio marchaba a buen paso, imaginándose la vida del campamento, el vivaque, las descargas, las marchas y contramarchas, toda aquella existencia de soldado que tantas veces había echado de menos y que veía ahora volver con entusiasmo, cuando a lo lejos, a mucha distancia aún, envuelto en la sombra del crepúsculo, descubrió la mancha azulada del caserío de Charmes, su pobre casita que deshacía en el cielo blanco una madeja de humo casi imperceptible, los jardinillos rodeados de empalizadas, los tejados de madera, y, a la izquierda, a media ladera, la gran finca de «El Encinar», con la fábrica de aserrar del Valtin al fondo, en el barranco ya en sombra.

Entonces, de repente y sin saber por qué, inundose su alma de una profunda tristeza.

Hullin detuvo el paso, pensando en la vida tranquila, apacible, que abandonaba quizá para siempre; en su cuartito, tan abrigado en invierno y tan alegre en la primavera, cuando abría las ventanitas para que penetrase la brisa de los bosques; en el tic-tac monótono del viejo reloj y, sobre todo, en Luisa, en su buena y querida Luisa, hilando silenciosamente, con los ojos bajos, cantando alguna antigua canción, con voz pura y penetrante, durante las horas del atardecer, en que ambos se consumían de aburrimiento. Aquel recuerdo le conmovió tan profundamente, que los más pequeños objetos, las herramientas de su oficio—las barrenas largas y relucientes, el hacha de mango corto, los mazos de madera, la estufilla, el armario desvencijado, las vasijas de barro vidriado, la vieja imagen de San Miguel colgada de la pared, el antiguo lecho de dosel que se hallaba al fondo de la alcoba, el taburete, el baúl, la lámpara de mechero de cobre—, todo se le reproducía en la memoria como una pintura animada, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

Pero sobre todo lo que sentía era Luisa, su querida hijita. ¡Cuántas lágrimas iba a derramar! ¡Cómo iba a suplicarle que renunciase a la guerra! ¡Y cómo se arrojaría a sus brazos, diciéndole: «¡Oh, no me abandones, papá Juan Claudio! ¡Tanto como te quiero! ¿No es verdad que no quieres dejarme?»

Y el buen hombre veía los hermosos ojos de su hija llenos de terror; sentía los brazos de Luisa que le rodeaban el cuello. Pero estaba decidido a ocultarle la verdad, a hacerle creer cualquier cosa, valiéndose de un pretexto para explicar su ausencia y tranquilizarla; mas tales medios no eran propios de su carácter, y por ello su tristeza aumentaba.

Al pasar frente a la granja de «El Encinar» entró para decir a Catalina Lefèvre que todo marchaba bien y que los campesinos sólo esperaban la señal.

Un cuarto de hora después, el señor Juan Claudio desembocaba por el sendero de los acebos frente a su casita.

Antes de empujar la puerta, que hacía mucho ruido, se le ocurrió ver lo que hacía Luisa en aquel momento. Acercose, pues, a la ventana y miró hacia dentro de la habitación: Luisa se hallaba de pie, junto a las cortinas de la alcoba; parecía muy animada, arreglando, doblando y desdoblando varios vestidos extendidos sobre la cama. Su dulce rostro resplandecía de contento, y sus grandes ojos azules brillaban como llenos de entusiasmo; hasta parecía que la joven hablaba en voz alta. Hullin prestó atención, pero precisamente en aquel momento pasaba un carro por la calle y no pudo oír nada.

Entonces, tomando una resolución sin titubear, entró diciendo con voz fuerte:

—Luisa, ya estoy de vuelta.

Acto continuo, la joven, rebosando alegría y saltando como una corza, corrió a abrazar a Hullin.

—¡Ah! ¿Eres tú, papá Juan Claudio? ¡Te esperaba! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuánto tiempo has estado de viaje! ¡Pero ya estás aquí!

—¡Es que, hija mía—contestó el buen hombre en tono menos decidido, dejando la estaca detrás de la puerta y el sombrero sobre la mesa—, es que...

Y no pudo decir más.

—Sí, sí, has ido a ver a tus amigos—dijo riendo Luisa—; lo sé todo; mamá Lefèvre me lo ha contado todo.

—¿Cómo, tú lo sabes?... ¿Y no te impresiona nada?... Me alegro, me alegro; eso prueba tu buen sentido. ¡Y yo que temía verte llorar!

—¡Llorar! ¿Y por qué, papá Juan Claudio? ¡Oh! Yo tengo valor; tú no me conoces, por lo visto.

Luisa tomó una expresión decidida, que hizo sonreír a Hullin; pero aquella sonrisa desapareció súbitamente cuando la joven agregó:

—Vamos a ir a la guerra..., vamos a pelear..., vamos a batir la sierra...

—¿Cómo? ¿Qué es eso de vamos, vamos?—exclamó el buen hombre completamente sorprendido.

—¡Pues claro! ¿Es que no vamos ya?—dijo Luisa con voz que revelaba su contrariedad.

—Quiero decir... que tengo que dejarte sola algún tiempo, hija mía.

—¡Dejarme!... ¡Oh!, de ningún modo. Me voy contigo; eso está decidido. Mira, mi equipaje ya está preparado en ese paquete, y ahora estoy arreglando el tuyo. No te preocupes de nada; déjame disponerlo todo y quedarás satisfecho.

Hullin no podía salir de su estupor.

—¡Pero, Luisa—exclamó por fin—; tú no sabes lo que dices! ¡Reflexiona un poco! Hay que pasar muchas noches a campo raso, marchar, correr, y el frío y la nieve, los tiros... ¡Eso no puede ser!

—¡Por Dios—exclamó la joven, con voz nublada por las lágrimas y arrojándose a sus brazos—, no me digas que no! Quieres reírte a costa de tu hijita Luisa...; tú no puedes abandonarme.

—¡Pero estarás mejor aquí!... Tendrás fuego..., recibirás noticias nuestras todos los días...

—No, no quiero; quiero marcharme. El frío no me importa nada. Hace mucho tiempo que estoy encerrada; deseo tomar un poco de aire. ¿No salen también los pájaros? Los petirrojos se pasan fuera todo el invierno. Cuando era muy pequeña ¿no he sufrido hambre y frío?

Luisa golpeaba el suelo con el pie, y luego, abrazando a Juan Claudio por tercera vez, le dijo cariñosamente:

—Vamos, papá Hullin; la señora Lefèvre ha dicho que sí... ¿Serás tú más malo que ella? ¡Ah! ¡Si supieras cuánto te quiero!

El buen hombre, enternecido por tales palabras, se había sentado y volvía hacia otro lado la cabeza para no dejarse vencer y para no dejar que su hija le besara.

—¡Oh! ¡Y qué malo eres hoy conmigo, papá!

—Es por ti, hija mía.

—¡Pues bien; será peor..., porque me escaparé e iré en busca tuya! ¡El frío!... ¿Qué me importa el frío? ¿Y si caes herido, si quieres ver a tu Luisa por última vez y ella no está allí, a tu lado, para cuidarte, para quererte hasta el último momento?... ¡Oh! ¡Tú crees que tengo el corazón de piedra!

La joven sollozaba; Hullin no pudo resistir más y preguntó:

—¿Pero es cierto que la señora Lefèvre consiente?

—¡Ah, sí! ¡Ah, sí! Me lo ha dicho ella misma; me ha dicho: «Procura convencer a papá Juan Claudio; por mi parte, no deseo otra cosa; estoy muy contenta.»

—¡Pues!... ¿Cómo voy a defenderme contra vosotros dos?; vendrás con nosotros; quedamos conformes.

Un grito de alegría resonó en la casuca.

—¡Oh! ¡Qué bueno eres!

Y, en un momento, las lágrimas de Luisa se secaron.

—Marcharemos a batir los bosques, a luchar.

—¡Ah!—exclamó Hullin moviendo de arriba abajo la cabeza—; ahora lo veo claro; no puedes negar que eres la pequeña heimatshlos. ¡Vaya usted a domesticar una golondrina!

Después, sentándola sobre sus rodillas, le dijo:

—Mira, Luisa; hace ahora doce años que te encontré un día en medio de la nieve; ¡estabas completamente amoratada, pobre niña! Y cuando estuvimos en la barraca, cerca de un gran fuego, y poco a poco fuiste volviendo, lo primero que hiciste fue sonreírme. Desde entonces no he tenido otra voluntad que la tuya. Con esa sonrisa me has llevado donde has querido.

Y como Luisa le sonriera nuevamente, Juan Claudio y su ahijada se besaron.

—Pues bien—dijo Hullin dando un suspiro—; veamos si los paquetes están bien hechos.

Acercose a la cama y vio con asombro sus trajes de abrigo, sus chalecos de franela muy bien cepillados, muy bien doblados y perfectamente empaquetados; allí estaba asimismo el paquete de Luisa con sus vestidos, sus faldas y sus recios zapatos cuidadosamente ordenados. Por último, no pudiendo dejar de reír, exclamó:

—¡Oh, heimatshlos, heimatshlos! ¡Nadie como tú para hacer bien un paquete y para marcharse sin volver la cabeza!

Luisa sonrió.

—¿Estás contento?

—¡No he de estarlo! Pero mientras hacías todo esto, estoy seguro que no has pensado en preparar la cena.

—¡Oh! ¡Eso se arregla pronto! No sabía que venías esta noche, papá Juan Claudio.

—Es verdad, hija mía. Prepárame algo, cualquier cosa, con tal que sea pronto, porque tengo mucho apetito. Mientras tanto, voy a fumar una pipa.

—Sí, eso es; fúmate una pipa.

Hullin se sentó junto al banco de trabajo y comenzó a golpear con el eslabón con aspecto muy pensativo. Luisa iba de un lado a otro, como un verdadero diablillo, atizando el fuego, partiendo los huevos sobre la sartén y haciendo surgir, en un abrir y cerrar de ojos, una tortilla. Nunca la joven se había mostrado tan dispuesta, tan alegre y tan linda. Hullin, con el codo apoyado en la mesa y la mano en la mejilla, la miraba ir y venir, gravemente, pensando en la cantidad de firmeza, de voluntad y de resolución que existía en aquel cuerpecillo, ligero como una hada y decidido como un húsar. Pocos instantes después Luisa le servía la tortilla en un plato grande y vidriado, el pan, el vaso y la botella.

—Aquí tienes, papá; y, ahora, regálate.

Y mientras Juan Claudio comía, Luisa le miraba afectuosamente.

Las llamas se retorcían en la estufa, iluminando con viva luz las vigas bajas, la escalera de madera que quedaba en la obscuridad, el amplio lecho situado al fondo de la alcoba, toda la vivienda, en una palabra, tantas veces animada por el carácter alegre del almadreñero, las canciones de su hija y el ardor del trabajo. Y todo aquello Luisa lo abandonaba sin pena, pensando sólo en los bosques, en los senderos cubiertos de nieve, en las montañas que se perdían de vista desde la aldea hasta Suiza y más lejos aún. ¡Ah! El maestro Juan Claudio tenía razón al exclamar: ¡Heimatshlos, heimatshlos! La golondrina no puede domesticarse; necesita el aire libre, el cielo inmenso, el movimiento incesante. En el momento de la partida no le asusta la tormenta, ni el viento, ni la lluvia torrencial. Sólo tiene un pensamiento, un deseo único, una palabra: «¡En marcha! ¡En marcha!»

Una vez terminada la comida, levantose Hullin y dijo a su hija:

—Estoy cansado, hija mía; dame un beso y vamos a dormir.

—Sí, papá Juan Claudio; pero no olvides despertarme si sales antes del amanecer.

—No tengas cuidado; vendrás con nosotros.

Luego, al verla subir la escalera y desaparecer en la buhardilla, se dijo:

—¡Tiene miedo de quedarse en el nido!

Fuera, el silencio era muy profundo. Dieron las once en el reloj de la iglesia. El almadreñero se sentó para quitarse las botas. En aquel momento su mirada fue a caer casualmente sobre el viejo fusil que se hallaba colgado encima de la puerta; lo cogió con mucho cuidado, lo limpió y lo hizo funcionar para ver si marchaba bien. El alma entera de Hullin estaba absorbida por aquella tarea.

—Esto va bien—murmuró Juan Claudio.

Y luego, gravemente, añadió:

—¡Es curioso! ¡Es curioso! La última vez lo cogí en Marengo..., hace catorce años... ¡Me parece que fue ayer!

De repente, oyose fuera crujir la nieve endurecida como por la presión de unas pisadas rápidas. Hullin prestó atención: «¡Es alguien!...»

Casi inmediatamente después dos golpes, suaves y secos, sonaron en los cristales. Juan Claudio se dirigió a la ventana y la abrió. La cabeza de Marcos Divès, con su ancho sombrero de fieltro, rígido por el frío, se inclinó en la sombra.

—¿Qué hay, Marcos? ¿Qué noticias?

—¿Has avisado a los de la sierra, a Materne, a Jerónimo, a Labarbe?

—Sí, a todos.

—Pues no hay tiempo que perder; el enemigo ha pasado.

—¿Ha pasado?

—Sí..., en toda la línea... He recorrido quince leguas por la nieve, desde esta mañana, para decírtelo.

—¡Bien! Es preciso hacer la señal: una gran hoguera en el Falkenstein.

Hullin estaba muy pálido; volvió a ponerse los zapatos. Dos minutos después, con la recia zamarra sobre los hombros y empuñando una estaca, abría suavemente la puerta y marchaba a largos pasos, junto a Marcos Divès, camino del Falkenstein.

VII

Desde media noche hasta las seis de la mañana brilló, en medio de la obscuridad, una hoguera en la cumbre del Falkenstein, y toda la sierra se puso en movimiento.

Los amigos de Hullin, de Marcos Divès y de la Lefèvre, calzando altas polainas y llevando sendos fusiles, se encaminaron, en el silencio de los bosques, hacia los puertos del Valtin. El propósito del enemigo de atravesar las llanuras de Alsacia para caer de improviso sobre los desfiladeros había sido adivinado por todos. La campana de Dagsburg, de Abreschwiller, de Walsch, de San Quirino y de las demás aldeas no cesaban de tocar alarma.

Hay que imaginarse el Jaegerthal, al pie del viejo burg, en una época de nieves extraordinaria a la pálida luz de aquella hora temprana cuando los macizos de árboles comienzan a surgir de las sombras, cuando el excesivo frío de la noche empieza a templar, al acercarse el día. Hay que figurarse la antigua fábrica de aserrar, con su amplio techo plano, su pesada rueda llena de témpanos, su ancha barraca débilmente iluminada por una hoguera, cuya luz disminuía al acercarse el crepúsculo, y alrededor del fuego gorros de piel, sombreros de fieltro, negros perfiles mirándose unos por encima de otros y apretándose como si formaran una muralla; a lo lejos, en los claros de los bosques y en las anfractuosidades de la cañada, se veían otras hogueras que iluminaban grupos de hombres y mujeres agazapados en la nieve.

La agitación comenzaba a disminuir. A medida que el cielo se aclaraba, la gente se reconocía.

—¡Toma! ¡El primo Daniel, de Soldatenthal! ¿También tú has venido?

—¡Es claro! Ya lo ves, Enrique, y mi mujer también.

—¿Cómo? ¿La prima Nanette? ¿Y dónde está?

—Allá abajo, cerca de la encina grande, junto al fuego del tío Hars.

Dábanse la mano unos a otros. Algunos prorrumpían en largos bostezos y otros arrojaban al fuego trozos de tablas; corrían de mano en mano las calabazas de aguardiente, y los que se habían calentado se retiraban del corro para ceder el puesto a los vecinos que tiritaban. Pero cierta impaciencia se iba apoderando de la multitud.

—¡Ah!—se oía exclamar en diversos sitios—; no hemos venido aquí para chamuscarnos la planta de los pies. Es hora de hablar, de ponernos de acuerdo.

—¡Sí, sí; pongámonos de acuerdo! ¡Nombremos los jefes!

—No; todavía falta mucha gente. ¡Ved cómo siguen llegando de Dagsburg y de San Quirino!

En efecto; a medida que el día avanzaba se veían más grupos de personas que venían por los distintos senderos de la sierra. En el valle había varios centenares de hombres reunidos: leñadores, carboneros, almadieros, sin contar las mujeres ni los niños.

Nada tan pintoresco como aquella parada en medio de la nieve, en el fondo del desfiladero rodeado de abetos altísimos que llegaban hasta las nubes; a la derecha, los valles se unen unos a otros hasta perderse de vista; a la izquierda, las ruinas del Falkenstein se recortan en el cielo. De lejos, los grupos parecían bandadas de grullas posadas sobre el hielo; pero de cerca se veía que eran hombres rudos, con las barbas erizadas como cerdas de jabalí, la mirada sombría, los hombros anchos y cuadrados y las manos callosas. Algunos que descollaban por su estatura pertenecían a una raza de hombres de pelo rojo, de piel blanca, velludos hasta la punta de los dedos y tan fuertes que podrían arrancar de cuajo una encina. Entre éstos se encontraba el viejo Materne del Hengst y sus dos hijos Frantz y Kasper. Aquellos tres hombrachos—armados de carabinas cortas de Inspruck, con polainas altas de color azul y botones de cuero que les subían por encima de la rodilla, las espaldas cubiertas con una especie de casaca de piel de cabra y el sombrero muy echado atrás—no se habían dignado siquiera acercarse al fuego. Hacía una hora que el padre y los hijos se hallaban sentados en el tronco cortado de un árbol, a la orilla del río, el ojo alerta y los pies en la nieve, como al acecho. De vez en cuando el anciano decía a sus hijos:

—No sé cómo tiritan tanto allá abajo. Nunca he visto una noche tan templada en este tiempo; es una noche de corzos; los arroyos no están siquiera helados.

Todos los monteros de la comarca, al pasar, iban a estrecharles la mano, y luego se reunían a su alrededor, formando así una especie de grupo aparte. Tales hombres hablaban poco, porque habían adquirido la costumbre de pasar callados noches y días enteros, a fin de no espantar la caza.

Marcos Divès, de pie en medio de otro grupo, del que sobresalía completamente su cabeza, hablaba y gesticulaba, señalando ya a un punto de la sierra ya a otro. Frente a él se hallaba el anciano pastor Lagarmitte, con una amplia blusa gris, una larga trompa de madera colgada del hombro y su perro. Lagarmitte escuchaba al contrabandista con la boca abierta y de vez en cuando inclinaba la cabeza. Por lo demás, parecía que prestaba atención todo el corro, que se componía principalmente de leñadores y almadieros, con los cuales el contrabandista estaba en relación diariamente.

Entre la fábrica de aserrar y la primera hoguera, en la compuerta de la esclusa, se hallaba sentado el zapatero Jerónimo de San Quirino, un hombre de cincuenta a sesenta años, de cara larga y curtida, ojos hundidos, nariz gruesa, orejas cubiertas con un gorro de piel de nutria y barba rubia y puntiaguda que le llegaba hasta la cintura. Sus manos, cubiertas con guantes gruesos de lana de color verde claro, se apoyaban en un enorme garrote de serbal lleno de nudos. Iba vestido con un largo capote de paño pardo; cualquiera hubiera creído que era un ermitaño. Cada vez que se levantaba un rumor de algún lado, el señor Jerónimo volvía lentamente la cabeza y se ponía a escuchar, frunciendo las cejas.

Juan Labarbe, por su parte, con el codo apoyado en un mango de hacha, permanecía impasible. Era un hombre de pálidas mejillas, nariz aguileña y finos labios. Tenía gran ascendiente sobre los de Dagsburg por su resolución y por la claridad de su talento. Cuando los demás gritaban a su alrededor: «¡Hay que deliberar! ¡No podemos estar así, sin hacer nada!», él se limitaba sencillamente a decir: «Esperemos; todavía no ha llegado Hullin, ni Catalina Lefèvre. No tenemos prisa». Entonces se callaban todos, mirando con impaciencia hacia el sendero de Charmes.

El ségare Piorette, un hombrecillo flaco, escurrido, enérgico, con las cejas negras en medio de la frente y la pipa en la boca, estaba junto al umbral de su choza, y contemplaba, con la mirada a la vez viva y profunda, el conjunto de aquella escena.

Mientras tanto, la impaciencia aumentaba de minuto en minuto. Algunos alcaldes de pueblo, con casaca y sombrero de picos, se dirigieron a la fábrica de aserrar llamando a sus concejos respectivos para deliberar. Pero, afortunadamente, el carro de Catalina Lefèvre apareció, por fin, en el camino y mil gritos de entusiasmo se elevaron en seguida por todas partes.

—¡Aquí están! ¡Aquí están! ¡Han llegado!

El anciano Materne se subió en un tronco y luego descendió, diciendo gravemente:

—Son ellos.

Se produjo una gran agitación. Los grupos lejanos se acercaron, y los demás se aproximaron también. Una especie de estremecimiento de impaciencia dominaba a la multitud. Apenas viose distintamente a la anciana labradora, con la fusta en la mano, sentada en un haz de paja, cuando en todas partes resonaron, repetidos por el eco, gritos de:

—¡Viva Francia! ¡Viva la señora Catalina!

Hullin, que se había quedado atrás, con el sombrero sobre la nuca y el viejo fusil en bandolera, atravesaba en aquel momento la pradera de Eichmath repartiendo fuertes apretones de manos.

—¡Buenos días, Daniel! ¡Buenos días, Colon! ¡Buenos días! ¡Buenos días!

—¡Bah! ¡Esto está que arde, Hullin!

—Sí, sí; este invierno vamos a oír crujir las castañas. Buenos días, amigo Jerónimo; ha llegado la hora de los grandes acontecimientos.

—Sí, Juan Claudio, y hay que esperar que, con la ayuda de Dios, saldremos de ellos.

Catalina había llegado mientras tanto a la puerta de la fábrica de aserrar, y ordenó a Labarbe que dejara en el suelo un barrilillo de aguardiente, que había traído de la granja, y que fuera a buscar un cántaro a la choza del ségare.

Pocos instantes después, Hullin, al acercarse a la hoguera, encontró a Materne y a sus dos hijos.

—Llega usted tarde—le dijo el anciano cazador.

—Sí; es cierto. ¿Qué quieres? He tenido que bajar del Falkenstein, coger el fusil y acomodar a las mujeres. Pero, en fin, ya estamos aquí, no perdamos tiempo. ¡Lagarmitte, toca la cuerna para que se reúna la gente! Ante todo, es preciso ponerse de acuerdo y hay que nombrar jefes.

Lagarmitte tocó la trompa, hinchándosele las mejillas hasta las orejas, y los grupos que aún se hallaban dispersos a lo largo de los senderos y a las orillas de los bosques apresuraron el paso para llegar a tiempo. Momentos después aquella muchedumbre de gentes se hallaba reunida frente a la fábrica de aserrar. Hullin, que había adquirido un aspecto muy serio, subiose en una pila de troncos cortados y, dirigiendo a la multitud profundas miradas, dijo en medio del mayor silencio.

—El enemigo ha pasado el Rin anteanoche y se dirige a la sierra para penetrar en Lorena: Estrasburgo y Huningue se hallan sitiados. Hay que suponer que dentro de tres o cuatro días veremos aquí a los alemanes y a los rusos.

Se oyó un grito unánime de «¡Viva Francia!»

—Sí, viva Francia—añadió Juan Claudio—, porque si los aliados llegan a París son dueños de todo; pueden imponer trabajos obligatorios, diezmos, conventos; restablecer los privilegios y levantar patíbulos. ¡Si queréis volver a tener todo eso, no tenéis mas que dejarlos pasar!

Imposible sería describir el furor reconcentrado que se manifestaba en los rostros de los reunidos.

—¡Eso era lo que yo tenía que deciros!—gritó Hullin muy pálido—. Si hemos venido aquí, es para luchar.

—Sí, sí.

—Está bien, pero oídme. No quiero entre nosotros traidores. Hay aquí algunos que son padres. Hemos de ser uno contra diez, contra cincuenta; fácil será que perezcamos. Así es que aquellos que no lo hayan pensado bien, aquellos que no se sientan con ánimos de llegar hasta el fin, que se vayan; no se lo reprocharemos. Todo el mundo es libre.

Hullin callose un momento, mirando a su alrededor. Nadie se movió. En vista de lo cual, con voz más segura, acabó de esta manera:

—¡Nadie se marcha! ¡Todos, todos estáis conformes con luchar! ¡Muy bien; mucho me alegra que no haya un solo granuja entre nosotros! Ahora es preciso que nombremos un jefe. En los momentos de peligro, lo primero es el orden, la disciplina. El jefe que vais a nombrar tendrá derecho absoluto a mandar y ser obedecido. Así es que pensadlo bien, porque de tal hombre va a depender la suerte de todos.

Una vez que hubo terminado, Juan Claudio descendió de los troncos, y la agitación que entonces se produjo fue extraordinaria. Cada aldea deliberaba separadamente; cada aldea tenía una persona a quien proponer. Mientras, el tiempo corría y Catalina Lefèvre consumíase de impaciencia. Por último, no pudiendo resistir más, se levantó de su asiento e hizo seña de que quería hablar.

Catalina gozaba de una gran consideración. Al pronto fueron sólo algunos, pero luego fueron en gran número los que se acercaron para saber lo que quería decir.

—¡Amigos míos!—dijo—, perdemos mucho tiempo. ¿Qué es lo que necesitamos? Una persona de quien nos podamos fiar, ¿no es eso? ¿Un soldado, un hombre que haya estado en la guerra y que sepa aprovechar la ventaja de nuestras posiciones? Pues bien, ¿por qué no nombráis a Hullin? ¿Hay alguno que sea mejor? Que se levante en seguida y decidiremos. Por mi parte, propongo a Juan Claudio Hullin. ¡Eh! ¡Allá abajo! ¿Lo oís? Pero si esto continúa, los austriacos estarán aquí antes de que tengamos un jefe.

—¡Sí, sí, Hullin!—exclamaron Labarbe, Divès, Jerónimo y otros varios—. ¡Vamos a votar en pro o en contra!

Entonces Marcos Divès, encaramándose en los troncos, exclamó con voz de trueno:

—¡Los que no quieran a Juan Claudio Hullin por jefe que levanten la mano!

Ni una sola mano se levantó.

—¡Los que quieran a Juan Claudio Hullin por jefe que levanten la mano!

No se vieron mas que manos en el aire.

—Juan Claudio—dijo el contrabandista—, sube aquí, mira..., ¡es a ti a quien quieren!

El señor Juan Claudio subió acto continuo, y vio que, en efecto, estaba nombrado, e inmediatamente, con voz firme, dijo:

—¡Está bien! Me nombráis vuestro jefe, y yo acepto. Que Materne, el padre; Labarbe, de Dagsburg; Jerónimo, de San Quirino; Marcos Divès, Piorette el ségare y Catalina Lefèvre entren en la fábrica. Vamos a deliberar. Dentro de un cuarto de hora o de veinte minutos daré las órdenes. Mientras tanto, cada aldea designará dos hombres para que vayan con Marcos Divès a buscar pólvora y balas al Falkenstein.

VIII

Todos los que fueron designados por Juan Claudio Hullin se reunieron en la cabaña del ségare al abrigo de la campana de la inmensa chimenea. Un cierto buen humor resplandecía en el rostro de aquellas animosas gentes.

—Hace veinte años que oigo hablar de los rusos, de los austriacos y de los cosacos—decía sonriendo el anciano Materne—, y no me disgustaría ver algunos en la punta de mi fusil; eso siempre alegra el ánimo.

—Sí—respondió Labarbe—; vamos a ver tipos curiosos; los niños de la sierra podrán contar anécdotas de sus padres y de sus abuelos. Y las viejas, en las veladas, van a tener materia para contar historias de aquí a cincuenta años.

—Compañeros—dijo Hullin—, todos vosotros conocéis el país y tenéis presente la sierra, desde Thann hasta Wissemburg. Sabéis también que dos grandes caminos, dos caminos reales, atraviesan Alsacia y los Vosgos; ambos parten de Basilea: uno, a lo largo del Rin hasta Estrasburgo, y de aquí sube por la ladera de Saverne y entra en Lorena; Huningue, Nuevo Brisach, Estrasburgo y Falsburgo lo defienden. El otro tuerce a la izquierda y va a Schlestadt; por Schlestadt entra en la sierra y llega a San Dié, Raon-l'Etape, Baccarat y Luneville. El enemigo tratará de forzar ambos caminos, que son los mejores para la caballería, la artillería y la impedimenta; pero como están defendidos, no tenemos por qué inquietarnos. Si los aliados ponen sitio a las plazas fuertes—lo que prolongaría mucho la campaña—, no hay que temer nada; pero eso es poco probable. Después de intimar a rendirse a Huningue, Belfort, Schlestadt, Estrasburgo y Falsburgo, de este lado de los Vosgos; Bitche, Lutzelstein y Sarrebrück, del otro, creo que vendrán sobre nosotros. Ahora, oídme bien: entre Falsburgo y San Dié hay varios desfiladeros para la infantería, pero no hay mas que un camino por el que puedan pasar los cañones: es la carretera de Estrasburgo a Raon-les-Leaux, que va por Urmatt, Mutzig, Lutzelhouse, Framont y Grand-Fontaine. Una vez dueños de tal entrada, los aliados podrán invadir la Lorena. Dicha carretera pasa por el Donon, a dos leguas de aquí, a la derecha. Lo primero que hay que hacer es fortificarse allí poderosamente, en el sitio más adecuado para la defensa, es decir, en la meseta, y cortar la carretera, destruyendo los puentes y llenándola de obstáculos. Varios centenares de árboles grandes, atravesados en un camino con sus ramas y hojas, valen como murallas. Esas son las mejores emboscadas, pues se está bien resguardado y se ve venir a la gente. ¡Los árboles son una complicación de mil demonios! Es preciso hacerlos pedazos; no es posible echar puentes por encima de ellos, en fin, que no hay nada mejor. Todo eso, compañeros, quedará terminado mañana por la noche o pasado mañana cuando más; yo me encargo de ello; pero no se reduce todo a ocupar una posición y ponerla en buenas condiciones de defensa; es preciso obrar de manera que el enemigo no pueda rodearla...

—Precisamente estaba pensando en eso—dijo Materne—; una vez en el valle del Brugo, los alemanes pueden penetrar con la infantería en las colinas de Haslach y rodear nuestra izquierda. Nada les impedirá hacer la misma maniobra en el flanco derecho, si llegan a Raon-l'Etape.

—Sí, pero para quitarles esas ideas nos basta con hacer una cosa muy sencilla: ocupar los desfiladeros de la Aduana y del Sarre, a nuestra izquierda, y el del Blanru, a la derecha; y como no se puede defender un puerto mas que conservando las alturas, Piorette irá a situarse con cien hombres del lado de Raon-les-Leaux; Jerónimo, al Grosmann, con otros cien, para cerrar el valle del Sarre, y Labarbe, al frente de los demás, se colocará en la ladera para vigilar las colinas de Haslach. Cuidaréis que la gente de cada uno de estos grupos sea de las aldeas próximas, para evitar que las mujeres tengan que andar mucho al llevar las provisiones. Además, los heridos estarán así más cerca de sus casas, lo que hay que tener también presente. Esto es lo que tenía que deciros, por el momento. Los jefes de los puestos me enviarán todos los días al Donon, donde voy a establecer esta noche nuestro cuartel general, un hombre que ande mucho, para comunicarme lo que suceda y recibir el santo y seña. También organizaremos una reserva; pero como hay necesidad de ir de prisa, hablaremos de eso cuando estéis en vuestras posiciones y no haya que temer una sorpresa del lado enemigo.

—¿Y yo?—exclamó Marcos Divès—. ¿Yo no tendré nada que hacer? ¿Voy a permanecer con los brazos cruzados viendo batirse a los demás?

—Tú quedas encargado del transporte de municiones; ninguno sabría manejar la pólvora mejor que tú, preservándola del fuego y de la humedad, fundir balas, hacer cartuchos...

—¡Pero eso es propio de las mujeres!—exclamó el contrabandista—. Hexe-Baizel lo hará tan bien como yo. ¡Cómo! ¿Yo no he de disparar un solo tiro?

—Tranquilízate, Marcos—respondió Hullin riendo—; no te faltará ocasión de tirar cuanto quieras. En primer lugar, el Falkenstein es el centro de nuestra línea, nuestro depósito y nuestro punto de retirada en caso de contratiempo. El enemigo sabrá, por sus espías, que los convoyes salen de allí, y tratará probablemente de arrebatárnoslo; las balas y los bayonetazos no escasearán. Además, aun cuando estuvieses libre de peligro, no habría que lamentarlo, porque no se pueden entregar tus cuevas al primero que llegue. Sin embargo, si tienes un interés decidido...

—No—dijo el contrabandista, a quien la reflexión de Hullin sobre las cuevas había impresionado—; no, si se piensa bien, no te falta razón. Juan Claudio, dispongo de varios hombres con buenas armas; defenderemos el Falkenstein, y si se presenta la ocasión de dar un balazo, así estaré más libre.

—Entonces, ¿es asunto concluido y perfectamente comprendido?—preguntó Hullin.

—Sí, sí; comprendido.

—Pues bien, compañeros—exclamó el animoso jefe con voz alegre—; vamos a calentarnos con unos vasos de buen vino. Son las diez; que cada uno se marche a su aldea y se procure provisiones. Mañana por la mañana, a más tardar, es preciso que todos los desfiladeros se hallen perfectamente defendidos.

Los reunidos salieron de la cabaña, y Hullin, en presencia de todo el mundo, nombró a Labarbe, a Jerónimo y a Piorette, jefes de los puertos; luego ordenó a los naturales de las orillas del Sarre que se congregasen lo más pronto posible cerca de la finca de «El Encinar» llevando hachas, picos y fusiles.

—Saldremos a las dos—les dijo Juan Claudio—, y acamparemos en el Donon, enmedio del camino. Mañana, a primera hora, comenzaremos la tala.

Hullin quedose un momento hablando con Materne y sus hijos Frantz y Kasper, advirtiéndoles que la batalla seguramente comenzaría en el Donon y que se necesitaban por este lado buenos tiradores, lo cual fue oído por aquéllos con gran complacencia.

La señora Lefèvre nunca había sido más feliz; cuando subió al carro que la esperaba, besó a Luisa y le dijo al oído:

—Todo va bien... Juan Claudio es un hombre...; todo lo prevé... y sabe arrastrar a la gente... Yo, que le conozco hace cuarenta años, estoy asombrada.

Y luego, volviéndose, exclamó:

—Juan Claudio, abajo nos espera un jamón y algunas botellas de vino añejo, que no se beberán los alemanes.

—No, Catalina, no se las beberán. Vámonos; aquí estoy.

Pero en el momento de ir a dar el latigazo y cuando numerosos campesinos trepaban ya por la ladera para regresar a sus aldeas, se vio asomar muy lejos, en el sendero de Trois-Fontaines, un hombre alto, delgado, cabalgando en una jaca grande y roja, con una gorra de piel de conejo, de visera ancha y baja, metida hasta los hombros, dejando ver sólo la nariz. Un hermoso perro de caza negro saltaba junto a él, y los faldones de su desmesurada levita se movían como si fuesen alas. Todo el mundo exclamó:

—Es el doctor Lorquin, el del llano, el que cura gratis a los pobres; viene con su perro Plutón; es una excelente persona.

En efecto, era él, que llegaba trotando y dando voces:

—¡Alto!... ¡Quietos!... ¡Alto!

Y su cara roja, sus ojos vivos y abultados, su barba de un color rojizo obscuro, sus anchas y encorvadas espaldas, su caballo y su perro, todo aquello hendía el aire y crecía a ojos vistas. En dos minutos llegó al pie de la sierra, atravesó el prado y desembocó por el puente a la choza. Y, con voz entrecortada por la falta de aliento, comenzó a decir en seguida:

—¡Ah, los taimados! ¡Pues no quieren entrar en campaña sin mí! ¡Ya me lo pagarán!

Y dando golpes en una arquita que llevaba a la grupa, añadió:

—Esperad, amigos míos, esperad; llevo aquí dentro algo que ya sabéis lo que es: aquí traigo cuchillos pequeños y grandes, redondos y puntiagudos, para atrapar las balas, los cascos de granada y la metralla de diferente clase que os van a regalar.

Y, dicho esto, el médico prorrumpió en una carcajada estentórea; todos los que escuchaban sintieron un momentáneo escalofrío.

Habiendo conseguido dar aquella broma agradable, el doctor Lorquin añadió en tono más serio:

—Hullin, yo debía tirar a usted de las orejas. ¿Por qué, cuando se trata de defender la patria, no se acuerda de mí? He tenido que enterarme por otras personas. Y, sin embargo, me parece que un médico no está aquí de más. Eso no se lo perdono.

—Excúseme usted, doctor; he hecho mal—dijo Hullin estrechándole la mano—. ¡Pero han pasado tantas cosas desde hace ocho días!... ¡Siempre se le olvida a uno algo! Y, además, un hombre como usted no necesita que le requieran para cumplir con su deber.

Apaciguose el doctor y dijo:

—Todo eso está bien y es cierto; pero no impide que yo, por culpa suya, llegue tarde; los buenos puestos ya están tomados, y distribuidas las cruces. Vamos a ver, ¿dónde está el general, para presentarle mis quejas?

—Soy yo.

—¡Oh!, ¡oh! ¿De veras?

—Sí, doctor, yo soy, y le nombro nuestro médico mayor.

—¡Médico mayor de los guerrilleros de los Vosgos! ¡Bien; eso me agrada! Lo olvido todo, Juan Claudio.

Y, acercándose al carruaje, el doctor dijo a Catalina que contaba con ella para organizar las ambulancias.

—Esté usted tranquilo, doctor—respondió la labradora—; todo estará dispuesto; Luisa y yo vamos a ocuparnos del asunto a partir de esta noche; ¿no te parece, Luisa?

—¡Sí, sí, mamá!—exclamó la joven, entusiasmada al ver que se iba decididamente a la guerra—; vamos a trabajar muchísimo; pasaremos la noche velando, si es preciso. El señor Lorquin quedará satisfecho.

—¡Pues bien! ¡En marcha! Usted comerá con nosotros, doctor.

El carro partió al trote. Mientras le seguía, el animoso doctor contó a Catalina cómo había sabido la noticia de la sublevación general, la desolación de su ama de llaves, la anciana María, que no quería dejarle ir a matarse con los kaiserlicks; en fin, los diferentes episodios de su viaje desde Quibolo hasta la aldea de Charmes. Hullin, Materne y sus hijos iban algunos pasos más atrás, con la carabina al hombro, y de este modo subieron la ladera y se dirigieron hacia la granja de «El Encinar».

IX

Fácilmente puede imaginarse la animación de la granja, las idas y venidas de los criados, los gritos de entusiasmo de todo el mundo, el chocar de vasos y tenedores, y la alegría que reflejaban aquellos rostros cuando Juan Claudio, el doctor Lorquin, los Materne y cuantos habían acompañado al carruaje de Catalina se instalaron en la amplia sala, alrededor de un magnífico jamón, y se pusieron a celebrar sus futuros triunfos con la jarra en la mano.

Era precisamente un martes, día de amasar en la granja.

La cocina, desde por la mañana, estaba hecha un ascua de oro; Duchêne, el viejo aperador, en mangas de camisa y con su gorro de algodón metido hasta las orejas, sacaba del horno innumerables panecillos, cuyo buen olor llenaba toda la casa. Anita los tomaba e iba apilándolos en un rincón del hogar. Luisa servía a los convidados, y Catalina Lefèvre lo vigilaba todo, diciendo de vez en cuando:

—Daos prisa, hijos míos, daos prisa. La tercera hornada debe estar acabada cuando lleguen los del Sarre. Ya sabéis que tocan a seis libras de pan por hombre.

Hullin, desde su sitio, veía a la anciana labradora ir y venir.

—¡Qué mujer!—se decía—, ¡qué mujer! ¡Vaya usted a encontrar dos semejantes en toda la comarca! ¡A la salud de Catalina Lefèvre!

—¡A la salud de Catalina!—respondían los demás.

Chocaban los vasos unos contra otros, y se reanudaban las conversaciones de combates, ataques y atrincheramientos. Todos se sentían poseídos de una ciega confianza, todos se decían para sus adentros: «¡Esto marcha bien!»

Pero el cielo les reservaba en aquel día una satisfacción aún mayor, sobre todo a Luisa y a la señora Lefèvre. Hacia mediodía, cuando un hermoso sol de invierno blanqueaba la nieve y fundía la escarcha de los cristales, y cuando el arrogante gallo rojo, sacando la cabeza del gallinero y moviendo las alas, lanzaba su grito triunfal, que repetían los ecos del Valtin, de repente el perro de la puerta, el viejo Johan, que estaba completamente mellado y casi ciego, prorrumpió en aullidos tan alegres y al mismo tiempo tan lastimeros, que todo el mundo prestó atención.

Era el momento de mayor animación en la cocina; la tercera hornada salía del horno, y, no obstante, todos, hasta Catalina Lefèvre, suspendieron el trabajo.

—Algo sucede—dijo la labradora en voz baja.

Y luego añadió muy conmovida:

—Desde que se marchó mi hijo, Johan no ha aullado así.

En aquel instante se oyeron pasos ligeros que atravesaban el patio. Luisa corrió a la puerta, gritando: «¡Es él, es él!» Y casi al mismo tiempo, una mano agitada buscaba el pestillo; abriose la puerta y apareció en el umbral un soldado, pero un soldado tan flaco, tan moreno y escuálido, con un capote gris con botones de estaño tan viejo y raído, con unas altas polainas tan destrozadas, que todos los allí presentes quedáronse, al verle, sobrecogidos.

El soldado parecía no poder dar un paso más, y muy despacio dejó caer el fusil con la culata hacia el suelo. La punta de la nariz del recién llegado—la nariz de la señora Lefèvre—relucía como el bronce; sus rubios bigotes temblaban; cualquiera hubiera pensado en uno de esos gavilanes grandes y flacos a los que el hambre lleva a las puertas de los establos en invierno. El soldado contemplaba la cocina, muy pálido, a través del color moreno de sus mejillas, con los hundidos ojos llenos de lágrimas y sin poder dar un paso ni decir una palabra.

Fuera, el viejo perro saltaba, aullaba, sacudía la cadena; dentro se oía la llama chisporrotear: tan profundo era el silencio; pero, en seguida, Catalina Lefèvre, con voz desgarradora, exclamó:

—¡Gaspar!... ¡Hijo mío!... ¿Eres tú?

—¡Sí, madre!—respondió el soldado en voz baja y como si le ahogara la emoción.

Y en el mismo momento Luisa comenzó a sollozar, mientras que en la amplia sala se levantaba un ruido ensordecedor.

Todos los amigos se acercaron al recién llegado, con el señor Juan Claudio al frente, gritando: «¡Gaspar! ¡Gaspar Lefèvre!»

Al aproximarse vieron que madre e hijo se besaban: aquella mujer tan enérgica, tan decidida, lloraba a lágrima viva: Gaspar no lloraba, sostenía a su madre junto a su pecho, mezclándose sus bigotes rubios con los cabellos grises de la anciana, mientras murmuraba:

—¡Madre!... ¡Madre!... ¡Ah! ¡Cuántas veces he pensado en ti!

Luego, con voz más firme, añadió:

—¡Luisa! ¡Yo he visto a Luisa!...

Y Luisa se arrojó en sus brazos, cambiando entre ambos muchos besos.

—¡Ah! ¡No me has reconocido, Luisa!

—¡Oh, sí!; ¡oh, sí!; te he reconocido en seguida, por tus pasos.

El anciano Duchêne, con el gorro de algodón en la mano, cerca del hogar, tartamudeaba:

—¡Santo Dios!... ¿Es posible?... ¡Pobre muchacho..., cómo viene!...

El aperador había criado a Gaspar y se lo imaginaba siempre, desde que se marchó, rozagante y mofletudo, vistiendo un uniforme nuevo con adornos encarnados. Y al verle de distinto modo, todas sus ideas habían venido a tierra.

En tal momento Hullin, alzando la voz, dijo:

—¿Y nosotros, Gaspar, nosotros, tus antiguos amigos? ¿Nos vas a dejar en blanco?

Entonces el muchacho se volvió y prorrumpió en un grito de entusiasmo:

—¡Hullin! ¡El doctor Lorquin! ¡Materne! ¡Todos, todos, aquí están todos!

Y comenzaron de nuevo los abrazos; pero ahora más alegres, con risotadas y apretones de manos que no acababan nunca.

—¡Ah, doctor, es usted! ¡Ah, querido papá Juan Claudio!

Todos se miraban hasta el fondo de los ojos, y en los rostros rebosaba la alegría; cogidos del brazo unos y otros, hablaban e iban de acá para allá en la sala; la señora Catalina con la mochila, Luisa con el fusil, Duchêne con el saco, continuaban riendo, secándose los ojos y las mejillas; nunca se había visto nada semejante.

—¡Sentémonos!... ¡Bebamos!—exclamó el doctor Lorquin—; ésta es la corona de la fiesta.

—¡Ah, querido Gaspar, cuán contento estoy de verte sano y salvo!—decía Hullin—. ¡Eh!, ¡eh!, sin que esto sea adularte; más me agrada verte así que cuando tenías la cara redonda y colorada. ¡Ahora estás hecho un hombre, pardiez! Me recuerdas a los veteranos de mi tiempo, a los del Sambre, a los de Egipto. ¡Bah, bah, bah! No teníamos los carrillos hinchados ni estábamos relucientes de grasa; mirábamos como las ratas hambrientas cuando ven un queso, y teníamos los dientes largos y limpios.

—Sí, sí, no me extraña, papá Juan Claudio—respondía Gaspar—. Sentémonos; así se puede hablar más cómodamente. ¡Ah, vaya! ¿y por qué están todos ustedes aquí?

—Pero ¿cómo? ¿No sabes nada? ¡Toda la comarca se ha levantado, desde el Houpe hasta San Salvador, para la defensa!

—Sí, el anabaptista del Painbach me ha dicho algo cuando pasé; ¿y es cierto?

—¡Completamente cierto! Todo el mundo toma parte en el alzamiento, y yo soy el general en jefe.

—¡Perfectamente, perfectamente! ¡Con mil demonios! ¡Que esos granujas de kaiserlicks no caigan sobre nosotros sin llevar su merecido, me parece muy bien! ¡Bah! Deme uste el cuchillo. Es igual; ¡qué bien se encuentra uno en su casa! ¡Eh, Luisa! ¡Ven y siéntate un momento aquí! ¡Mire usted, papá Juan Claudio, con esta personilla a un lado, el jamón al otro y la jarra en frente, en menos de quince días me reponía completamente; no me reconocían los camaradas de la compañía!

Todos se habían sentado y veían con admiración al valiente muchacho cortar, despedazar, empinar el codo, mirar luego a Luisa y a su madre con ojos tiernos, y contestar a unos y otros sin perder bocado.

La gente de la finca, Duchêne, Anita, Robin, Dubourg, formando un semicírculo, miraban a Gaspar con aire extático; Luisa llenaba de vez en cuando la copa; la madre Lefèvre, sentada cerca del horno, revolvía la mochila y, al no ver mas que dos camisas viejas muy sucias, con agujeros como puños, unos zapatos torcidos, betún para la cartuchera, un peine con sólo tres púas y una botella vacía, levantó las manos al cielo y se apresuró a abrir el armario de la ropa blanca, murmurando:

—¡Señor! ¿Cómo extrañarse de que muera tanta gente de miseria?

El doctor Lorquin, ante un apetito tan voraz, se frotaba las manos muy satisfecho y murmuraba entre dientes:

—¡Qué salud!, ¡qué estómago!, ¡qué diente!; ¡podría partir piedras como si fuesen avellanas!

Y el anciano Materne decía a sus hijos:

—Otras veces, después de dos o tres días de caza en la sierra, durante el invierno, me entraba también a mí un hambre de lobo y me comía una pierna de corzo sin respirar; ahora, ya voy haciéndome viejo y me bastan una o dos libras de carne. ¡Lo que es la edad!

Hullin había encendido su pipa y parecía muy pensativo; no cabía duda de que algo le inquietaba. Cuando hubieron pasado algunos minutos, viendo que el apetito de Gaspar se moderaba, exclamó repentinamente:

—Dime, Gaspar, sin dejar de comer, ¿cómo es posible que estés aquí? Nosotros creíamos que te hallabas aún a orillas del Rin, cerca de Estrasburgo.

—¡Ah, ah, el veterano! Ya comprendo—dijo Lefèvre guiñando un ojo—. ¡Como hay tantos desertores! ¿No es eso?

—¡Oh!, semejante idea no se me ocurrirá nunca; pero, sin embargo...

—¡A usted no le desagradará saber que tengo mis papeles en regla! No puedo engañarle, papá Juan Claudio; usted está en su derecho; ¡el que falta al llamamiento cuando los kaiserlicks están en Francia merece que le fusilen! Pero no tenga cuidado, aquí está mi permiso.

Hullin, que no sentía una falsa delicadeza, leyó:

«Permiso de veinticuatro horas al granadero Gaspar Lefèvre, de la 2.ª del 1.º.

»Hoy, 3 de enero de 1814.

»Gémeau, comandante del batallón.»

—Bien, bien—dijo Hullin—; mete esto en la mochila, porque puede perderse.

Juan Claudio había vuelto a adquirir su alegría habitual.

—Mirad, hijos míos—añadió luego—, sé bien lo que es el amor; es algo muy bueno y muy malo; es malo particularmente para los soldados jóvenes cuando se aproximan a su aldea después de una campaña. Son capaces de faltar a su deber y hasta llegar a huir, perseguidos por dos o tres gendarmes. Lo he visto yo mismo. En fin, puesto que todo está en regla, bebamos una copa de rikevir. ¿Qué dice usted de esto, Catalina? Los del Sarre pueden llegar de un momento a otro, y no tenemos un minuto que perder.

—Tiene usted razón, Juan Claudio—respondió la anciana labradora tristemente—. Anita, baja a la cueva y trae tres botellas de la despensa.

La criada se marchó corriendo.

—Pero ese permiso, Gaspar—añadió Catalina—, ¿cuándo comenzaste a usarlo?

—Me lo dieron ayer, a las ocho de la noche, en Vasselone. El regimiento se retiraba hacia Lorena, y yo debo alcanzarlo esta noche en Falsburgo.

—Bien; todavía tienes siete horas por delante; no necesitarás más de seis para llegar a tiempo, aun cuando haya mucha nieve en el Foxthal.

La animosa mujer fue a sentarse junto a su hijo, muy afligida. Todo el mundo estaba conmovido. Luisa, con el brazo apoyado en la descolorida charretera de Gaspar y la mejilla junto a su oreja, sollozaba; Hullin golpeaba en un extremo de la mesa para vaciar de cenizas la pipa, y fruncía las cejas, sin decir nada; pero cuando llegaron las botellas, y una vez que fueron abiertas, exclamó:

—Vamos, Luisa, valor. Todo esto no puede durar mucho tiempo, ¡pardiez! De un modo o de otro tiene que acabarse, y yo afirmo que acabará bien; Gaspar volverá, y entonces nos divertiremos.

Juan Claudio llenó las copas y Catalina secose las lágrimas, murmurando:

—¡Y pensar que esos bandidos tienen la culpa de lo que nos pasa! ¡Ah! ¡Que vengan, que vengan por aquí!

Se vaciaron las copas sin ninguna alegría; pero el añejo rikevir, al penetrar en la sangre de aquellas buenas gentes, no tardó en reanimarlos. Gaspar, más firme de lo que hubiera podido sospechar, comenzó a referir los terribles sucesos de Bautzen, Lurtzen, Leipzig y Hannau, donde los reclutas se habían batido como veteranos ganando victoria tras victoria, hasta que los traidores se pasaron al otro lado.

Todo el mundo escuchaba en silencio. Luisa, en los momentos de peligro—al pasar los ríos bajo el fuego enemigo, al tomar una batería a la bayoneta—, apretaba el brazo de Gaspar como para defenderle. Los ojos de Juan Claudio chispeaban; el doctor preguntaba siempre dónde se hallaba situada la ambulancia; Materne y sus hijos alargaban el cuello y apretaban las mandíbulas, y el vinillo añejo, acudiendo en ayuda de la imaginación, aumentaba el entusiasmo cada momento más: «¡Ah, los granujas! ¡ah, bandidos! ¡Cuidado, cuidado, no ha terminado todo!...»

La señora Lefèvre admiraba el valor y la fortuna de su hijo en medio de estos acontecimientos, de los que los siglos venideros guardarán por siempre memoria.

Pero cuando Lagarmitte, con aire serio y solemne, vistiendo larga blusa gris, sombrero flexible, de color negro, que resaltaba sobre su cabellera blanca, y llevando colgada del hombro su enorme trompa, atravesó la cocina y asomose a la puerta de la sala, diciendo: «¡Los del Sarre llegan!», entonces toda aquella exaltación desapareció y los reunidos se levantaron, pensando en la terrible lucha que iba pronto a comenzar en la sierra.

Luisa, arrojándose en brazos de Gaspar, exclamó:

—¡Gaspar, no te vayas! ¡Quédate con nosotros!

El joven se puso muy pálido, y dijo:

—Soy soldado; me llamo Gaspar Lefèvre; te amo mil veces más que a mi vida; pero un Lefèvre cumple siempre con su deber.

Desasiose el joven de los brazos de su novia; Luisa se recostó sobre la mesa y comenzó a gemir en alta voz. Levantose Gaspar; pero Hullin se interpuso, y estrechándole fuertemente las manos, mientras que un ligero temblor le agitaba el rostro, exclamó:

—¡Está muy bien! ¡Acabas de hablar como un hombre!

La señora Lefèvre se aproximó a su hijo reposadamente, para atarle la mochila a los hombros. Así lo hizo, con las cejas fruncidas, los labios contraídos bajo la nariz aguileña, sin dar un suspiro; pero dos gruesas lágrimas corrieron lentamente por las arrugas de sus mejillas. Y cuando hubo acabado, volviose, ocultando los ojos con la manga del vestido, y dijo:

—Está bien... Ve..., ve..., hijo mío, tu madre te bendice. Si la guerra te lleva, no morirás... Aquí tienes tu sitio, aquí, entre Luisa y yo: ¡siempre estarás con nosotras! ¡Esta pobre niña no tiene aún bastante edad para saber que vivir es sufrir!...

Todos los que allí estaban salieron; sólo Luisa permaneció en la sala, entregada a sus lamentos. Pocos momentos después, al oír la culata del fusil golpear en las losas de la cocina y que se abría la puerta exterior, la joven lanzó un grito desgarrador y precipitose fuera.

—¡Gaspar!, ¡Gaspar!—dijo—, ya estoy tranquila, ya no lloro más; no quiero que te quedes, pero no te marches disgustado conmigo. ¡Perdóname!

—¡Disgustado! ¡Disgustado contigo, Luisa mía! ¡Oh, no!, ¡no!—dijo Gaspar—. Pero verte tan apenada me destroza el alma... ¡Ah!, pero si tienes un poco de ánimo..., entonces me iré contento.

—Pues, sí, lo tengo... Dame un beso... ¿Lo ves? Ya no soy la misma, ¡quiero ser como mamá!

Los dos jóvenes se dieron los abrazos de despedida con serenidad. Hullin sostenía el fusil, y Catalina agitaba la mano como diciendo: «¡Vamos, vamos, ya está bien!»

Gaspar, cogiendo rápidamente el fusil, se alejó con paso firme, sin volver la cabeza.

En dirección opuesta, los del Sarre, provistos de picos y hachas, trepaban en fila por el sendero del Valtin.

Cuando pasaron cinco minutos, en el recodo de la encina grande, Gaspar se volvió y levantó la mano; Catalina y Luisa le respondieron. Hullin se adelantó para recibir a la gente. Sólo el doctor Lorquin permaneció con las mujeres; y así que Gaspar, continuando su camino, hubo desaparecido, el doctor exclamó:

—Catalina Lefèvre, usted puede enorgullecerse de tener por hijo un hombre de corazón. ¡Quiera Dios que tenga suerte!

Se oían las voces lejanas de los que llegaban, que reían y marchaban a la guerra como si fuesen de fiesta.

X

Mientras que Hullin, al frente de los montañeses, se preparaba para la defensa, el loco Yégof, aquel ser inconsciente, aquel desgraciado que llevaba en la cabeza una corona de hojalata, aquella dolorosa imagen del alma humana herida en su parte más noble, más hermosa y más importante, la inteligencia, el loco Yégof, con el pecho descubierto, los pies desnudos, insensible al frío, como el reptil preso en el hielo, vagaba de montaña en montaña, en medio de las nieves.

¿Por qué causa los privados de razón resisten las temperaturas más rigurosas, mientras que las personas con juicio en el mismo caso sucumben? ¿Se debe a una concentración más poderosa de la vida, a una circulación más rápida de la sangre, a un estado continuo de fiebre? ¿Es efecto de la sobreexcitación de los sentidos, o tiene quizás un origen que se desconoce?

La Ciencia nada dice a este respecto, pues no admite mas que causas materiales y se declara impotente para explicar tales fenómenos.

Yégof caminaba a la ventura mientras que la noche se acercaba; el frío aumentaba por momentos, y los zorros rechinaban los dientes persiguiendo una caza invisible: el buharro hambriento se dejaba caer sobre la maleza con las garras vacías, lanzando angustiosos gritos. El loco, con el cuervo al hombro, gesticulando y hablando como en sueños, caminaba, caminaba sin cesar, desde el Holderloch al Sonneberg, y desde el Sonneberg al Blutfeld.

Mas durante aquella noche el pastor Robin, de la granja de «El Encinar», iba a ser testigo del más raro y emocionante espectáculo.

Habiendo sorprendido al pastor Robin las primeras nieves, algunos días antes, en lo hondo del puerto de Blutfeld, dejó abandonado allí su carro, para llevar el rebaño a la granja; pero notando la falta de la piel de carnero con que se cubría y que se había dejado olvidada en su cabaña ambulante aquel día, terminada su labor, se puso en camino, hacia las cuatro de la tarde, para ir a buscarla.

El Blutfeld, situado entre el Schneeberg y el Grosmann, es una estrecha garganta rodeada de ingentes rocas cortadas a pico. Una corriente de agua se desliza por allí sinuosamente, tanto en invierno como en verano, a la sombra de crecidas malezas, y al fondo se extiende un ancho prado, en el que se ven grandes piedras esparcidas.

Rara vez cruza este desfiladero la gente de los contornos, porque el Blutfeld tiene algo de siniestro, sobre todo en invierno, a la luz de la Luna. Las personas ilustradas de la comarca, el maestro de escuela de Dagsburg lo mismo que el de Halzach, dicen que en aquel sitio se había librado una gran batalla entre los triboques y los germanos, los cuales querían penetrar en las Galias a las órdenes de un jefe llamado Luitprandt. Dicen los mismos que los triboques, situados en las cumbres de alrededor, arrojaron sobre sus enemigos numerosas piedras de gran tamaño y los trituraron allí como en un mortero, y que del hecho de tan gran matanza el puerto lleva el nombre de Blutfeld (campo de sangre). Se encuentran en tal lugar trastos viejos, pedazos de lanza enmohecidos, trozos de casco y espadas de dos varas de largas en forma de cruz.

De noche, cuando la Luna ilumina aquel campo y las ingentes piedras cubiertas de nieve, cuando el cierzo sopla moviendo las zarzas heladas, parece que se oye el grito de espanto de los germanos en el momento de la sorpresa, el llanto de las mujeres, el relinchar de los caballos, el estruendoso rodar de los carromatos que desfilaron; pues, a lo que parece, aquellos hombres conducían en carros cubiertos de pieles a mujeres, niños, viejos y todo cuanto poseían en oro y plata, así como sus muebles, del mismo modo que lo hacen los alemanes que se marchan a América.

Durante dos días, los triboques no cesaron de exterminarlos y, al tercero, volvieron a trepar al Donon, al Schneeberg, al Grosmann, al Giromani y al Hengst cargados con un inmenso botín.

Tal es la leyenda conocida respecto del Blutfeld; y ciertamente, cuando se contempla aquel desfiladero, encajonado entre montañas como una enorme cisterna, sin más salida que un estrecho sendero, se comprende que los germanos no debían hallarse allí muy a gusto.

Robin llegó al puerto entre las siete y las ocho, a la salida de la Luna.

Mil veces había bajado el pastor al fondo del precipicio; pero nunca lo había visto iluminado tan claramente ni tan melancólico.

De lejos, su carro plateado, en lo hondo del abismo, le producía el efecto de una de aquellas enormes piedras cubiertas de nieve, bajo las cuales se hallaban sepultados los germanos. Estaba el carro a la entrada del desfiladero, detrás de unos espesos matorrales, y el arroyuelo murmuraba no lejos y se extendía en estrías de hielo, brillante como cuchillas.

Llegado al sitio donde se dirigía, el pastor comenzó a buscar la llave del candado; después, abrió la garita, y marchando a cuatro pies, pudo recuperar la zamarra y una hacheta que no recordaba siquiera haber perdido.

¡Pero cuál no sería su sorpresa cuando, al volverse para salir, vio al loco Yégof aparecer por un recodo del sendero y dirigirse hacia él, a la clara luz de la Luna!

El pastor recordó en seguida la historia espeluznante que había oído en la cocina de «El Encinar» y tuvo miedo...; pero no hay que decir lo que sentiría cuando vio detrás del loco, a quince o veinte pasos, aparecer también cinco lobos grises, dos de ellos grandes y tres pequeños.

Al pronto creyó que eran perros; pero no, eran lobos, y marchaban lentamente detrás de Yégof, el cual no los veía, al parecer. Revoloteaba el cuervo, pasando de la luz a la sombra que arrojaban las rocas, y después volvía; los lobos, con los ojos brillantes y los hocicos levantados, olfateaban, y el loco alzaba su cetro.

El pastor cerró la puerta de la garita con la rapidez del rayo, pero Yégof no lo vio. El loco caminaba por el desfiladero como por una inmensa sala; a izquierda y derecha se alzaban tajos ingentes; en lo alto brillaban millones de estrellas. Se hubiera oído volar una mosca; los lobos, al andar, no hacían ruido alguno, y el cuervo iba a posarse en la copa de una encina seca, situada sobre una de las rocas opuestas; su brillante plumaje parecía de color azul, y de vez en cuando volvía la cabeza como si escuchara.

Aquello era extraordinario.

Robin pensó:

—El loco no ve nada ni oye nada; y van a devorarle. Si tropieza, si cae, han acabado sus días.

Pero, en medio del desfiladero, Yégof se volvió, sentose en una piedra, y los cinco lobos, alrededor de él, con el hocico levantado, se sentaron también en la nieve.

Entonces sucedió algo verdaderamente estupendo: el loco, alzando el cetro, comenzó a hablarles, llamándolos por su nombres.

Los lobos respondían con lúgubres lamentos.

He aquí lo que les decía:

—¡Eh! ¡Child, Bléed, Merweg, y tú, Sarimar, amigos míos, ya estamos otra vez reunidos! Volvéis gordos... ¡Se conoce que os han tratado bien en Alemania! ¿No?

Luego, señalando hacia el desfiladero cubierto de nieve, añadió:

—¿Os acordáis de la gran batalla?

Uno de los lobos comenzó a aullar con voz lastimera; después, otro, y, por último, los cinco a la vez.

El concierto duró más de diez minutos.

El cuervo, posado en el árbol seco, no se movía.

Robin hubiera querido huir; rezaba, llamaba en su auxilio a todos los santos, y muy particularmente a su patrón, del que son muy devotos los pastores de la sierra.

Pero los lobos continuaban aullando, y sus alaridos eran repetidos por los ecos del Blutfeld.

Por último, uno de ellos, el más viejo, se calló; después lo hizo otro, y finalmente los demás. Yégof prosiguió de esta manera:

—Sí, sí, es una dolorosa historia. ¡Oh, mirad! ¡Este es el arroyo por donde corría la sangre de los nuestros! Es igual, Merweg, es igual; también los otros sembraron de huesos la maleza. ¡Y la Luna vio a sus mujeres arrancarse los cabellos durante tres días y tres noches! ¡Oh, qué horrible jornada! ¡Oh, los perros, se han ensoberbecido con su gran victoria! ¡Que la maldición caiga sobre ellos!... ¡Malditos sean!

El loco había arrojado al suelo la corona y la recogió sollozando.

Los lobos, que permanecían sentados, le oían como personas que prestan atención. El mayor de ellos comenzó a aullar, y Yégof le dijo:

—¡Tú tienes hambre, Sarimar! ¡Alégrate, alégrate, pues la carne no va a faltar en mucho tiempo; los nuestros están al llegar, y la batalla va a empezar de nuevo.

Después se levantó y, golpeando una piedra con el cetro, dijo:

—¡Aquí están tus huesos!

Acercose a otra piedra, y añadió:

—¡Y los tuyos, Merweg, los tuyos!

El cortejo de lobos le siguió; el loco, subiéndose a una piedra y contemplando el abismo silencioso, exclamó:

—¡Nuestro canto de guerra ha muerto! ¡Nuestro canto de guerra es una lamentación! ¡La hora de que resucite se acerca! Y vosotros seréis los guerreros: volverán a ser vuestras estas cañadas y estas montañas.

—¡Oh! En el aire vibran aún los chirridos de los carros, los gritos de las mujeres, los golpes de las mazas.

—Sí, sí; nuestros enemigos descendieron de las alturas y nos vimos rodeados. Y ahora, todo ha muerto; oíd, todo ha muerto; vuestros huesos reposan, pero vuestros hijos llegan, y el día de la venganza volverá. ¡Cantad! ¡Cantad!

Y el loco comenzó también a aullar, mientras que los lobos reanudaban sus salvajes gritos.

Aquellos quejidos se hacían cada vez más lastimeros, y en el silencio de los montes cercanos, unos en sombra y otros iluminados por la Luna, en medio de la absoluta quietud de los arbustos que se doblaban por el peso de la nieve, los ecos lejanos respondían al lúgubre concierto con voz tan misteriosa, que el pobre pastor se hallaba poseído de un horror de que guardaría memoria durante toda su vida.

Pero su temor iba disminuyendo porque Yégof y su fúnebre cortejo se hallaban cada vez más lejos y se encaminaban hacia Halzach.

El cuervo, lanzando un grito ronco, extendió las alas y levantó el vuelo en el cielo azul pálido.

Esta sorprendente escena desapareció sin dejar rastro.

Durante largo tiempo, Robin oyó los aullidos que, poco a poco, se extinguían. Hacía más de veinte minutos que habían cesado y que el silencio del invierno reinaba solo en aquel abrupto paraje, cuando el buen hombre, sintiéndose seguro, salió de la garita y tomó corriendo el camino de la granja.

Cuando llegó a «El Encinar» encontró toda la casa en movimiento. Se hacían preparativos para matar un buey con destino a la tropa del Donon. Hullin, el doctor Lorquin y Luisa se habían marchado con los del Sarre. Catalina Lefèvre dirigía en persona la operación de cargar la galera, tirada por cuatro caballos, de pan, carne y aguardiente. Todo era ir y venir, correr y ayudar a hacer los preparativos.

Robin no pudo contar a nadie lo que había presenciado. Además, aquello le parecía a él mismo tan increíble, que no se atrevía a abrir la boca.

Y cuando se acostó en el pesebre que le servía de cama, en medio del establo, acabó por convencerse que Yégof había en otro tiempo domesticado una camada de lobos y que hablaba con ellos de sus desvaríos, como a veces se habla a un perro.

Pero siempre conservó de tal encuentro un temor supersticioso, y aun en su más avanzada edad el buen hombre no habló nunca de estas cosas sin estremecerse.

XI

Cuanto Hullin ordenó llevose a cabo; los desfiladeros de la Aduana y del Sarre se fortificaron con solidez; el de Blanru, que se hallaba a un extremo de la posición, fue puesto en condiciones de defensa por el propio Juan Claudio y los trescientos hombres que constituían su fuerza principal.

Allí, a la vertiente oriental del Donon, a dos kilómetros de Grand-Fontaine, debemos trasladarnos para presenciar los acontecimientos ulteriores.

Por encima de la carretera que costea oblicuamente la ladera hasta llegar a los dos tercios de la cumbre se veía entonces una casa, rodeada de algunas fanegas de tierra de labor, la alquería de Pelsly, el anabaptista: era un edificio bajo, de tejado plano a propósito para poder resistir los fuertes vientos que en tal sitio combatían; detrás de la casa, hacia la cúspide de la sierra, se extendían los establos y las corralizas de cerdos.

Los hombres que formaban la partida vivaqueaban en los alrededores; a sus pies se descubrían Grand-Fontaine y Framont, presos en una estrecha garganta; más lejos, en la curva del valle, Schirmeck y los viejos residuos de ruinas feudales; por último, en las ondulaciones de la montaña, el río Bruche se aleja haciendo zigzags entre las brumas grises de Alsacia. A la izquierda se eleva la cúspide del Donon, sembrada de rocas y de algunos abetos achaparrados. Delante, el camino estaba interceptado: la tierra de los desmontes se había dejado correr sobre la nieve, y varios árboles corpulentos, con las ramas sin cortar, se hallaban atravesados en la carretera.

La nieve, que se fundía, dejaba asomar de trecho en trecho terrones amarillos y formaba como anchas ondas que eran atravesadas por el cierzo.

Presentaba el paisaje un aspecto severo y grandioso. No se veía una persona, y en todo el camino del valle, que serpentea entre los sotos hasta perderse de vista, no se divisaba un carruaje: parecía un desierto.

Sólo algunas hogueras esparcidas aquí y allá alrededor de la alquería, de las que se elevaba en el cielo un humo débil, indican el emplazamiento del vivaque.

Los montañeses, sentados alrededor de las ollas, con el sombrero echado atrás y el fusil en bandolera, se hallaban aburridos; hacía tres días que esperaban al enemigo. En uno de los grupos, con las piernas encogidas, las espaldas dobladas y la pipa en los labios, se encontraban Materne y sus dos hijos.

De vez en cuando, Luisa aparecía en la puerta de la granja, y en seguida entraba de nuevo para recomenzar la labor. Un apuesto gallo escarbaba en el estiércol y cantaba con voz ronca; dos o tres gallinas se paseaban entre la maleza. Aquello era agradable de ver; pero lo que constituía el mayor consuelo para los hombres que formaban la partida era contemplar los magníficos cuartos de tocino, con sus dos caras, una blanca y otra rojiza, espetados en varetas de madera verde, que destilaban la grasa gota a gota sobre las brasas, e ir a llenar las jarras a un barrilillo de aguardiente, colocado en el carro de Catalina Lefèvre.

Hacia las ocho de la mañana apareció repentinamente un hombre entre el gran y el pequeño Donon; los centinelas lo descubrieron en seguida; el hombre descendía agitando el sombrero.

Pocos minutos después se le reconoció: era Nickel Bentz, el antiguo guarda forestal de Houpe.

Todo el campo se puso en movimiento; algunos hombres corrieron a avisar a Hullin, que desde hacía una hora dormía en la alquería, echado en un enorme jergón, junto al doctor Lorquin y su perro Plutón.

Los tres salieron, acompañados del pastor Lagarmitte, a quien se había nombrado trompeta, y del anabaptista Pelsly, persona grave, de amplia barba corrida alrededor de las mandíbulas, que iba con los brazos metidos hasta los codos en los enormes bolsillos de su túnica de lana gris guarnecida de broche de latón, y a quien la borla de su gorro de algodón le caía en medio de la espalda.

Juan Claudio parecía contento.

—¿Qué hay, Nickel? ¿Qué pasa por allá abajo?—exclamó.

—Hasta el presente, nada nuevo, señor Juan Claudio; sólo del lado de Falsburgo se oye tronar como si fuese una tormenta. Labarbe dice que son cañonazos, porque durante la noche se han visto pasar los relámpagos sobre el bosque de Hildehouse, y esta mañana unas nubes grises se han extendido por el llano.

—Están atacando la ciudad—dijo Hullin—, ¿pero del lado de Lutzelstein?

—No se oye nada—respondió Bentz.

—Entonces es que el enemigo se propone rodear la plaza. De todos modos, los aliados están allá abajo; debe de haber muchísima gente en Alsacia.

Luego, volviéndose hacia Materne, que estaba de pie detrás de él, dijo:

—No podemos permanecer más tiempo en esta incertidumbre; así es que vas a salir, con tus hijos, de reconocimiento.

El rostro del viejo cazador se animó repentinamente.

—¡Muy bien! Por fin voy a poder estirar un poco las piernas—dijo Materne—, y a ver si logro despachar a uno de esos granujas de austriacos o de cosacos.

—¡Un momento, amigo mío! No se trata ahora de despachar a nadie; se trata de ver lo que pasa. Frantz y Kasper llevarán armas; pero tú, como te conozco, vas a dejar aquí la carabina, el cuerno de la pólvora y el cuchillo de monte.

—¿Y por qué?

—Porque tienes que entrar en poblado, y si te cogen con armas te fusilarán inmediatamente.

—¿Me fusilarán?

—Desde luego. Nosotros no somos tropas regulares y no podemos ser prisioneros; nos fusilan, y en paz. Así es que vas a tomar el camino de Schirmeck, con un palo solamente en la mano, y tus hijos te seguirán de lejos marchando entre la maleza, a la distancia de medio tiro de carabina. Si te atacan algunos merodeadores, ellos te auxiliarán; pero si es una columna o un pelotón, no harán nada y dejarán que te prendan.

—¡Ellos van a dejar que me prendan!—exclamó el cazador indignado—; yo quisiera ver semejante cosa.

—Sí, Materne, y eso será lo más sencillo, porque a un hombre desarmado se le suelta pronto; pero a un hombre que lleva armas se le fusila. No tengo necesidad de decirte que no pregones que vas a espiar a los alemanes.

—¡Ah!, ¡ah!, entiendo. Sí, sí; no está mal pensado; yo nunca dejo la carabina, Juan Claudio; pero la guerra es la guerra; aquí tienes la carabina, el cuerno y el cuchillo. ¿Quién quiere prestarme una blusa y un palo?

Nickel Bentz le dio su angarina y su sombrero. La gente que les rodeaba contemplábales con admiración.

Cuando hubo cambiado de traje, cualquiera hubiese tomado al anciano cazador, a pesar de sus grandes bigotes grises, por un aldeano de la montaña alta.

Sus dos hijos, muy satisfechos de tomar parte en aquella primera expedición, repasaban las espoletas de las carabinas, y sacando las bayonetas de caza, largas y rectas como espadas, las colocaron al extremo de los cañones. Al mismo tiempo requerían los cuchillos de monte, se pasaban los morrales, con un movimiento de hombros, a la cintura y se convencían de que todo se hallaba en orden, mientras dirigían a su alrededor miradas de triunfo.

—¡Eh, cuidado!—les dijo riendo el doctor Lorquin—; no olviden el consejo del señor Juan Claudio: ¡prudencia! Un alemán más o menos entre cien mil no nos ha de sacar ciertamente de apuros; en cambio, si alguno de ustedes vuelve estropeado, será difícil encontrar quien le sustituya.

—¡Oh, no tenga usted cuidado, doctor!, ¡iremos con el ojo alerta!

—Mis hijos—respondió altivamente Materne—son verdaderos cazadores y saben esperar y aprovechar la ocasión. No tirarán mas que si yo llamo. ¡Puede usted estar tranquilo! Y ahora, en marcha; hay que estar de vuelta antes de que llegue la noche.

Los expedicionarios salieron.

—¡Buena suerte!—les gritó Hullin, mientras trepaban por la nieve para salvar los obstáculos amontonados en el camino.

No tardaron los tres cazadores en descender al sendero que acorta el camino hacia la derecha de la sierra.

Los montañeses que formaban la partida le siguieron con la mirada. Sus largos cabellos rojos y rizados, sus enjutas y prolongadas piernas, sus anchos hombros, sus movimientos ligeros y rápidos, todo revelaba que, en caso de ocurrir un encuentro, cinco o seis kaiserlicks no saldrían bien parados de semejantes hombres.

Al cabo de un cuarto de hora, rodearon el monte de abetos y desaparecieron.

Entonces Hullin volvió tranquilamente a la granja, hablando con Nickel Bentz.

El doctor Lorquin iba detrás, seguido de Plutón, y los restantes espectadores se marcharon cada uno a su sitio, alrededor de las hogueras del vivaque.

XII

Hacía tiempo que Materne y sus hijos caminaban sin hablar; el tiempo se había presentado hermoso; el pálido sol de invierno brillaba en la nieve deslumbrante sin llegar a fundirla; el suelo sonaba a duro. A lo lejos, en el valle, se dibujaban con una limpidez extraordinaria las flechas de los abetos, los lomos rojizos de las rocas, los tejados de los caseríos, con sus estalactitas de hielo pendientes de las tejas, sus ventanillas centelleantes y sus agudos mojinetes.

La gente paseaba por las calles de Grand-Fontaine; un corro de muchachas se hallaba parado delante del lavadero; algunos viejos, cubiertas las cabezas con gorros de algodón, fumaban una pipa junto a la puerta de sus casuchas. Aquel enjambre humano, en el fondo de la llanura azulada, iba, venía y se agitaba sin que un aliento o un suspiro llegase al oído de los cazadores.

Detúvose Materne al salir del bosque, y dijo a sus hijos:

—Voy a bajar a la aldea para ver a Dubreuil, el posadero de La Piña.

Y señalaba con el palo una amplia construcción blanca, cuyas ventanas, así como la puerta, se hallaban rodeadas de una franja amarilla, viéndose colgada de la pared una rama de pino a guisa de muestra.

—Vosotros me esperáis aquí; si no hay peligro, saldré al escalón de la puerta y agitaré el sombrero; entonces podéis venir a tomar una copa de vino conmigo.

Materne, acto continuo, bajó por la ladera, cubierta de nieve, hasta los jardinillos escalonados que se extienden por encima de Grand-Fontaine, en lo que tardó unos diez minutos; después, siguiendo unos surcos, llegó a la pradera, atravesó la plaza de la aldea, y sus dos hijos, que aguardaban con las armas en descanso, le vieron entrar en la posada. Pocos momentos después el cazador apareció en el umbral y agitó el sombrero, lo cual produjo a los jóvenes viva satisfacción.

No había pasado un cuarto de hora cuando los dos muchachos se encontraron con su padre en la sala grande de La Piña; era aquélla una habitación baja de techo, que tenía una estufa de hierro pintada de color plomo, con el suelo terrizo y unas largas mesas de pino perfectamente limpias con cola de caballo.

A excepción del posadero Dubreuil, el más gordo y apoplético de los taberneros de los Vosgos, un hombre de vientre hinchado en forma de odre, que se sustentaba en los enormes muslos, de ojos redondos, de nariz chata, con una verruga en la mejilla derecha y una triple papada que le caía a la manera de cascada sobre el doblado cuello de la camisa, a excepción de este curioso personaje, sentado en un ancho sillón de cuero cerca de la estufa, Materne se encontraba solo. Acababa el cazador de llenar las copas, cuando en el viejo reloj dieron las nueve; el gallo de madera agitaba las alas con un chirrido extraño.

—¡Salud, señor Dubreuil!—dijeron los muchachos con voz ruda.

—¡Buenos días, amigos míos, buenos días!—respondió el posadero esforzándose por sonreír; y luego, con voz opaca, preguntó:

—¿No hay nada nuevo?

—¡No, por cierto!—respondió Kasper—; ha llegado el invierno, el tiempo del jabalí.

Después, dejando uno y otro las carabinas en el rincón de la ventana, al alcance de la mano, por si llegaba un caso de alarma, montaron la pierna por encima del banco y se sentaron frente a su padre, que ocupaba la cabecera de la mesa.

Bebieron los tres, después de decir: «¡A vuestra salud!», como tenían siempre costumbre de hacer.

—¿De modo—dijo Materne volviéndose hacia el enorme posadero, como si prosiguiera una conversación interrumpida—que usted cree, señor Dubreuil, que no tenemos nada que temer en el bosque de las Baronías y que podremos tranquilamente entregarnos a cazar jabalíes?

—¡Oh!, de eso no sé nada—exclamó el posadero—; sólo puedo decir que hasta el presente los aliados no han pasado de Mutzig y, además, que no hacen daño a nadie y que admiten a todos los hombres de buena voluntad que quieran combatir al usurpador.

—¡El usurpador! ¿Qué es eso?

—¡Bah! ¡Napoleón Bonaparte, el usurpador, todo el mundo lo conoce! Miren ustedes a la pared.

Y les señaló un cartelón pegado a la pared, cerca del reloj.

—Vean ustedes esto y se convencerán que los austriacos son verdaderamente amigos nuestros.

Las cejas del anciano Materne se unieron; pero reprimiendo acto continuo aquel estremecimiento, dijo:

—¡Ah, bah!

—Sí; lean eso.

—Pero si yo no sé leer, señor Dubreuil, ni mis hijos tampoco; explíquenos usted por encima de lo que se trata.

Entonces el tabernero, apoyando las pesadas manos rojas en los brazos del sillón, se levantó resoplando como un becerro y fue a colocarse delante del cartelón, con los brazos cruzados sobre su enorme grupa. Después, en tono solemne, leyó una proclama de los soberanos aliados en la que declaraban «que habían declarado la guerra a la persona de Napoleón, pero no a Francia; y como consecuencia de ello todo el mundo debía permanecer tranquilo y no mezclarse en sus asuntos, so pena de ser quemados, saqueados y fusilados».

Los cazadores oyeron la lectura y se miraron unos a otros con extrañeza.

Cuando Dubreuil hubo acabado, se dirigió a su asiento, mientras decía:

—¡Ya lo ven ustedes!

—¿Y cómo tiene usted esto?—preguntó Kasper.

—Ese cartel, hijo mío, está puesto en todas las esquinas.

—¡Pues bien, no nos parece mal!—dijo Materne asiendo el brazo de Frantz, que se levantaba echando chispas por los ojos—. ¿Quieres fuego, Frantz? Aquí tienes mi eslabón.

Frantz volvió a sentarse; el viejo tomó una expresión ingenua y preguntó:

—Y nuestros amigos los alemanes ¿no se quedan con nada de nadie?

—La gente pacífica no tiene nada que temer; pero a los granujas que se insurreccionen se les confisca todo; y eso es justo, pues los buenos no deben pagar las culpas de los malos. Así, ustedes, por ejemplo, en lugar de ser maltratados, serían muy bien recibidos en el cuartel general de los aliados. Conocen ustedes la comarca, podrían servir de guías y les pagarían espléndidamente.

Hubo un instante de silencio; los cazadores se miraron otra vez; el padre había extendido las manos sobre la mesa, abriéndolas mucho, como aconsejando a sus hijos que tuvieran calma. Sin embargo, Materne estaba pálido.

El posadero, que no se daba cuenta de nada, prosiguió:

—Ustedes tienen que temer más bien, por el bosque de las Baronías, a esos bandidos de Dagsburg, del Sarre y del Blanru que se han sublevado en masa y quieren volver al 93.

—¿Está usted seguro?—preguntó Materne haciendo esfuerzos por dominarse.

—¡Estoy seguro! No tiene usted mas que mirar por la ventana y los verá en el camino del Donon. Han sorprendido al anabaptista Pelsly, lo han atado al pie de la cama y se entregan a robar, al saqueo y a cortar los caminos; pero que tengan mucho cuidado. Dentro de pocos días van a ver cosas buenas. No son mil hombres los que los van a atacar; no son diez mil, son millares de millares... ¡Y no quedará uno!

Materne se levantó y dijo secamente:

—Es hora de ponerse en camino; hay que estar en el bosque a las dos, y estamos aquí hablando tranquilamente como cotorras. ¡Hasta la vista, señor Dubreuil!

Salieron los tres rápidamente, no pudiendo reprimir la cólera.

—¡No olviden lo que les he dicho!—gritó el posadero desde su asiento.

Una vez fuera, volviose Materne y exclamó, al tiempo que le temblaban los labios:

—Si no me hubiese contenido, le hubiera roto la botella en la cabeza.

—Y yo—dijo Frantz—estuve por atravesarle la tripa con la bayoneta.

Kasper, con un pie en el escalón, parecía querer entrar; apretaba el mango del cuchillo de monte y su rostro tenía una expresión terrible. Pero el anciano lo cogió del brazo y se lo llevó, mientras decía:

—Vamos, vamos... ¡Ya nos lo tropezaremos más adelante! ¡Aconsejarme a mí que haga traición a mi país! Hullin hizo bien advirtiéndonos que tomáramos precauciones; tenía razón.

Bajaron los cazadores por la calle, dirigiendo a derecha e izquierda miradas hurañas. Las gentes se preguntaban unas a otras: «¿Qué les sucede a ésos?»

Cuando llegaron a las afueras del pueblo, frente a una cruz antigua que se alza muy cerca de la iglesia, se detuvieron los tres, y Materne, en un tono más reposado, señalando a sus hijos el sendero que, entre brezos, rodea a Framont, les dijo:

—Vais a tomar esa vereda. Yo sigo el camino hasta Schirmeck. No iré muy de prisa, para que podáis llegar al mismo tiempo que yo.

Se separaron, y el anciano cazador, muy pensativo y cabizbajo, anduvo un buen trecho preguntándose cuál habría sido la causa interna que le impidió abrir la cabeza al obeso posadero. Materne pensó que el hecho obedecía, sin duda, al miedo de comprometer a sus hijos.

Mientras iba pensando en estas cosas, Materne se encontraba de vez en cuando numerosos rebaños de bueyes, carneros y cabras que se encaminaban a la sierra. Había algunos que venían de Wisch, de Urmatt y hasta de Mutzig; los pobres animales no podían más.

—¿Adónde demonios vais tan de prisa?—gritaba el cazador a los pastores cariacontecidos—. ¿No tenéis vosotros confianza en las proclamas de los rusos y de los austriacos?

Los campesinos, de mal humor, le respondían:

—¡Sí, sí; ríase usted de las proclamas! ¡Ya sabemos lo que ahora valen! Por todas partes no hay mas que saqueos y robos; se imponen contribuciones forzosas, se confiscan los caballos, las vacas, los bueyes, los carruajes.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah!, no es posible... ¿Qué me dicen ustedes? Eso me asombra; ¡unos hombres tan francos, unos amigos tan buenos, que vienen a salvar a Francia! No puedo creerlo. ¡Después de una proclama tan hermosa!

—¡Pues baje usted a Alsacia y ya verá!

Aquella pobre gente se marchaba moviendo la cabeza con un aire de profunda indignación, y Materne se reía para sus adentros.

A medida que el cazador avanzaba, aumentaba el número de rebaños; y no eran solamente rebaños de ganado los que huían, unos mugiendo, otros berreando, sino también bandadas de ocas que se extendían hasta perderse de vista, gritando, graznando, arrastrando sus buches a lo largo del camino, con las alas abiertas y las patas medio heladas; ¡daba pena verlas!

Mas al acercarse a Schirmeck el espectáculo era más doloroso aún; familias enteras huían en sus carromatos cargados de barriles de alimentos y muebles, con mujeres y niños que golpeaban a los caballos hasta acabar con ellos, y diciendo con voz lastimera: «Estamos perdidos; han entrado los cosacos.»

Aquel grito «¡los cosacos!, ¡los cosacos!» corría de un extremo a otro del camino como una ráfaga de viento; las mujeres se volvían estupefactas, y los niños se ponían de pie en los carruajes para ver más lejos. Nunca se había visto nada semejante, y Materne, indignado, se avergonzaba del miedo de aquella gente, que, pudiendo defenderse, huían de una manera cobarde por egoísmo y por salvar sus bienes.

Muy cerca de Schirmeck, en la encrucijada de la Hondonada de los Sauces, Kasper y Frantz volvieron a unirse a su padre y los tres entraron en la taberna de La Llave de Oro, que, a la derecha del camino y en la parte baja de la ladera, tenía la viuda Faltaux.

La pobre mujer y sus dos hijas contemplaban desde una ventana aquella emigración, y cruzaban las manos como en súplica.

El tumulto, en efecto, aumentaba de momento en momento; el ganado, los carruajes y la gente parecían querer pasar unos por encima de los otros. Ninguno era dueño de sí; todos gritaban y pugnaban por hacerse sitio.

Materne empujó la puerta, y viendo a las mujeres más muertas que vivas, pálidas y desmelenadas, gritó golpeando el suelo con el palo:

—¡Vaya! ¡Vaya con la madre! ¿Pero usted se ha vuelto loca? ¡Vamos, usted, que debía dar ejemplo a sus hijas, es la primera en acobardarse! ¡Es vergonzoso!

Volviose en tal ocasión la anciana y contestó con voz lastimera:

—¡Ay, amigo Materne! ¡Si usted supiera!...

—¡Qué! ¿Que el enemigo se acerca? No se comerá a usted...

—No, pero todo lo devora sin compasión. La anciana Ursula, de Schlestadt, que llegó ayer tarde, dice que los austriacos no quieren mas que knoepfe y noudel; los rusos, schnaps, y los bávaros, chucruta. Y cuando se han atracado de todo esto hasta no poder más, gritan con la boca llena: ¡schokolate, schokolate! ¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¿Cómo vamos a alimentar a esta gente?

—Ya sé que la cosa es muy difícil—dijo el cazador—; los grajos nunca tienen bastante queso. Pero, vamos a ver, ¿dónde están esos cosacos, bávaros y austriacos? Desde Grand-Fontaine no hemos encontrado ni uno solo.

—Están en Alsacia, cerca de Urmatt, y vienen hacia aquí.

—Mientras vienen o no vienen, sírvanos una jarra de vino; aquí tiene usted un escudo de tres libras, que le será más fácil de ocultar que los toneles.

Una de las muchachas bajó a la cueva, y en el mismo instante otras personas entraron en la taberna: un vendedor de almanaques de las cercanías de Estrasburgo, un guía de Sarrebrück, que iba de blusa, y dos o tres vecinos de Mutzig, de Wisch y de Schirmeck, que huían con sus rebaños y que no podían más a fuerza de gritar.

Todos se sentaron a la misma mesa, frente a las ventanas, para no perder de vista el camino; sirviéronles vino, y cada cual comenzó a contar lo que sabía; uno dijo que los aliados eran tantos que tenían que acostarse uno junto a otro en el valle de Hirschenthal, y que estaban tan llenos de miseria que, así que se marchaban, las hojas secas andaban solas por el bosque; otro contó que los cosacos habían prendido fuego a una aldea de Alsacia porque no les dieron velas como postre después de una comida; que algunos de ellos, en particular los calmucos, comían jabón como si fuera queso, y la corteza del tocino como galleta; que muchos bebían aguardiente en vasos, después de haber echado en el líquido varios puñados de pimienta; que era preciso ocultarlo todo, porque todo era para ellos comestible y bebedero.

A este propósito, el guía dijo que, tres días antes, un cuerpo de ejército ruso, que había pasado por la noche al alcance de los cañones de Wisch y se había visto obligado a detenerse durante más de una hora en medio de la nieve, en la aldehuela de Rorbach, había bebido en un calentador que se hallaba abandonado en una ventana de la casa de una anciana de ochenta años; añadió que aquellos salvajes rompían el hielo para bañarse y luego, para secarse, se metían en hornos de ladrillos; en una palabra, que sólo temían al caporal schlague.

Aquellas sencillas gentes refirieron cosas tan extrañas—vistas por ellos mismos, según aseguraban, o sabidas por personas veraces—que apenas se podía creer nada de lo que contaban.

Fuera proseguía sin interrupción el tumulto, el rodar de los carros, el berrear de los rebaños, el clamor de los fugitivos, lo que producía el efecto de un descomunal zumbido.

A mediodía, cuando Materne y sus hijos se disponían a partir, oyose un grito más fuerte, más prolongado que los demás: «¡Los cosacos!, ¡los cosacos!»

Todo el mundo salió fuera, a excepción de los cazadores, que se limitaron a abrir una ventana para ver lo que pasaba; la gente huía a campo traviesa; hombres, rebaños, carros, todo se dispersaba como las hojas ante el viento del otoño.

En menos de dos minutos el camino quedó libre, salvo en Schirmeck, donde era tal la confusión, que no se podía dar un paso. Materne, alzando la vista a la parte más lejana del camino, exclamó:

—No hago mas que mirar, pero no veo nada.

—Ni yo—contestó Kasper.

—¡Vamos!, ¡vamos!—exclamó el cazador—; me parece que el miedo de esta gente atribuye al enemigo más fuerza de la que tiene. No recibiremos nosotros así a los cosacos en la sierra; ¡ya encontrarán quien les dé las buenas tardes!

Luego, alzando los hombros con expresión de repugnancia, dijo:

—El miedo es algo ruin; ¡y todavía más cuando lo que podemos perder es una vida miserable! Vámonos.

Salieron los tres de la posada, y el anciano siguió el camino del valle con el fin de subir a la cima del Hirschberg, situada enfrente; sus hijos le acompañaron, y pronto se encontraron todos a la orilla del bosque. Materne dijo que era preciso subir lo más alto que fuese posible, con el objeto de dominar la llanura para adquirir noticias ciertas que llevar al vivaque, pues todas las habladurías de los fugitivos no valían lo que una simple ojeada al terreno.

Kasper y Frantz estuvieron conformes, y comenzaron los tres a trepar por el monte, que forma una especie de promontorio avanzando dentro de la llanura.

Cuando llegaron a la cumbre, divisaron claramente la posición del enemigo, situada a tres leguas de allí, entre Urmatt y Lutzelhouse; se veían grandes líneas negras sobre la nieve; más lejos, algunas masas obscuras, que serían sin duda la artillería y los bagajes; otras masas rodeaban las aldeas, y, a pesar de la distancia, el centelleo de las bayonetas indicaba que una columna acababa de ponerse en camino, en dirección de Wisch.

Después de contemplar detenidamente aquel espectáculo con melancólica mirada, el anciano dijo:

—Tenemos a la vista lo menos treinta mil hombres, y avanzan hacia nuestras posiciones; mañana, o pasado mañana lo más tarde, nos atacarán. No va a ser un encuentro de poca monta; pero si ellos son muchos, nosotros tenemos la ventaja del terreno, y además siempre es agradable tirar a las masas; así no se malgastan las balas.

Hechas aquellas razonables reflexiones, Materne calculó la altura del sol y dijo:

—Ahora son las dos; ya sabemos cuanto queríamos saber. Volvamos al vivaque.

Los dos muchachos se pasaron las carabinas a la espalda a modo de bandolera, y, dejando a la izquierda el valle del Brocque, Schirmeck y Framont, subieron la empinada cuesta del Hengsbach, que domina, a una distancia de dos leguas, al pequeño Donon; bajaron por la falda opuesta, sin seguir ningún sendero en la nieve, guiándose sólo por las cimas para cortar terreno.

Hacía dos horas que caminaban de tal manera; el sol frío del invierno se hundía en el horizonte, y la noche, una noche clara y tranquila, se aproximaba. Solamente les faltaba bajar y subir la ladera opuesta del solitario desfiladero del Riel, que formaba una gran hoya redonda en medio del bosque, en el fondo de la cual se aparece una laguna de azuladas aguas que sirve de abrevadero a los corzos.

De repente, al salir los cazadores de la espesura, cuando marchaban distraídamente y sin pensar en nada, el anciano Materne, deteniéndose tras unas malezas, dijo:

—¡Quietos!

Y con la mano señaló a la laguna, por entonces cubierta de una capa de hielo delgada y transparente. Bastó a los muchachos dirigir una mirada hacia aquel sitio para gozar del más sorprendente espectáculo: unos veinte cosacos, hombres de revueltas barbas rubias, que llevaban a la cabeza gorros de viejas pieles en forma de tubos de chimenea, que cubrían sus escuálidos cuerpos con mugrientos harapos, cabalgaban, apoyados en estribos hechos de cuerda, en caballitos de crines flotantes que les llegaban al petral, de cola escasa y grupa amarilla, negra y blanca como de cabras. Unos llevaban por toda arma un lanzón; otros, un sable; otros, un hacha atada con una cuerda a la silla y una enorme pistola de arzón sujeta a la cintura. Varios otros, con el rostro levantado contemplaban extáticamente la verde copa de los abetos, que se escalonaban unos sobre otros y llegaban hasta las nubes. Un hombre alto y delgado rompía el hielo con el extremo de la lanza, mientras su caballejo bebía, con el cuello estirado y las crines caídas, en forma de barba, sobre la cara. Otros, que habían echado pie a tierra, separaban la nieve y señalaban al bosque, como manifestando que era aquél un buen sitio para establecer el campamento. Los demás compañeros, que permanecían a caballo, hablaban entre sí e indicaban hacia el fondo del valle que a la derecha desciende en forma de hendedura hasta Grinderwald.

Era lo que veían los cazadores un descanso, y nadie podría expresar hasta qué punto aquellos seres venidos de tan lejanas tierras, con sus rostros cobrizos, sus grandes barbas, sus ojos negros, su frente hundida, su nariz chata y sus harapos pardos, parecían extraños y pintorescos al borde de la laguna, al pie de las ingentes rocas verticales que sostenían los verdes abetos junto al cielo.

Era un mundo nuevo dentro del nuestro, un género de caza desconocido, sorprendente, extraño, que los tres cazadores se entregaron a contemplar poseídos de una curiosidad extraordinaria. Pero, satisfecha ésta, así que pasaron cinco minutos, Kasper y Frantz pusieron las bayonetas al extremo de las carabinas y retrocedieron unos veinte pasos en la espesura. El padre y los dos hijos llegaron a la base de una roca, que tendría quince o veinte pies de altura, a la que subió el anciano Materne, pues nada mejor podía hacer, puesto que no llevaba armas; luego, después de cruzar algunas palabras en voz baja, Kasper examinó la espoleta de su carabina y apuntó muy despacio, mientras su hermano se hallaba preparado para imitarle.

Uno de los cosacos, el que los cazadores habían visto dando de beber al caballo, se encontraba a doscientos pasos aproximadamente. Sonó el tiro, que repitieron los ecos profundos de la garganta, y el cosaco, cayendo por encima de la cabeza de su montura, desapareció en el hielo de la laguna.

Es imposible describir el estupor que se apoderó del enemigo al oír la detonación. Las miradas de aquellos hombres se dirigían a todas partes, y el eco repetía el sonido como si fuesen muchos los disparos, mientras que se elevaba una ancha nube de humo encima del macizo de árboles donde se hallaban los cazadores.

Kasper, en menos que se dice, había vuelto a cargar la carabina; pero, al mismo tiempo, los cosacos que estaban a pie saltaron sobre sus caballos y se precipitaron por la pendiente del Hartz, marchando en fila como los corzos y gritando con voz terrible:

—¡Hurra! ¡Hurra!

Aquella huída fue tan rápida como una visión; en el momento que Kasper apuntaba por segunda vez, la cola del último caballo desaparecía entre los matorrales.

El caballo del cosaco muerto permanecía solo, junto al agua, porque una rara circunstancia le impedía moverse; su dueño, con la cabeza hundida en el légamo, tenía el pie metido en el estribo.

Materne, desde lo alto de la roca, estuvo escuchando un momento; después, alegremente, dijo:

—¡Se han marchado!... Pues bien...; vamos a ver. Tú, Frantz, quédate aquí... por si volviera alguno...

A pesar de la advertencia, los tres bajaron adonde se hallaba el caballo.

Materne cogió acto continuo la brida, diciendo:

—¡Bien, amigo mío!; ahora te enseñaremos a hablar francés.

—¡Vámonos!—dijo Kasper.

—No; hay que ver lo que hemos tirado; eso servirá para animar a los compañeros; los perros que no muerden la piel del animal nunca son buenos cazadores.

Los tres hombres extrajeron del légamo al cosaco, lo colocaron atravesado sobre el caballo y comenzaron a subir la falda del Donon por un sendero tan rápido, que Materne, en más de cien ocasiones, llegó a decir: «El caballo no puede pasar por ahí.»

Pero el caballo, que era tan ágil como una cabra, pasaba más fácilmente que ellos; visto lo cual, el anciano acabó diciendo:

—¡Excelentes caballos tienen estos cosacos! Si llego a viejo, éste me servirá para ir a cazar corzas. Hemos dado con un caballo excelente, muchachos; a pesar de su aspecto vacuno, vale tanto como un caballo de camino.

De vez en cuando hacía Materne sobre el cosaco reflexiones como éstas:

—¡Qué cosa más singular!, ¿eh? Una nariz redonda y una frente como una caja de queso. ¡Y eso que hay hombres raros en el mundo! Le has dado bien, Kasper; exactamente en medio del pecho; y, mira, la bala le ha salido por la espalda. ¡La pólvora es magnífica! Divès tiene siempre buen género.

Hacia las tres de la tarde, los caminantes oyeron las primeras voces de los centinelas de la partida:

—¿Quién vive?

—¡Francia!—respondió Materne adelantándose.

Todos salieron al encuentro de los recién llegados, gritando: «¡Viva Materne!»

El mismo Hullin, lleno de tanta curiosidad como los demás, no pudo contenerse y acudió, acompañado del doctor Lorquin. Los hombres de la partida rodeaban ya al caballo, y alargaban el cuello y se quedaban pasmados, junto a la gran hoguera en la que la comida se sazonaba.

—Es un cosaco—dijo Hullin, estrechando la mano de Materne.

—Sí, Juan Claudio; le vimos en la laguna de Riel, y Kasper le tiró.

Varios hombres bajaron el cadáver de la cabalgadura y le tendieron en el suelo.

Su rostro, de color amarillo viejo, presentaba reflejos extraños a la luz de las llamas.

El doctor Lorquin, después de contemplarlo, dijo:

—Es un hermoso ejemplar de la raza tártara; si yo tuviese tiempo, lo cubriría con una capa de cal para tener un esqueleto de esta especie.

Luego, arrodillándose y abriendo el largo casacón que cubría el cuerpo del cadáver, dijo:

—La bala ha atravesado el pericardio, lo que produce un efecto semejante al de un aneurisma cuando revienta.

Todos los demás guardaban silencio.

Kasper, con la mano apoyada en el cañón de la carabina, parecía muy contento de su cacería, y Materne, frotándose las manos, decía:

—Yo estaba seguro que les traería a ustedes algo; nosotros, lo mismo mis hijos que yo, nunca volvemos con las manos vacías. En fin, ahí está.

Entonces Hullin le llamó aparte, y juntos entraron en la granja, en tanto que, pasado el primer momento de sorpresa, cada cual comenzaba a hacer reflexiones particulares sobre el cosaco.

XIII

Aquella noche, que era la víspera de un sábado, la reducida alquería del anabaptista no dejó un minuto de hallarse llena de gente.

Hullin estableció su cuartel general en una gran sala baja, a la derecha de los trojes, que daba frente a Framont; al otro lado del pasadizo se encontraba la ambulancia, y en las habitaciones superiores vivían las personas de la granja.

Aunque la noche estaba muy tranquila y el cielo tachonado de innumerables estrellas, el frío era tan intenso que había cerca de una pulgada de escarcha en los cristales.

Fuera se oía el «¿quién vive?» de los centinelas, las pisadas de las patrullas, y, en las cumbres de alrededor, los aullidos de los lobos, que seguían a nuestros ejércitos por centenares desde 1812. Estos feroces animales, sentados sobre témpanos de hielo, con el puntiagudo hocico entre las patas y el hambre mordiendo las entrañas, se llamaban unos a otros del Grosmann al Donon, con gemidos semejantes a los del viento.

Más de un montañés sentía, al oírlos, que se le helaba la sangre: «Son cantos fúnebres—pensaban—; es la Muerte que olfatea la batalla y nos llama.»

Los bueyes, en el establo, mugían y los caballos daban coces terribles.

Unas treinta hogueras brillaban en la meseta; se había entrado a saco en la leñera del anabaptista, se amontonaban los leños unos sobre otros, y mientras los hombres se quemaban la cara, sus espaldas tiritaban; mas cuando se calentaban las espaldas, los bigotes se cubrían de escarcha.

Hullin, solo, frente a una amplia mesa de pino, pensaba en todo. Por las últimas noticias recibidas durante la noche, que anunciaban la llegada de los cosacos a Framont, estaba convencido de que el primer ataque tendría lugar al día siguiente. Había mandado distribuir los cartuchos, reforzado los centinelas, organizado patrullas y señalado los puestos convenientes, a lo largo de los parapetos. Cada cual sabía de antemano el sitio que debía ocupar. Asimismo, Hullin dio orden a Piorette, a Jerónimo de San Quirino y a Labarbe de que le enviaran sus mejores tiradores.

El estrecho pasillo obscuro, alumbrado solamente por una linterna grasienta, estaba lleno de nieve, y a cada instante se veía pasar, bajo la luz inmóvil, a los jefes de destacamento, con el sombrero metido hasta las orejas, las anchas mangas de sus hopalandas extendidas hasta la mano, la mirada dura y las barbas cubiertas de hielo.

Plutón ya no refunfuñaba al oír las recias pisadas de aquellos hombres. Hullin, muy pensativo, con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en la mesa, escuchaba cuantas noticias le transmitían.

—Señor Juan Claudio, se nota gran movimiento hacia Grand-Fontaine; se oye galopar.

—Señor Juan Claudio, el aguardiente se ha helado.

—Señor Juan Claudio, varios me han pedido pólvora.

—Falta esto... y lo otro.

—Que se vigile Grand-Fontaine y que se cambien los centinelas de ese lado cada media hora. Que se ponga el aguardiente junto al fuego. Esperad que llegue Divès, que trae municiones; que se distribuyan los cartuchos sobrantes y que todo el que tenga más de veinte entregue el resto a sus compañeros.

Y así durante toda la noche.

Cerca de las cinco de la mañana, Kasper, el hijo de Materne, fue a decir a Hullin que Marcos Divès con un volquete lleno de cartuchos, Catalina Lefèvre en un carro y un destacamento de Labarbe acababan de llegar al mismo tiempo y que se hallaban en la meseta.

Tal noticia causó a Hullin una viva alegría, sobre todo por lo que se refiere a los cartuchos, pues temía que llegasen tarde.

En seguida Juan Claudio se levantó y salió con Kasper.

La meseta ofrecía un extraño aspecto.

Al acercarse el día, comenzaban a subir del valle masas de bruma; las hogueras chisporroteaban por efecto de la humedad, y por doquiera se veían hombres que dormían; unos, tendidos boca arriba, con las manos cruzadas detrás del sombrero, con la cara roja y las piernas dobladas; otros, con la mejilla apoyada en el brazo y el lomo vuelto hacia el fuego; la mayoría, sentados, con la cabeza inclinada y el fusil a la espalda. Todo se hallaba en silencio, envuelto en una onda de luz rojiza o de tonos grises, según que las llamas bajaban o subían. Más separados, en la lejanía, se dibujaban las siluetas de los centinelas, con el fusil al brazo o con la culata junto a los pies, que miraban al abismo cubierto de nubes.

A la derecha, a cincuenta pasos de la última hoguera, se oía a los caballos relinchar y a los hombres golpear el suelo con los pies para entrar en calor mientras hablaban en voz alta.

—El señor Juan Claudio llega—dijo Kasper, adelantándose por aquel lado.

Uno de los hombres de la partida arrojó al fuego un brazado de ramillas secas; se formó una alta llama y aparecieron los jinetes de Marcos Divès a caballo: doce hombres corpulentos, envueltos en grandes capas grises, con el sombrero caído sobre los hombros, los espesos bigotes retorcidos o lacios y largos hasta el cuello, el sable en la diestra, inmóviles alrededor del volquete; más allá, Catalina Lefèvre, acurrucada junto a la barandilla de su carro, con una capucha metida hasta la nariz, los pies enterrados en paja y la espalda apoyada en un gran barril; detrás de Catalina se amontonaban una olla, unas parrillas, un cerdo abierto en canal, limpio, blanco y sonrosado, varias gavillas de cebollas y algunas coles para hacer la sopa: todo aquello salió un momento de la obscuridad y volvió a quedar en la sombra.

Divès se había separado del convoy y avanzaba, cabalgando sobre un hermoso caballo.

—¿Eres tú, Juan Claudio?

—Sí, Marcos, yo soy.

—Allí tengo preparados varios miles de cartuchos. Hexe-Baizel trabaja noche y día.

—¡Bien! ¡Bien!

—Sí, amigo mío. Y Catalina Lefèvre, por su parte, trae víveres; ayer ha hecho matanza...

—Está bien, Marcos; tendremos necesidad de todo eso. La batalla se acerca.

—Sí, sí; ya lo sospechaba; hemos venido a paso de carga. ¿Dónde hay que meter la pólvora?

—Allá en el cobertizo, detrás de la granja. ¿Eh? ¿Es usted, Catalina?

—Sí, Juan Claudio; ¡qué frío hace esta mañana!

—Usted es siempre la misma; nunca le teme a nada.

—Si no fuese curiosa, ¿no dejaría de ser mujer?; tengo que meter las narices en todo.

—Sí, sí; usted siempre encuentra una excusa para cualquier bien que hace.

—Hullin, es usted muy machacón; déjeme usted tranquila y no me alabe más. ¿Acaso estos hombres no tienen necesidad de comer? ¿Acaso pueden mantenerse del aire? ¡Con lo que alimenta el vientecillo que se deja sentir y con el frío que hace!: corta la piel como una navaja. Así es que he tenido que preparar algo: ayer matamos un buey—el pobre Schwartz, usted sabe—que pesaba más de novecientos kilos; traigo aquí el cuarto trasero para la comida de esta mañana.

—Catalina—exclamó Juan Claudio conmovido—, por bien que la conozca, siempre encuentro algo nuevo y admirable en usted. Nada le pesa; ni el dinero, ni el trabajo, ni los sacrificios.

—¡Bah!—respondió la labradora levantándose y saltando del carro—; usted me confunde, Hullin. Voy a calentarme.

Catalina entregó las riendas de los caballos a Dubourg, y luego, volviéndose, dijo:

—La cosa no tiene importancia, Juan Claudio; ¡y qué agradable es ver la hoguera aquí y allá! Pero... ¿y Luisa? ¿Dónde está?

—Luisa ha pasado la noche cortando y cosiendo vendas con las dos hijas de Pelsly. Está en la ambulancia; vea usted, allá abajo, donde brilla aquella luz.

—¡Pobre hija mía!—dijo Catalina—; voy a ayudarle, y así entraré en calor.

Hullin, cuando vio que se alejaba, hizo un gesto como diciendo: «¡Qué mujer!»

Al mismo tiempo, Divès y sus hombres transportaban la pólvora al cobertizo, y en el momento que Juan Claudio se acercaba a la hoguera más próxima ¡cuál no sería su sorpresa al ver, entre los hombres de la partida, al loco Yégof con la corona a la cabeza, sentado gravemente en una piedra, con los pies cerca del fuego y cubierto con sus andrajos como si fuese un manto real!

Nada más extraño que tal figura vista a la luz de la hoguera. Yégof era, de toda la tropa que allí había, el único que se hallaba despierto; se le hubiera, en verdad, tomado por algún rey bárbaro que soñaba en medio de su horda adormecida.

Hullin, por su parte, no vio en él mas que un loco, y poniéndole suavemente la mano en el hombro le dijo irónicamente:

—¡Salud, Yégof! ¡Vienes sin duda a prestarnos el socorro de tu brazo invencible y de tus innumerables ejércitos!

El loco, sin revelar la menor sorpresa, respondió:

—Eso depende de ti, Hullin; tu suerte y la de toda esta gente pende de tus manos. He detenido mi cólera y dejo que tú pronuncies la sentencia.

—¿Qué sentencia?—preguntó Juan Claudio.

El loco, sin contestar, prosiguió en voz baja y solemne:

—Henos los dos aquí, como hace mil seiscientos años, en vísperas de una gran batalla. En aquella ocasión, yo, jefe de tantos pueblos, fui a tu clan para pedirte que me franquearas el paso...

—¡Hace mil seiscientos años!—dijo Hullin—; ¡demonio, Yégof, resulta que somos viejísimos! De todos modos, no importa; cada cual cree lo que le parece.

—Sí—añadió el loco—; pero, con tu obstinación de costumbre, no quisiste oír nada; hubo muchos muertos en el Blutfeld, y esos muertos claman venganza.

—¡Ah! ¡El Blutfeld!—dijo Juan Claudio—; sí, sí, una historia antigua; me parece haber oído hablar de eso.

Yégof se puso rojo, los ojos se le encendieron, y exclamó:

—¡Te vanaglorias de tu triunfo! Bien; pero ten cuidado, ten mucho cuidado: la sangre pide sangre.

Luego, en tono más tranquilo, prosiguió:

—Oye, Hullin; no te quiero mal; eres valiente; los descendientes de tu raza pueden mezclarse con los de la mía; deseo una alianza contigo, tú lo sabes...

—¡Vamos!—pensó Juan Claudio—; otra vez me va a hablar de Luisa...

Y como previese una petición en regla, dijo:

—Yégof, lo siento mucho; pero me veo obligado a dejarte; ¡tengo tantas cosas que ver!...

El loco no esperó el fin de aquella despedida, y levantándose, con el rostro demudado por la cólera, exclamó, alzando la mano solemnemente:

—¡No me concedes tu hija!

—Ya hablaremos de eso más tarde.

—¡Me la niegas!

—Vamos, Yégof, con tus gritos vas a despertar a todo el mundo.

—¡Me la niegas!... ¡Es la tercera vez! ¡Guárdate, Hullin, guárdate!

Juan Claudio, convencido de que no podía hacerle entrar en razón, se alejó apresuradamente; pero el loco, poseído de violenta cólera, descargó sobre sus espaldas estas extrañas palabras:

—¡Huldrix! ¡Desdichado de ti! Tu última hora se acerca; tu cuerpo servirá de pasto a los lobos. Todo se ha acabado; desataré los rayos de mi ira, y no habrá para ti ni para los tuyos ni gracia, ni piedad, ni merced. Tú lo has querido.

Y cruzándose el hombro izquierdo con un trozo de sus andrajos, el desgraciado se alejó rápidamente hacia la cumbre del Donon.

Varios hombres de la partida, que se despertaron al ruido de los gritos, vieron al loco de un modo confuso cuando se perdía en las tinieblas. También oyeron un rumor de alas alrededor de la hoguera; después, sin darles más importancia que a las imágenes del sueño, se volvieron del otro lado y otra vez se durmieron.

Cerca de una hora más tarde, la cuerna de Lagarmitte tocaba diana. En pocos momentos, todo el mundo se puso de pie.

Los jefes de los destacamentos reunían a sus soldados; unos se dirigían al cobertizo, donde se distribuían los cartuchos; otros llenaban las calabazas de aguardiente en el barril; todo se hacía con orden, con el jefe al frente; luego cada pelotón se alejaba, a la débil claridad del amanecer, hacia los parapetos, por ambos lados de la ladera.

Cuando salió el Sol, la meseta se hallaba desierta y, a excepción de cinco o seis hogueras que continuaban humeando, nada revelaba que numerosos guerrilleros ocupaban los puntos estratégicos de la sierra, ni que habían pasado la noche en aquel sitio.

Hullin, sin sentarse, tomó un bocado y se bebió un vaso de vino en unión del doctor Lorquin y del anabaptista Pelsly.

Lagarmitte estaba con ellos, pues no debía separarse del señor Juan Claudio en todo el día, para transmitir sus órdenes en caso de necesidad.

XIV

A las siete de la mañana no se había notado aún movimiento alguno en el valle.

De vez en cuando, el doctor Lorquin abría la hoja de una ventana de la sala grande y miraba: nada se movía; las hogueras se habían apagado; todo se hallaba en tranquilidad.

Frente a la granja, a unos cinco pasos, en un talud, se veía al cosaco muerto por Kasper el día anterior; estaba blanco por la escarcha y rígido como si fuese de piedra.

Dentro, el fuego de la estufa, que se había encendido, calentaba el ambiente.

Luisa, sentada al lado de su padre, miraba a éste con una inefable ternura; diríase que la joven abrigaba el temor de no verle más; sus irritados ojos revelaban que por ellos habían corrido abundantes lágrimas.

Hullin, aunque estaba sereno, parecía algo intranquilo.

El doctor y el anabaptista, serios y solemnes, hablaban de los asuntos de actualidad, y Lagarmitte, detrás del hogar, los escuchaba con recogimiento.

—Nosotros tenemos no sólo el derecho sino también el deber de defendernos—decía el doctor—; nuestros padres han cultivado estos bosques, los han hecho producir; es una legítima propiedad nuestra.

—Sin duda—respondía el anabaptista en tono sentencioso—; pero está escrito: «¡No matarás! ¡No derramarás sangre de tus hermanos!»

Catalina Lefèvre, que se hallaba comiendo apresuradamente una lonja de jamón, y a quien, sin duda, aquella conversación desagradaba, se volvió con rapidez y contestó:

—Eso quiere decir que, si nosotros tuviéramos la religión de usted, los alemanes, los rusos y todos esos hombres rojos podían meterse por las puertas de nuestras casas. ¡Es curiosa esa religión de usted; sí, curiosa y conveniente para los bribones! Así pueden atropellar cómodamente a las personas honradas. ¡Los aliados desearían que tuviésemos una religión semejante, estoy segura! Pero, por desgracia, todo el mundo no se siente con vocación de cordero. Por mi parte, y sin tratar de ofender a usted, creo que es algo estúpido trabajar para los demás. En fin, ustedes son buenas personas y nadie puede desearles ningún mal; esas ideas son de familia y han ido de padres a hijos: el mismo camino que ha recorrido el abuelo lo sigue el nieto. Pero nosotros les defenderemos, no obstante, y después nos pronunciarán ustedes discursos sobre la paz eterna. Me agradan mucho los discursos sobre la paz cuando nada tengo que hacer y hago la digestión de la comida; eso conforta el ánimo.

Y después de dichas tales palabras, Catalina se volvió tranquilamente y acabó de comer el trozo de jamón.

Pelsly quedose estupefacto, y el doctor Lorquin no podía reprimir una sonrisa.

En aquel momento se abrió la puerta, y uno de los centinelas que se hallaban de vigilancia en los extremos de la meseta gritó:

—Señor Juan Claudio, venga usted a ver; me parece que quieren subir.

—Está bien, Simón, voy en seguida—dijo Hullin levantándose—. Dame un beso, Luisa; valor, hija mía; no tengas miedo, todo marchará bien.

Y la estrechó contra su pecho, con los ojos cargados de lágrimas. Luisa parecía más muerta que viva.

—Sobre todo—dijo Juan Claudio dirigiéndose a Catalina—, que nadie salga; ¡que nadie se acerque a las ventanas!

Y acto continuo salió al pasadizo.

Cuantos presenciaron la anterior escena palidecieron intensamente.

El señor Juan Claudio llegó hasta el extremo de la meseta y, dirigiendo la vista hacia Grand-Fontaine y Framont, que se hallaban a tres mil metros debajo de él, vio lo siguiente:

Los alemanes, que habían llegado el día antes, a la caída de la tarde, pocas horas después que los cosacos, habían pasado la noche en las trojes, en los establos, en los cobertizos, y en aquel momento se agitaban como un hormiguero. Serían cinco o seis mil y salían por las puertas en filas de diez, quince y veinte, abrochando rápidamente las mochilas, colgándose los sables y calando las bayonetas.

Otros soldados, los de caballería—ulanos, cosacos, húsares, con uniformes verdes, grises, azules, galoneados de rojo y amarillo; con morriones de hule y piel de carnero, quepis y gorros desmesurados—, ensillaban los caballos y liaban los capotes apresuradamente.

Los oficiales, con las capas terciadas, descendían las escalerillas, unos mirando altivamente a todas partes, otros besando a las mujeres, a la puerta de las casas.

Los trompetas, con la mano en la cadera y el codo levantado, tocaban diana en las esquinas de las calles; los tambores apretaban las cuerdas de las cajas. En una palabra, podían observarse en aquel espacio, no mayor que la palma de la mano, los aprestos militares de un ejército que se pone en marcha.

Algunos labriegos, asomados a las ventanas, contemplaban el espectáculo; las mujeres sacaban la cabeza por los ventanillos de los graneros. Los posaderos llenaban las cantimploras en presencia del caporal schlague, que se hallaba de pie junto a ellos.

A Hullin, que tenía buena vista, no se le escapaba nada; además, hacía muchos años que había sido testigo de hechos análogos; pero Lagarmitte, que nunca había visto nada parecido, estaba estupefacto.

—¡Cuántos son!—decía moviendo la cabeza.

—¡Bah! ¿Y eso qué significa?—dijo Hullin—. En mi tiempo hemos aniquilado tres ejércitos de cincuenta mil, de la misma raza que éstos, en seis meses. Todo lo que ves ahí no nos hubiera bastado para merendar. Y además, tranquilízate, no tenemos necesidad de matarlos a todos; ya los verás correr como conejos. No sería la primera vez.

Después de haber hecho estas juiciosas reflexiones, Juan Claudio quiso ir a ver cómo se hallaba la gente.

—¡Vamos!—dijo al pastor.

Ambos comenzaron a caminar por detrás de los parapetos, siguiendo una trinchera, abierta en la nieve dos días antes. La nieve, endurecida por la helada, se había convertido en hielo. Los árboles, tumbados delante y completamente cubiertos de granizo muy denso, formaban una barrera infranqueable, que alcanzaba una anchura de cerca de seiscientos metros. El camino cortado pasaba por debajo.

Al acercarse, Juan Claudio vio a los montañeses del Dagsberg acurrucados en unos a modo de pozos redondos que, a distancia de veinte pasos unos de otros, habían hecho.

Aquellos animosos hombres se hallaban sentados en las mochilas, con la cantimplora a la derecha, el sombrero o las gorras de piel de zorro metidos hasta las orejas y el fusil entre las piernas. No tenían mas que levantarse para ver el camino a cincuenta pasos por debajo de ellos, al extremo de una rampa suave.

La llegada de Hullin causó una satisfacción general.

—¡Eh, señor Juan Claudio!, ¿cuándo vamos a empezar?

—Pronto, hijos míos, no tengáis prisa; antes de una hora habrá comenzado la partida.

—¡Ah! ¡Tanto mejor!

—Sí, pero sobre todo, apuntad bien, a la altura del pecho, sin apresuramiento y sin descubrir el cuerpo más de lo que sea preciso.

—Esté usted tranquilo, señor Juan Claudio—le contestaban.

Hullin se alejaba luego en otra dirección; por todas partes se le recibía con igual entusiasmo.

—No se olviden—decía a todos—de parar el fuego en cuanto oigan la cuerna de Lagarmitte; pues, de lo contrario, se gastaría inútilmente la pólvora.

Cuando llegaron donde se encontraba Materne, que mandaba un pelotón de hombres, cuyo número ascendía a cerca de doscientos cincuenta, Hullin halló al cazador en disposición de fumarse una pipa, con la nariz roja como un ascua y la barba erizada por el frío, como piel de jabalí.

—¡Eh! ¿Eres tú, Juan Claudio?

—Sí, vengo a estrechar tu mano.

—Con mucho gusto; pero oye: el enemigo no se da prisa en venir; ¿irán a pasar por otra parte?

—No tengas cuidado; necesitan apoderarse de la carretera para transportar la artillería y los bagajes. ¿Ves? Ya han tocado a botasilla.

—Sí, lo he visto; parece que se preparan.

Luego, riendo en voz baja, Materne añadió:

—No sabes, Juan Claudio, hace un momento, cuando miraba hacia Grand-Fontaine, la cosa tan divertida que he visto.

—¿Qué, amigo mío?

—He visto a cuatro alemanes que asían a Dubreuil, el gordo, amigo de los aliados; le han tendido en el banco de piedra que hay a la puerta de su casa, y uno de aquéllos, un hombre alto y delgado, le ha dado no sé cuántos estacazos en las costillas. ¡Je, je, je! ¡Cómo gritaría el muy bribón! Apuesto a que ha negado algo a sus excelentes amigos; por ejemplo, el vino que tiene del año once.

Hullin ya no oía a su compañero, porque, habiendo mirado casualmente hacia el valle, acababa de ver un regimiento de infantería que desembocaba en la carretera. Más allá, en la calle, la caballería avanzaba, y cinco o seis oficiales iban delante galopando.

—¡Ah, ah! ¡Ahí vienen, ahí vienen!—exclamó el antiguo soldado, cuyo rostro tomó de pronto una expresión de singular entusiasmo. ¡Vamos! ¡Por fin se deciden!

Y se arrojó por la trinchera gritando:

—¡Muchachos, atención!

Al pasar, vio a Riffi, el sastrecillo de Charmes, inclinado sobre un enorme fusil de munición; el hombrecillo había hecho un escalón en la nieve para apuntar mejor. Más arriba reconoció al leñador Rochart, con sus recias almadreñas cubiertas con pieles de carnero; en tal instante, llenaba la cantimplora y se ponía derecho lentamente, con la carabina bajo el brazo y el gorro de algodón inclinado hacia la oreja.

Y no hubo más, porque para dominar todo el campo de batalla Hullin debía trepar a la cumbre del Donon, en la que be elevaba una roca.

Lagarmitte le seguía muy de prisa, dando zancadas. Diez minutos después, cuando llegaron jadeantes a lo alto de la roca, vieron, a mil quinientos metros por debajo de ellos, la columna enemiga, que se componía de unos tres mil hombres, luciendo amplios uniformes blancos, obscuros correajes, polainas de paño, los chacós muy anchos y los bigotes rojos; los oficiales, con gorras de plato, marchaban en el espacio que separaba unas compañías de otras, contoneándose a caballo, con la espada en la mano y volviéndose de vez en cuando, para gritar con voz aguda: Worwaerts!, worwaerts![4].

Y todo el conjunto erizado de refulgentes bayonetas, que subían a paso de carga hacia los parapetos.

Materne, el cazador, asomando su gran nariz aguileña por encima de una rama de enebro y enarcando las cejas, observaba también la llegada de los alemanes. Y como tenía muy buena vista, distinguía las caras entre aquella multitud y podía elegir la persona que quería derribar.

En medio de la tropa, jinete en un caballo bayo, avanzaba muy erguido un oficial de edad provecta, peluca blanca y con un sombrero de picos con galón de oro, el cuerpo cruzado por una banda amarilla y el pecho cubierto de cintajos. Cuando dicho personaje alzaba la cabeza, el pico del sombrero, coronado por un penacho de plumas negras, hacía las veces de visera. Profundas arrugas surcaban las mejillas del caballero, que parecía no tener nada de amable.

—¡Este es mi hombre!—se dijo el cazador, mientras apoyaba en el hombro la carabina muy despacio.

Luego apuntó, hizo fuego, y cuando miró, el anciano oficial había desaparecido.

Acto continuo comenzó en la ladera, a lo largo de los atrincheramientos, un fuego de fusilería incesante, parecido a un chisporroteo; pero los alemanes, sin contestar, continuaron avanzando hacia los parapetos con los fusiles al hombro y las filas de soldados muy derechas, como si estuvieran en una parada.

A decir verdad, más de un montañés valiente, padre de familia, al ver subir aquella selva de bayonetas, a pesar de las descargas, pensó que quizás hubiera sido más prudente haberse quedado en la aldea que meterse en una aventura semejante. Pero, como dice el refrán, «cuando el vino está servido hay que apurar las copas».

Riffi, el sastrecillo de Charmes, recordó las juiciosas palabras de su mujer Sapiencia: «¡Riffi, darás lugar a que te rompan un hueso, y te lo habrás merecido!»

El pobre hombre hizo promesa de un ex voto magnífico a la capilla de San León si volvía de la guerra; pero al mismo tiempo se dispuso a utilizar cuanto pudiera el gran fusil de munición.

A doscientos pasos del parapeto los alemanes se detuvieron y comenzaron un fuego graneado tan intenso como no se había oído otro semejante en la sierra; era un verdadero zumbido constante de disparos; las balas, a centenares, segaban las ramas, hacían saltar pedazos de hielo, se aplastaban en las piedras, a izquierda, a derecha, por delante, por detrás. Unas rebotaban con silbidos extraños, y a veces pasaban como bandadas de pichones.

No impedía aquello a los montañeses continuar el fuego; pero hubo necesidad de pararlo, porque toda la ladera se hallaba envuelta en un humo azulado que impedía ver.

Pasados próximamente diez minutos, se oyó el redoble de un tambor, y aquella masa humana se lanzó corriendo hacia los parapetos, gritando, tanto los oficiales como los soldados: Worwaerts!

La tierra se estremecía.

Materne irguiose cuan largo era, y colocándose al lado de la trinchera, con voz terrible y un fuerte temblor en las mejillas, exclamó:

—¡Arriba!..., ¡arriba!...

Era el momento conveniente, porque gran número de alemanes, casi todos estudiantes de filosofía, de derecho y de medicina, con las caras llenas de cicatrices a consecuencia de los duelos tenidos en las cervecerías de Munich, de Jena y de otras partes, y que luchaban contra nosotros en virtud de la promesa que se les había hecho de concederles ciertas libertades después de la caída de Napoleón; todos aquellos mozalbetes intrépidos trepaban asiéndose de pies y manos del hielo y trataban de saltar a las trincheras.

Pero a medida que trepaban se les rechazaba a culatazos y caían en sus propias filas como un pedrisco.

En tal ocasión, pudo preciarse el ejemplar comportamiento del anciano leñador Rochart. El solo hizo rodar por tierra a más de diez hijos de la vieja Germania; los cogía por debajo de los brazos y los arrojaba al camino. Materne tenía la bayoneta viscosa de sangre. Y el pequeño Riffi no cesaba de cargar el fusil y de tirar con ardor sobre la masa de enemigos; y José Larnette, que tuvo la desgracia de que le alcanzase un tiro en un ojo; Hans Baumgarten, que resultó con un hombro maltrecho; Daniel Spitz, que perdió dos dedos de un sablazo, y otros muchos, cuyos nombres deben ser honrados y venerados por los siglos de los siglos, no dejaron durante un segundo de cargar y descargar sus fusiles.

Por la parte baja de la rampa se oían gritos horribles, y cuando se miraba por encima se veían bayonetas de punta y hombres a caballo.

Aquel choque duró más de un cuarto de hora. Nadie sabía lo que los alemanes pretendían hacer, puesto que no podían forzar el paso; pero, de improviso, decidieron retroceder. Habían muerto casi todos los estudiantes, y los demás, aguerridos guías acostumbrados a las retiradas honrosas, no eran capaces de combatir con el mismo entusiasmo.

Comenzaron, pues, a retirarse lentamente, y, por último, con mayor prisa. Los oficiales, detrás de los fugitivos, les golpeaban con los sables de plano, y como los tiros les iban a los alcances, acabaron huyendo con tanta precipitación como orden habían empleado a su llegada.

Materne, de pie en lo alto del talud y acompañado de cincuenta hombres, blandía la carabina y reía con la mayor satisfacción.

En la parte inferior de la rampa se arrastraban masas de heridos. La nieve, removida por las pisadas, estaba roja de sangre. En medio de un montón de cadáveres se veían dos oficiales jóvenes que aún se hallaban vivos y que sucumbían por el peso de sus caballos muertos.

Era horrible el espectáculo; pero los hombres son, en verdad, feroces. No hubo uno solo, de los victoriosos montañeses, que se compadeciera de aquellos desgraciados; al contrario, cuantos más muertos veían, tanto más se regocijaban.

En tal momento, Riffi, poseído de un noble entusiasmo, se deslizó a lo largo del talud, porque acababa de ver, un poco a la izquierda, por debajo de los parapetos, un magnífico caballo, perteneciente al coronel muerto por Materne, que se había refugiado en aquel rincón, sano y salvo.

—En mis manos caerás—se decía Riffi—; Sapiencia se va a quedar asombrada.

Cuantos contemplaban la escena envidiaban la suerte del hombrecillo, el cual, cogiendo el caballo por la brida, se montó en él. ¡Pero cuál no sería la estupefacción general, y sobre todo la de Riffi, cuando vieron al noble bruto emprender una carrera desenfrenada en dirección de las tropas alemanas!

El sastrecillo levantaba al cielo las manos, implorando a Dios y a todos los santos.

Materne tuvo la idea de disparar contra el caballo, pero no se atrevió a hacerlo porque iba demasiado de prisa.

Apenas hubo llegado al bosque de bayonetas enemigas, Riffi desapareció.

Todo el mundo creyó que había muerto asesinado; pero una hora después se le vio pasar por la calle Mayor de Grand-Fontaine, con las manos atadas a la espalda, seguido del caporal schlague, que empuñaba una baqueta.

¡Pobre Riffi! Fue el único que no pudo gozar del triunfo, y sus compañeros acabaron por reírse de su triste sino, como si se hubiera tratado de un kaiserlick.

Tal es el carácter de los hombres; cuando la alegría pasa por su puerta, no sienten los dolores de los demás.

XV

Los montañeses rebosaban de entusiasmo; alzaban las manos, se ensalzaban unos a otros y se consideraban los primeros héroes de la Tierra.

Catalina, Luisa, el doctor Lorquin, todo el mundo se apresuró a salir de la casa, gritando, felicitándose mutuamente, para ver las huellas de las balas y los taludes ennegrecidos por la pólvora; por otra parte, José Larnette, con la cabeza maltrecha, se hallaba tendido en un hoyo; Baumgarten, con un brazo colgando, se dirigió a la ambulancia muy pálido, y Daniel Spitz, a pesar del balazo recibido, quería seguir luchando; pero el doctor no hizo caso de aquellos deseos y le obligó a marchar a casa.

Luisa llegó con el carrillo y dio de beber aguardiente a los que habían combatido, y Catalina Lefèvre, de pie junto al borde de la rampa, contemplaba los muertos y los heridos esparcidos en la carretera, al final de largos regueros de sangre. Entre aquellos desgraciados había unos que eran jóvenes y otros viejos, con los rostros blancos como la cera, los ojos desmesuradamente abiertos y los brazos extendidos. Algunos pugnaban por levantarse, pero volvían a caer en seguida; otros miraban a las alturas como temiendo que les disparasen desde ellas. Y se arrastraban desde lo largo del talud para ponerse al abrigo de las balas.

Muchos parecían resignados y buscaban un lugar donde morir, o se quedaban mirando a su regimiento, que se alejaba en dirección de Framont; ¡aquel regimiento de que formaban parte cuando salieron de su aldea, en el que habían hecho una larga campaña, y que ahora les abandonaba! «¡El regimiento volverá a ver a Alemania!—pensaban los desgraciados—. Y cuando pregunten al capitán o al sargento: «¡Conoce usted a un tal Hans, Kasper o Nickel, de la primera o de la segunda compañía?», responderán: «Espere usted... Me parece recordar... ¿Era uno que tenía una cicatriz en la oreja o en la mejilla, los cabellos rubios o castaños y cinco pies y seis pulgadas? Sí, le conocí. En Francia se ha quedado cerca de una aldehuela cuyo nombre no recuerdo. Los montañeses le mataron el mismo día que al comandante Yeri-Peter; era un excelente muchacho.» Y después se acabó.

Tal vez, entre tantos, habría algunos que se acordaban de sus madres... o de cierta linda muchacha de su país, Gretchen o Lotchen[5], que les había dado una cinta al partir mientras lloraban a lágrima viva: «¡Te esperaré, Kasper; sólo contigo me he de casar!» «¡Sí, sí; mucho tiempo has de esperar!»

La señora Lefèvre, viendo aquel cuadro de dolor, pensaba en Gaspar. Hullin, que acababa de llegar con Lagarmitte, gritaba alegremente:

—¡Bien, amigos míos! ¡Ya habéis entrado en fuego! ¡Mil demonios! ¡Esto marcha! Los alemanes no estarán muy orgullosos de la jornada.

Luego besó a Luisa y corrió a ver a la señora Lefèvre.

—¿Está usted satisfecha, Catalina? ¡No van mal nuestros asuntos! Pero ¿qué le sucede? ¿Usted no se alegra?

—Sí, Juan Claudio, todo va bien..., estoy contenta; pero mire usted al camino: ¡qué matanza!

—Es la guerra—respondió gravemente Hullin.

—¿Y no habría medio de ir abajo a recoger a ese chico..., que nos mira con sus hermosos ojos azules, ¡Qué lástima me da de él!..., o a ese otro moreno que se venda la pierna con un pañuelo?

—Imposible, Catalina, lo siento mucho; habría necesidad de hacer una escalera en el hielo para bajar, y los alemanes, que van a volver dentro de una o dos horas, la utilizarían para el asalto. Vámonos. Hay que comunicar el triunfo a todas las aldeas: a Labarde, a Jerónimo, a Piorette. ¡Eh! ¡Simón, Niklo, Marchal, venid! Vais ahora mismo a llevar la gran noticia a los compañeros. ¡Materne, mucho cuidado! Al menor movimiento no dejes de avisarme.

Se acercaron todos a la casa, y Juan Claudio, al pasar, vio la tropa de reserva, y a Marcos Divès montado a caballo en medio de sus hombres. El contrabandista se quejaba amargamente de permanecer con los brazos cruzados. Se consideraba como deshonrado por no haber hecho nada.

—¡Bah!—le dijo Hullin—, ¡tanto mejor! Además, tú guardas nuestra derecha. Mira, allá, aquella meseta: si nos atacan por ese lado, puedes marchar.

Divès no contestó nada; su rostro tenía una expresión triste e indignada a la vez, y los contrabandistas que le acompañaban, envueltos en sus capas, con sus largos espadones colgando por encima de ellas, no parecían tampoco de muy buen humor; diríase que proyectaban una venganza.

Hullin, convencido de que no podía consolarles, entró en la alquería. El doctor Lorquin se disponía a extraer la bala de la herida de Baumgarten, el cual daba terribles gritos.

Pelsly, en el portal de la casa, temblaba de pies a cabeza. Juan Claudio le pidió papel y tinta para transmitir las órdenes a las demás posiciones de la sierra; y era tan grande la turbación del pobre anabaptista, que a duras penas pudo dárselos. No obstante, consiguió hacerlo, y los peatones se marcharon muy orgullosos de haber recibido el encargo de comunicar la primera batalla y la victoria.

En la sala grande se habían reunido muchos montañeses que se calentaban cerca del hogar y hablaban con animación. Daniel Spitz había sufrido ya la amputación de dos dedos y se hallaba sentado detrás de la estufa, con la mano envuelta en unos trapos blancos.

Los hombres que se habían apostado, desde antes del amanecer, detrás de los parapetos, como no habían comido, tomaban un bocado y bebían un poco de vino, mientras gritaban, gesticulaban y enaltecían a boca llena sus acciones. Luego salían, iban a echar una ojeada a la trinchera, volvían a calentarse, y todo el mundo, al recordar a Riffi, sus alaridos cuando se le iba el caballo y sus gritos de angustia, se reía hasta desternillarse.

Eran las once. Aquellas idas y venidas duraron hasta mediodía, momento en que Marcos Divès penetró rápidamente en la sala gritando:

—¡Hullin! ¿Dónde está Hullin?

—Aquí estoy.

—¡Pronto, ven!

La voz del contrabandista tenía un acento extraño; hacía un momento, aunque irritado por no haber intervenido en el combate, parecía más bien triunfante. Juan Claudio le siguió lleno de inquietud, y la sala quedó vacía en un momento, pues todo el mundo se dio cuenta, por la animada expresión de Marcos, que se trataba de un asunto grave.

A la derecha del Donon se extiende el barranco de las Mineras, que sirve de cauce a un torrente en la época del deshielo y que baja desde la cumbre de la sierra hasta lo hondo del valle.

Frente por frente de la meseta que defendían los guerrilleros, y en la ladera opuesta del barranco, a quinientos o seiscientos metros, avanza una especie de espolón descubierto y escarpado que Hullin no había creído necesario ocupar provisionalmente para no dividir las fuerzas, y además porque imaginaba que no le sería difícil rodear la posición por los pinares y establecerse allí en caso que el enemigo intentase apoderarse de ella.

Ahora bien: imagínese la consternación de nuestros personajes cuando, al asomarse al umbral de la alquería, vieron dos compañías de alemanes trepar por las faldas opuestas, entre los huertos de Grand-Fontaine, con dos piezas de artillería, arrastradas por vigorosos tiros, y que parecían colgadas del precipicio. Una gran multitud empujaba las ruedas, y pocos momentos faltaban para que los cañones alcanzasen lo alto de la meseta. Aquello fue como un rayo sobre la cabeza de Juan Claudio; se puso intensamente pálido, y le acometió un acceso de furor indescriptible contra Divès.

—¿No has podido avisarme antes?—díjole Hullin con voz semejante a un aullido—. ¿No te encargué que vigilaras el barranco? ¡Estamos cercados! ¡Ahora nos cogerán de flanco y cruzarán el camino más lejos! ¡Todo se lo ha llevado el demonio!

Cuantos se hallaban presentes, incluso Materne, que había acudido a toda prisa, se estremecieron de pies a cabeza al ver la mirada que Juan Claudio dirigió al contrabandista.

Este, a pesar de su audacia habitual, quedose sobrecogido y no sabía qué responder.

—Vamos, vamos, Juan Claudio—dijo por último—; la cosa no es tan grave como dices. Todavía no hemos pegado nosotros. Además, nos hacen falta cañones, y esos nos vendrán a maravilla.

—¡Sí, a maravilla, idiota! Has estado esperando hasta el último momento por amor propio, ¿no es eso? Querías batirte, ensalzar tus hazañas, vanagloriarte. Y para eso juegas con la vida de todos nosotros. ¡Ea, mira! ¡Allí tienes a los otros preparándose en Framont!

En efecto; una nueva columna, mucho más fuerte que la primera, salía de Framont a paso de carga y subía hacia los parapetos. Divès no decía una palabra; Hullin, reprimiendo su indignación, se tranquilizó súbitamente ante la gravedad del peligro.

—¡Id a ocupar vuestros puestos!—dijo Juan Claudio con voz seca a cuantos se hallaban presentes—; que todo el mundo esté preparado para el ataque que se aproxima. ¡Materne, mucho cuidado!

El cazador bajó la cabeza.

Mientras tanto, Marcos Divès había recobrado su aplomo.

—En vez de gritar como una mujer—dijo a Hullin—, mejor sería que me mandaras atacar allá abajo, rodeando el barranco por los pinares.

—¡No queda otro recurso, con mil demonios!—replicó Juan Claudio.

Y algo más tranquilo añadió:

—Oye, Marcos, te aborrezco hasta la muerte. Habíamos vencido, y por tu culpa todo está como antes. ¡Si se frustra tu ataque, los dos nos cortaremos la cabeza!

—Bueno, bueno; la pelota está en el tejado; ¡yo te respondo de lo que ocurra!

El contrabandista montó, de un salto, a caballo, terciose sobre el hombro uno de los picos de la capa y desenvainó su gran espada con un continente magnífico. Todos los hombres que le seguían hicieron lo mismo.

Luego, Divès, volviéndose hacia la tropa de reserva, compuesta de cincuenta rudos montañeses, y señalando la meseta con el sable, les dijo:

—¿Veis aquello, muchachos? Nuestro tiene que ser. Los de Dagsburgo no podrán decir que tienen más valor que los del Sarre. ¡Adelante!

Y la tropa, enardecida, se puso en marcha, flanqueando el barranco. Hullin, muy pálido, gritó:

—¡A la bayoneta!

El enorme contrabandista, montado en un altísimo rocín de musculosa y reluciente grupa, se volvió sonriendo para sí; agitó luego la espada con un ademán expresivo, y la tropa se perdió en los pinares.

En aquel momento los alemanes, con las piezas de ocho, llegaban a la meseta y se formaban en batería, mientras que la columna de Framont trataba de escalar la ladera. Todo se hallaba, pues, en el mismo estado que antes de la batalla, con la diferencia de que los cañones enemigos iban a entrar en juego y a coger a los defensores por la espalda.

Se veían claramente las dos piezas, los grapones, las palancas, los escobillones, los artilleros y el oficial: un individuo delgado, ancho de espaldas, de largos bigotes rubios. La niebla azulada del valle acortaba las distancias, hasta el extremo de que se hubiera creído poder alcanzar la posición con la mano; pero Hullin y Materne no se engañaban; había más de seiscientos metros, y ningún fusil alejaba tanto.

No obstante, el cazador Materne, antes de regresar a los parapetos, quiso convencerse de ello; y acercándose cuanto le fue posible al barranco, acompañado de su hijo Kasper y de otros varios, se apoyó en un árbol y apuntó con lentitud hacia el oficial de los bigotes rubios.

Cuantos presenciaron la escena contuvieron la respiración, temerosos de que fracasara la prueba.

Materne hizo el disparo; mas cuando puso la culata en el suelo y miró, nada había cambiado.

—¡Es curioso cómo la edad acorta la vista!—dijo el cazador.

—¡Usted corto de vista!—exclamó Kasper—; ¡desde los Vosgos a Suiza no hay nadie que pueda hacer un blanco a doscientos metros mejor que usted!

El anciano guardabosque lo sabía perfectamente; pero no quería desanimar a los demás.

—Está bien—añadió Materne—; no es hora de discutir. Los enemigos van a subir; cada cual cumpla con su deber.

A pesar de tales palabras, sencillas y reposadas en apariencia, Materne sentía una gran inquietud interior. Al entrar en la trinchera llegaron a sus oídos rumores vagos; el resonar de armas, el ruido de una multitud de pasos regulares; miró entonces por encima de la rampa y vio a los alemanes que llegaban provistos de largas escalas terminadas en garfios de hierro.

Aquel nuevo contratiempo causó una impresión desagradable al guardabosque; hizo señas a su hijo para que se acercara y le dijo en voz muy baja:

—Kasper, esto va mal, esto va muy mal; esos bribones traen las escalas; dame la mano. Quisiera tenerte cerca de mí y también a Frantz; ¡pero hemos de defender el pellejo hasta lo último!

En aquel momento un golpe terrible sacudió los parapetos de arriba abajo: oyose una voz ronca que gritaba: «¡Ay, Dios mío!»

Luego, un ruido sordo a unos cien pasos de distancia, y un abeto se inclinó lentamente y cayó al abismo. Eran los efectos del primer cañonazo; había cortado las piernas al anciano Rochart. A este primero, siguió casi al mismo tiempo un segundo cañonazo, que cubrió a los defensores de hielo pulverizado, con un zumbido terrible. Materne, al oírlo, no pudo menos de bajar la cabeza; pero en seguida se puso derecho, exclamando:

—¡Venguémonos, hijos míos!... ¡Aquí están!... ¡Vamos a vencer o a morir!

Por fortuna, el terror de los defensores no duró más de un segundo; todos comprendieron que a la menor vacilación estaban perdidos. Dos escalas se elevaban en aquel momento por los aires, a pesar del fuego, y venían a apoyar sus garfios en la rampa. El peligro inminente reavivó las energías de los defensores de la trinchera, y el combate comenzó de nuevo más furioso, más desesperado que la primera vez.

Hullin había visto las escalas antes que Materne, y su indignación contra Divès aumentó más aún; pero como en semejantes ocasiones la indignación no sirve para nada, mandó a Lagarmitte que dijera a Frantz Materne, el cual se hallaba apostado al otro lado del Donon, que acudiese a toda prisa con la mitad de los hombres a sus órdenes. Fácilmente puede adivinarse si el muchacho, advertido del peligro que corría su padre, dejaría perder un segundo. Ya se veían los amplios sombreros negros trepar por la ladera a través de la nieve, con el fusil a la espalda y marchando tan de prisa como podían, y, sin embargo, Juan Claudio salió al encuentro de ellos, sudoroso, con la mirada huraña, y les gritó con voz enérgica:

—¡Vamos! ¡Vamos!... ¡Más de prisa! ¡A ese paso no llegaréis nunca!

Hullin temblaba de ira, haciendo responsable de la situación al contrabandista.

Mientras tanto, Marcos Divès había rodeado el barranco, en lo que empleó una media hora, y comenzaba a divisar las dos compañías alemanas situadas, en posición de descanso, a cien pasos detrás de los cañones que hacían fuego sobre las trincheras. Entonces, el contrabandista se acercó a los de a pie y, conteniendo la voz, les dijo, al mismo tiempo que los cañonazos percutían uno tras otro en la garganta y que se oían, a lo lejos, los clamores del asalto:

—¡Compañeros! ¡Vais a arremeter contra la infantería a la bayoneta! Nosotros nos encargamos de los demás. ¿Estamos?

—Sí, estamos.

—Pues ¡en marcha!

La tropa avanzó en buen orden hasta la orilla del bosque, con Piercy de Soldatenthal a la cabeza. Casi al mismo tiempo se oyó el ¿verdá?[6] de un centinela; luego dos tiros, un grito estentóreo de «¡Viva Francia!» y el ruido sordo de una multitud de pasos que se precipitaban al mismo tiempo; los valientes montañeses cayeron sobre el enemigo como una manada de lobos.

Divès, de pie en los estribos, con la cabeza levantada y los bigotes de punta, los miraba sonriendo, y decía:

—¡Esto va bien!

La refriega era terrible; el suelo se estremecía. Los alemanes, lo mismo que los franceses, no hacían fuego; el ataque se verificaba en silencio; un choque de bayonetas, un ruido de culatazos interrumpidos de vez en cuando por algún tiro suelto, gritos de ira, recias pisadas y voces indistintas: no se oía nada más.

Los contrabandistas, con la cabeza erguida y el sable en la mano, se regodeaban pensando en la matanza próxima y aguardaban la orden de su jefe con impaciencia.

—Ahora nos toca a nosotros—dijo por último Marcos—. ¡Los cañones son nuestros!

Y de la parte más intrincada de la espesura, con las amplias capas abiertas como alas, el cuerpo inclinado hacia adelante y las espaldas en alto, los contrabandistas partieron.

—No dar tajos, sino estocadas—dijo Marcos.

Y no hubo más.

Los doce buitres llegaron a los cañones en un segundo. Formaban parte del pequeño escuadrón cuatro antiguos dragones españoles y dos aguerridos coraceros de la guardia que se habían unido a Marcos en busca de aventuras. Ya puede imaginarse lo que estos hombres hicieron. Los golpes dados con las palancas, las escobillas y los sables, únicas armas de que disponían los artilleros, llovían a su alrededor como una granizada; pero eran parados de firme, y cada estocada devuelta hacía rodar a un hombre.

Marcos Divès recibió a quemarropa dos pistoletazos, uno de los cuales le cubrió de humo la mejilla izquierda y el otro le arrebató el sombrero; pero al mismo tiempo, el contrabandista, encorvándose sobre la silla y alargando el brazo, atravesó al corpulento oficial de los bigotes rubios y le clavó a uno de los cañones. Después, se puso derecho, y mirando alrededor, con las cejas fruncidas y en tono sentencioso, dijo:

—Ya están todos despachados; los cañones son nuestros.

Para abarcar el conjunto de tal escena hay que imaginarse la refriega que tenía lugar en la meseta de las Mineras; los aullidos, los relinchos de los caballos, los gritos de ira, la huída de unos, arrojando las armas para correr más de prisa, el encarnizamiento de otros; más allá del barranco, las escalas, cubiertas de uniformes blancos y erizadas de bayonetas; los montañeses, situados en la rampa, defendiéndose desesperadamente; las vertientes de la ladera, el camino y, sobre todo, la parte baja de los parapetos, cubiertos de muertos y heridos; el tropel de enemigos, con el fusil al hombro, los oficiales en medio de ellos, apresurándose por seguir el movimiento; por último, Materne, de pie en la cima del talud, con la carabina en alto, cogida por el cañón, la boca abierta hasta las orejas, llamando a voz en grito a su hijo Frantz, que llegaba con el pelotón, precedido del señor Juan Claudio, para ayudar a la defensa. Hay que imaginarse también el ruido de la multitud de disparos que se hacían, de las descargas, ya cerradas, ya sucesivas, y, sobre todo, los gritos lejanos, vagos, terribles, interrumpidos por prolongados lamentos, que iban a morir en los ecos de los montes. Todo aquello concentrado en un solo instante y en una sola mirada: tal era el cuadro que debemos tener ante los ojos.

Pero Divès no era hombre que se entregara a la contemplación, y no perdió tiempo en hacer reflexiones poéticas sobre el tumulto y el encarnizamiento de la batalla. Bastole una mirada para hacerse cargo de la situación, y arrojándose del caballo, se dirigió al cañón más próximo, que se hallaba cargado; cogió las palancas de ajuste para cambiar la dirección, apuntó al pie de las escalas y, aplicando una mecha encendida que encontró por allí, hizo fuego.

Un momento después se oyeron, en la lejanía, clamores extraños, y el contrabandista, mirando a través del humo, vio una brecha sangrienta en las filas del enemigo. Agitó entonces los brazos en señal de triunfo, y los montañeses, encaramados en los parapetos, le respondieron con un hurra general.

—¡Vamos! ¡Pie a tierra!—dijo Divès a sus hombres—; no hay que dormirse. ¡Aquí un cartucho! ¡Una bala! ¡Ahora, estopa! Nosotros somos los que vamos a limpiar el camino. ¡Cuidado!

Los contrabandistas se colocaron en posición, y el fuego continuó contra los uniformes blancos con entusiasmo. Las balas atravesaban de una punta a otra las filas enemigas. A la décima descarga, hubo un clamor general de «¡Sálvese quien pueda!»

—¡Fuego!, ¡fuego!—gritaba Marcos.

Y los defensores de las trincheras, apoyados finalmente por la tropa de Frantz y dirigidos por Hullin, volvieron a tomar las posiciones que habían por un momento perdido.

Al cabo de unos segundos no se vieron en la ladera mas que fugitivos, muertos y heridos. Eran las cuatro de la tarde; la noche se acercaba. La última bala cayó en la calle de Grand-Fontaine y, rebotando en la esquina del abrevadero, derribó la chimenea de El Buey Rojo.

Cerca de seiscientos hombres perecieron aquel día. No fueron pocos los montañeses muertos; pero los kaiserlicks fueron muchos más. Y sin el cañoneo de Divès todo se hubiera perdido, porque los defensores eran menos de uno contra diez, y el enemigo comenzaba a hacerse dueño de la trinchera.

XVI

Los alemanes, amontonados en Grand-Fontaine, huían en bandadas hacia Framont, unos a pie, otros a caballo, aligerando el paso, arrastrando pesados cajones, arrojando las mochilas y mirando para atrás, como si temieran que los franceses les fueran a los alcances.

En Grand-Fontaine, todo lo destruían por venganza, forzaban puertas y ventanas, maltrataban a las gentes, exigían comidas y bebidas sin dilación y perseguían a las muchachas hasta los graneros. Los gritos, las imprecaciones, las órdenes de los jefes, las lamentaciones de los aldeanos, el rumor sordo, continuo, de pasos que se elevaba del puente de Framont, el relinchar penetrante de los caballos heridos, todo aquello subía como un zumbido confuso hasta los parapetos.

En la ladera sólo se veían armas, chacós y muertos; en una palabra, los residuos de una gran derrota. Enfrente se aparecían los cañones de Marcos Divès enfilados hacia el valle y dispuestos a hacer fuego en caso de un nuevo ataque.

Todo había afortunadamente acabado. Y, sin embargo, ni un solo grito se elevaba de las trincheras; las pérdidas de los montañeses habían sido muy dolorosas en el último asalto. El silencio que siguió al tumulto tenía algo de solemne, y cuantos hombres lograron escapar a la carnicería se miraban unos a otros con gravedad, como admirados de volverse a ver. Algunos llamaban al amigo; otros, al hermano, que no respondía, y dirigiéndose en su busca por la trinchera, a lo largo de los parapetos o por la rampa, gritaban: «¡Eh! ¡Jacobo, Felipe! ¿Eres tú?»

Mientras tanto, iba acercándose la noche; sus tonos grises se extendían por los atrincheramientos y por el abismo, envolviendo en el misterio aquellas horribles escenas. La gente iba y venía entre los despojos de la batalla sin reconocerse.

Materne, después de haber secado la bayoneta, llamó a sus hijos con voz ronca.

—¡Eh! ¡Kasper! ¡Frantz!

Y al ver que se acercaban entre sombras, les preguntó:

—¿Sois vosotros?

—Sí; nosotros somos.

—¿No tenéis nada?

—No.

La voz del cazador, que era sorda al principio, ahora temblaba, y quedamente añadió:

—¡Nos hallamos otra vez los tres reunidos!

Y el cazador, del que no podía decirse que era nada cariñoso, besó a sus hijos con frenesí, lo cual sorprendió a éstos sobremanera. Mas al oír un ruido que se escapaba del pecho de su padre, algo así como sollozos interiores, ambos jóvenes se quedaron atónitos y no pudieron dejar de pensar: «¡Cómo nos quiere! ¡Nunca hubiéramos creído esto!»

Frantz y Kasper se sintieron también conmovidos hasta las entrañas.

Pero en seguida, el anciano, dominando su emoción, exclamó:

—¡Está bien, hijos míos! ¡La jornada ha sido dura! ¡Vamos a beber un trago, porque tengo sed!

Dirigieron los tres una última mirada hacia el talud sombrío, y viendo los centinelas que de treinta en treinta pasos acababa de poner Hullin al pasar, se encaminaron juntos hacia la vieja alquería.

Iban atravesando la trinchera, llena de muertos, levantando los pies al sentir algún objeto blando, cuando oyeron una voz ahogada que decía:

—¿Eres tú, Materne?

—¡Ah! ¡Pobre amigo Rochart, perdón!—respondió el cazador inclinándose—; ¡te he tocado! Pero ¿cómo? ¿Estás todavía aquí?

—Sí... No puedo andar..., porque me faltan las piernas.

Permanecieron los tres silenciosos, y el leñador añadió luego:

—Dile a mi mujer que detrás del armario, en una media, hay cinco escudos de seis libras; los había reservado... por si caíamos enfermos uno u otro... Pero yo no necesito nada ya.

—¡Ya veremos, ya veremos!... No hay que perder la esperanza de salvarse, amigo mío. Ahora vamos a trasladarte.

—No, no merece la pena; no duraré más de una hora; ya habrá ocasión de que me lleven.

Materne, sin responder, hizo una seña a Kasper para que cruzara la carabina a modo de angarilla con la suya, y a Frantz le indicó que colocara encima al leñador, a pesar de sus lamentos, lo cual quedó hecho en un instante, y de este modo llegaron juntos a la casa.

Todos los heridos que durante el combate se habían sentido con fuerzas para llegar a la ambulancia se encontraban allí. El doctor Lorquin y su colega Despois, que llegó en el transcurso de la acción, tuvieron que trabajar de firme, y no hay que creer que la tarea se había acabado.

Cuando Materne, sus hijos y Rochart atravesaban el obscuro pasillo alumbrado por la luz de una linterna, oyeron a la izquierda un grito que les heló la sangre en las venas, y el leñador, medio muerto, exclamó:

—¿Por qué me traéis aquí? No quiero, no... No consentiré que me hagan nada.

—Abre la puerta, Frantz—dijo Materne con la frente cubierta de un sudor frío—; ¡abre pronto!

Frantz empujó la puerta, y vieron en una gran mesa de cocina, en medio de la sala baja, cuyo techo era de anchas vigas obscuras, rodeado de seis velas de sebo, al joven Colard, tendido cuan largo era, dos hombres sujetándole los brazos, y una cubeta debajo. El doctor Lorquin, con las mangas de la camisa dobladas hasta los codos y una sierra corta, de tres dedos de ancha, en la mano, se hallaba ocupado en cortar una pierna al pobre muchacho, mientras que Despois manejaba una gran esponja. La sangre espejeaba en la cubeta; Colard estaba más pálido que la muerte. Catalina Lefèvre, de pie, a su lado, con un paquete de hilas sobre los brazos, parecía serena; pero de tanto apretar los dientes, dos profundas arrugas surcaban sus mejillas, a los lados de su ganchuda nariz. La anciana tenía los ojos fijos en el suelo y no veía nada.

—¡Se ha terminado!—dijo el doctor volviéndose.

Y dirigiendo una mirada hacia los recién llegados, dijo:

—¡Eh! ¿Es usted, señor Rochart?

—Sí, yo soy; pero no quiero que nadie me toque. Prefiero acabar así.

El doctor levantó una vela, le miró e hizo un gesto.

—¡Vamos, amigo mío! ¡Ha perdido usted mucha sangre, y si esperamos un poco será demasiado tarde.

—¡Tanto mejor! ¡Ya he sufrido bastante en mi vida!

—Como usted quiera. Pasemos a otro.

Había una larga fila de jergones en el fondo de la sala; los dos últimos estaban vacíos, y en ellos se veían grandes manchas de sangre. Materne y Kasper colocaron en el más apartado al leñador, mientras que Despois se acercaba a otro herido diciéndole:

—¡Nicolás, ha llegado tu hora!

Entonces Nicolás Cerf se levantó con el rostro pálido y los ojos desencajados de terror.

—Dadle una copa de aguardiente—dijo el doctor.

—No; prefiero fumarme una pipa.

—¿Dónde está tu pipa?

—En el chaleco.

—Bien; aquí la tienes. ¿Y el tabaco?

—En el bolsillo del pantalón.

—Pues cargue usted la pipa, Despois. Este hombre tiene valor; ¡muy bien! Da gusto ver hombres de corazón. Vamos a cortarle el brazo en dos tiempos y tres movimientos.

—¿No sería posible conservarlo, señor Lorquin, para dar de comer a mis hijos? ¡Es lo único que tengo!

—No; el hueso está triturado y no se puede reducir. Encienda usted la pipa, Despois. Ten, Nicolás, fuma, fuma.

El desgraciado comenzó a fumar sin ninguna gana.

—¿Estamos?—preguntó el doctor.

—Sí—respondió Nicolás con voz ahogada.

—Bien. ¡Cuidado, Despois! ¡Lave usted!

El doctor, con un cuchillo grande, hizo rápidamente un corte circular en la carne. Nicolás rechinó los dientes. La sangre saltó. Despois se ocupaba en ligar algo. La sierra rechinó durante dos segundos, y el brazo cayó pesadamente al suelo.

—Esto es lo que se llama una operación bien terminada—dijo Lorquin.

Nicolás había dejado de fumar; la pipa se desprendió de sus labios. David Schlosser, de Walsh, que había sujetado al herido, le soltó. Lorquin envolvió el muñón en unos trapos blancos, y Nicolás, sin ayuda de nadie, fue a acostarse de nuevo al jergón.

—¡Otro que está despachado! Limpie usted bien la mesa, Despois, y pasemos a otro—dijo el doctor mientras se lavaba las manos en una jofaina.

Cada vez que Lorquin decía «Pasemos a otro», los heridos se estremecían de terror, a causa de los gritos que habían oído y de los cuchillos que habían visto relucir; pero ¿qué hacer? Todas las habitaciones de la casa, las trojes, los dos cuartos de arriba, todo se hallaba ocupado. No quedaba libre mas que la sala grande para la gente de la alquería. Era, pues, preciso operar a la vista de aquellos a quienes, más tarde o más temprano, había de llegar el turno.

Cuanto hemos descrito sucedió en pocos instantes. Materne y sus hijos contemplaban tales escenas como se contemplan las cosas horribles, para saber lo que son; luego vieron en un rincón, a la izquierda, debajo del reloj antiguo de loza, un montón de brazos y piernas. Allí había ido a parar el brazo de Nicolás, y ahora se ocupaban los doctores en extraer una bala del hombro de un montañés del Harberg, de rojas patillas, para lo cual hacían a éste anchas incisiones en forma de cruz en la espalda, cuya carne se estremecía, y de los velludos costados del herido la sangre corría hasta las botas.

¡Cosa extraña! El perro Plutón, situado detrás del doctor, miraba aquello con aire atento, como si comprendiera de lo que se trataba, y de vez en cuando estiraba las patas y arqueaba el lomo, abriendo la boca hasta las orejas.

Materne no pudo ver más.

—¡Vámonos!—dijo.

Apenas hubieron entrado en el obscuro pasillo, oyeron exclamar al doctor: «¡Aquí está la bala!»

Lo cual debió causar una gran alegría al hombre del Harberg.

Una vez fuera, Materne, respirando el aire frío con toda la fuerza de sus pulmones, exclamó:

—¡Y cuando pienso que hubiera podido sucedernos lo mismo!

—Sí—respondió Kasper—; recibir una bala en la cabeza, eso no es nada; pero que le descuarticen a uno de esa manera y tener luego que pasar el resto de su vida pidiendo limosna...

—¡Bah! ¡Yo haría como Rochart!—exclamó Frantz—; acabaría de una vez. Tiene razón el viejo: cuando uno ha cumplido su deber, ¿por qué ha de tener miedo? ¡Dios es justo y lo ve todo!

En tal momento, el ruido de unas voces fue elevándose a la derecha de los interlocutores.

—Son Marcos Divès y Hullin—dijo Kasper, después de prestar atención.

—Sí; seguramente vienen de poner parapetos detrás del pinar para defender los cañones—añadió Frantz.

Escucharon otra vez; los pasos se acercaban.

—Tú mismo no sabes qué hacer con esos tres prisioneros—decía Hullin con brusquedad—; pero puesto que vas a volver esta noche al Falkenstein para traer municiones, ¿por qué no te los llevas?

—¿Y dónde los meto?

—¡Pardiez! En la prisión municipal de Abreschwiller; nosotros no podemos tenerlos aquí.

—¡Bien, bien!; comprendido, Juan Claudio. Y si quieren escaparse en el camino, los atravieso con el sable por la espalda.

—¡Eso, ni que decir tiene!

Llegaron ambos a la puerta, y Hullin, al ver a Materne, no pudo reprimir un grito de entusiasmo.

—¡Eh! ¿Eres tú, amigo mío?; hace una hora que te busco. ¿Dónde demonio estabas?

—Hemos traído al pobre Rochart a la ambulancia, Juan Claudio.

—¡Ah!, ¡qué dolor!

—Sí, ¡qué dolor!

Hubo un momento de silencio; luego la satisfacción del jefe, sobreponiéndose a todo, le hizo exclamar:

—La cosa no tiene nada de alegre; pero, ¿qué quiere usted?, son consecuencias de la guerra. Y vosotros, ¿no tenéis nada?

—No, estamos los tres sanos y salvos.

—Tanto mejor, tanto mejor. Los que hayan salido con bien pueden gloriarse de tener suerte.

—Sí—exclamó Marcos Divès riendo—; yo veía llegado el momento en que Materne iba a tener que tocar llamada; sin los cañonazos de última hora, a fe mía, la cosa tomaba mal cariz.

Materne enrojeció, y dirigiendo al contrabandista una mirada torva, dijo ásperamente:

—Puede ser; pero sin los cañonazos del comienzo no hubiéramos tenido necesidad de los del fin; el pobre Rochart y otros cincuenta hombres tendrían sus brazos y piernas, lo cual nada dañaría nuestra victoria.

—¡Bah!—interrumpió Hullin, que veía iniciarse una disputa entre los dos hombres, poco conciliadores por naturaleza—; dejemos eso; todo el mundo ha cumplido con su deber, que es lo principal.

Y luego, dirigiéndose a Materne, añadió:

—Acabo de enviar un parlamentario a Framont para comunicar a los alemanes que pueden venir a retirar sus heridos. Sin duda llegarán antes de una hora; hay que avisar a las avanzadas para que les dejen acercarse, pero sin armas y con antorchas; si vienen de otro modo, hay que recibirlos a tiros.

—Voy allí en seguida—respondió el cazador.

—¡Eh, Materne! Volverás pronto a casa con tus hijos para cenar.

—Bien, Juan Claudio, iremos.

Materne se alejó.

Hullin ordenó a Frantz y a Kasper que encendieran grandes hogueras en el vivaque para la noche; a Marcos, que diera avena a los caballos, para ir sin pérdida de tiempo a traer municiones, y al ver que ambos se marchaban, Juan Claudio penetró en la alquería.

XVII

Al final del pasillo obscuro estaba el patio de la casa de labor, al que se descendía por cinco o seis escalones desgastados. A la izquierda se alzaban el granero y el lagar; a la derecha, las cuadras y el palomar, cuyo negro mojinete se destacaba del cielo obscuro y tormentoso; por último, frente por frente a la puerta, se hallaba el lavadero.

Ningún ruido de fuera llegaba hasta allí; Hullin, después de tantas escenas tumultuosas, quedose sobrecogido por aquel profundo silencio, y miraba gavillas de paja amontonadas entre las vigas de la troje hasta cerca del techo, los rastrillos, los arados, los carros, que se perdían en la sombra de los cobertizos, con un sentimiento de paz y bienestar indefinibles. Un gallo cacareaba entre las gallinas, recostadas junto a la pared. Un gato cruzó como el relámpago y desapareció por la entrada del sótano. Hullin creía despertar de un sueño.

Después de algunos minutos de aquella silenciosa contemplación, dirigiose lentamente hacia el lavadero, cuyas tres ventanas brillaban en medio de las tinieblas. A este local se había trasladado la cocina del cortijo, que no bastaba para disponer el alimento de trescientos o cuatrocientos hombres.

El señor Juan Claudio oyó la fresca voz de Luisa que daba órdenes en un tonillo decidido que le sorprendió:

—¡Vamos, vamos, Katel!—decía—, acabemos pronto; la hora de cenar se acerca, y nuestras gentes deben tener apetito. ¡Sin tomar nada desde las seis de la mañana y batiéndose constantemente! No les hagamos esperar. ¡Pronto, pronto! Lesselé, muévase usted; traiga la sal, la pimienta...

El corazón de Juan Claudio se estremeció de alegría al oír aquella voz, y el anciano, antes de entrar, no pudo dejar de mirar un momento por la ventana. La cocina era grande, pero baja de techo, y estaba blanqueada. Una viva hoguera de troncos de haya chisporroteaba en el llar, envolviendo con sus doradas espirales la negra superficie de una enorme olla. La campana de la chimenea, muy alta y estrecha, bastaba apenas para dar salida a las nubes de humo que se desprendían del llar. Sobre el fondo rojo de este cuadro se recortaba el bello perfil de Luisa, con la falda recogida para moverse fácilmente, el rostro iluminado con los más vivos colores y el talle ajustado por un corpiño rojo que dejaba al descubierto sus redondos hombros y su esbelto cuello. Allí se encontraba la joven en plena actividad, yendo y viniendo de un lado a otro, probando las salsas con cierto airecillo de suficiencia, saboreando el caldo, aprobándolo o censurándolo todo.

—Otro poco de sal, otro de esto, otro de aquello—decía la joven—. Lesselé, ¿cuándo acabará usted de desplumar ese gallo? A ese paso no concluiremos nunca.

Era encantador ver a Luisa dar órdenes de aquella manera, y Hullin la miraba con los ojos llenos de lágrimas.

Las dos hijas mayores del anabaptista—una de ellas alta, delgada y pálida, de pies anchos y bajos, que calzaban zapatos redondos, de cabellos rojos, recogidos en una cofia de tafetán negro y vistiendo un traje azul que le caía en largos pliegues hasta los talones; la otra, gruesa, mofletuda, que andaba como los patos, levantando los pies con gran lentitud y balanceándose de un lado a otro—, aquellas dos jóvenes formaban con Luisa el más extraño contraste.

Por su parte, Katel iba y venía muy sofocada, sin decir nada, y Lesselé, con aire pensativo, lo hacía todo con medida y compás.

Por último, el anabaptista, sentado en el fondo del lavadero, en una silla de madera, con las piernas cruzadas, la mirada alta, el gorro de algodón echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos del casacón, contemplaba aquella escena como si estuviera maravillado, y de vez en cuando decía en tono sentencioso:

—Lesselé, Katel, obedeced, hijas mías; que esto os sirva de enseñanza; aún no conocéis el mundo, y hay que andar más de prisa.

—Sí, sí, hay que moverse—decía Luisa—. ¿Qué sería de nosotras, Dios mío, si tuviéramos que reflexionar semanas y meses para echar una cabeza de ajo en un guisado? Lesselé, usted que es más alta, alcánceme esa ristra de cebollas que está colgada del techo.

Y la joven obedecía.

Hullin no había experimentado en toda su vida mayor satisfacción.

—¡Qué bien sabe hacer que se mueva la gente!—se decía el anciano—; ¡je, je, je!; es un húsar, un ama de casa; no hubiera podido sospecharlo, ¡tan pronto!

Por fin, al cabo de cinco minutos, luego de haberlo visto todo, Hullin se decidió a entrar, diciendo:

—¡Valor, hijas mías!

En aquel momento, Luisa mantenía en el aire una cuchara con salsa; lo abandonó todo y corrió a arrojarse en los brazos del anciano, gritando:

—Papá Juan Claudio, papá Juan Claudio, ¿es usted? ¿No está usted herido? ¿No tiene usted nada?

Hullin, al oír aquellas palabras salidas del corazón, palideció y no pudo responder. Sólo después de un largo silencio, y reteniendo entre sus brazos cariñosamente a su hija, pudo al fin contestar con voz balbuciente:

—No, Luisa, no; estoy bueno y soy muy feliz.

—Siéntese usted, Juan Claudio—dijo el anabaptista viéndole temblar de emoción—; aquí tiene mi silla.

Hullin se sentó, y Luisa, sentándose en sus rodillas y echándole los brazos al cuello, comenzó a llorar.

—¿Qué te pasa, hija mía?—decía el buen hombre en voz baja, mientras la besaba—. Vamos, tranquilízate. ¡Tú! ¡Tan animosa como te veía hace un momento!

—¡Oh, sí! Sacaba fuerza de flaqueza; pero tenía mucho miedo, porque pensaba: «¿Por qué no volverá?»

La joven rodeó con sus brazos el cuello de Hullin, y asaltándole de repente una idea extraña, cogió de la mano al anciano y gritó:

—Vamos, papá Juan Claudio, bailemos, bailemos.

Y le hizo dar dos o tres vueltas.

Hullin, sonriendo a su pesar, se volvió hacia el anabaptista, que permanecía serio como siempre, y le dijo:

—Estamos algo locos, Pelsly; no debe usted extrañarse de ello.

—No, Hullin, es natural. El mismo rey David, después de haber vencido a los filisteos, bailó delante del arca.

Juan Claudio, asombrado de parecerse al rey David, no respondió.

—Y dime, Luisa—añadió luego deteniéndose—, ¿no has tenido miedo durante la última batalla?

—¡Oh! En los primeros momentos, todo aquel ruido de cañonazos...; pero después no he pensado mas que en usted y en mamá Lefèvre.

Juan Claudio permaneció silencioso:

—Ya sabía yo que esta muchacha era valiente—pensaba el anciano—. No le falta nada.

Luisa entonces le cogió de la mano, le condujo frente a un batallón de ollas que se alineaban alrededor del fuego y le enseñó, con aire de triunfo, toda la cocina.

—Aquí está la vaca, aquí el asado, aquí la cena del general Juan Claudio, y aquí el caldo para los heridos. ¡Ah! ¡Bien nos hemos movido! Lesselé y Katel pueden decirlo. Y aquí está la gran hornada que hemos hecho—dijo la joven mostrando una larga hilera de panecillos dispuestos sobre la mesa—. Mamá Lefèvre y yo hemos amasado.

Hullin la oía presa del mayor asombro.

—Pero no es esto todo—añadió Luisa—; venga por aquí.

La joven quitó la cubierta de hierro que tapaba la boca del horno, al fondo del cuarto de cola, y rápidamente se esparció por la cocina un olor de tortas de manteca que alegraba los corazones.

El señor Juan Claudio se sintió conmovido ante aquello.

En tal momento entró la señora Lefèvre diciendo:

—Vamos, es preciso poner la mesa; todo el mundo está esperando. Vamos, Katel, vaya usted a poner el mantel.

La voluminosa joven salió corriendo.

Y todos juntos, atravesando el patio en fila, se dirigieron hacia la sala. El doctor Lorquin, Despois, Marcos Divès, Materne y sus dos hijos, gente toda de buen diente y de apetito magnífico, esperaban la cena con impaciencia.

—¿Y nuestros heridos, doctor?—preguntó Hullin al entrar.

—Todo está terminado, señor Juan Claudio. El trabajo que usted nos ha dado ha sido rudo, pero el tiempo es favorable y no son de temer las fiebres pútridas; todo se presenta bien.

Katel, Lesselé y Luisa entraron en seguida llevando una enorme sopera que humeaba y dos suculentos asados de vaca, que depositaron en la mesa. Todos se sentaron sin ceremonia, Materne a la derecha de Juan Claudio y Catalina Lefèvre a la izquierda. A partir de aquel momento el ruido de las cucharas y tenedores y el glogloteo de las botellas substituyeron a la conversación hasta las ocho y media de la noche. A través de los cristales de las ventanas se veía el resplandor de grandes hogueras, que anunciaban que los guerrilleros se disponían a hacer honor a la cocina de Luisa, y aquello contribuía a la satisfacción de los invitados.

A las nueve, Marcos Divès se hallaba de camino hacia el Falkenstein con los prisioneros. A las diez, todos dormían en la alquería y en la meseta de la montaña, alrededor de las hogueras del vivaque.

Sólo se interrumpía el silencio de tarde en tarde, por el ruido de los pasos de las rondas y por el «¿quién vive?» de los centinelas.

Así terminó aquella jornada, en la que los montañeses mostraron que no había degenerado la vieja raza.

Otros acontecimientos, no menos graves, iban en breve a suceder a los que acababan de tener lugar; porque en este mundo, apenas vencido un obstáculo, se presentan otros nuevos. La vida humana se asemeja a un mar agitado: una ola sigue a otra, desde el antiguo al nuevo mundo, y nada puede detener este movimiento eterno.

XVIII

Durante la batalla, y hasta que cerró la noche, los habitantes de Grand-Fontaine habían visto al loco Yégof, de pie, en la cima del pequeño Donon, con su corona en la cabeza y el cetro en alto, transmitiendo órdenes, como un rey merovingio a sus imaginarios ejércitos. Lo que aconteció en el espíritu de aquel desdichado cuando vio a los alemanes en completa derrota nadie puede saberlo. Al sonar el último cañonazo, el loco desapareció. ¿Dónde se había refugiado? He aquí lo que cuentan a este propósito las gentes de Tiefenbach:

En aquel tiempo vivían en el Bocksberg dos seres singulares, dos hermanas: una llamada Catalina la Pequeña, y la otra Berbel la Grande. Estas dos andrajosas criaturas se habían establecido en la caverna de Luitprandt, así llamada, según las antiguas crónicas, porque el rey de los germanos, antes de descender a Alsacia, mandó enterrar bajo aquella bóveda inmensa, de asperón rojizo, a los jefes bárbaros que habían muerto en la batalla de Blutfeld. La fuente termal que constantemente brota en medio de la caverna defendía a las dos hermanas de los rigores del frío del invierno, y el leñador Daniel Horn, de Tiefenbach, había tenido la caridad de cerrar la entrada de la cueva con grandes montones de brezos y retamas. Al lado del caliente manantial se encuentra otro de agua fría como la nieve y límpida como el cristal. Catalina la Pequeña, que bebía de esta fuente, no tenía cuatro pies de altura; era pesada, gordinflona, y su rostro siempre lleno de asombro, sus redondos ojuelos y su enorme papera le daban el singular aspecto de una gran pava en meditación. Todos los domingos llevaba Catalina a la aldea de Tiefenbach una cesta, que llenaban aquellos buenos aldeanos de patatas cocidas, pedazos de pan y, algunas veces—los días de fiesta—, de tortas y otros restos de sus festines. Entonces la pobre mujer, casi sin aliento, volvía a la cueva cantando y riendo muy ufana y cogiendo de los cercados lo que a su alcance estaba. Berbel la Grande se guardaba mucho de beber de la fuente fría. Era aquella mujer enjuta, tuerta y escurrida como un murciélago; tenía la nariz roma, las orejas caídas y los ojos chispeantes. Vivía del botín que su hermana hacía, y nunca bajaba del Bocksberg; pero en el mes de julio, al llegar el tiempo de los grandes calores, sacudía, desde lo alto de su ladera, un cardo seco en dirección de las mieses de todos aquellos que no habían llenado regularmente el cesto de Catalina, lo cual atraía sobre las propiedades condenadas tormentas terribles, el granizo y grandes plagas de ratas y topos. Así es que se temían las salidas de Berbel tanto como la peste, y por todas partes se le llamaba Wetterhexe[7], mientras que la pequeña Catalina pasaba por ser el genio benéfico de Tiefenbach y de las cercanías. De esta manera, Berbel vivía tranquilamente cruzada de brazos y su hermana era la que tenía que ir de la Ceca a la Meca.

Desgraciadamente para las dos hermanas, Yégof había establecido hacía muchos años su residencia de invierno en la caverna de Luitprandt. De allí partía en la primavera para visitar sus innumerables castillos y pasar revista a sus leales hasta Geiersteid, en el Hundsrück. Todos los años, pues, a fines de noviembre, después de las primeras nieves, volvía el loco con su cuervo, lo que arrancaba siempre gritos de desesperación a Wetterhexe.

—¿De qué te quejas?—decía Yégof instalándose tranquilamente en el mejor sitio—. ¿No vivís vosotras en mis dominios? Demasiado bueno soy, pues soporto a dos valkyrias inútiles en el Valhalla de mis antepasados.

Entonces Berbel, furiosa, le llenaba de injurias, y Catalina cloqueaba con visible mal humor; pero el loco, sin hacerles caso, encendía su vieja pipa de boj y comenzaba a contar sus lejanas peregrinaciones a los espíritus de los guerreros germanos enterrados en la caverna hacía diez y seis siglos, llamándoles por sus nombres y hablándoles como si estuviesen vivos. Ya puede comprenderse con cuánta alegría veían ambas mujeres la llegada del loco; era para ellas una verdadera calamidad. Ahora bien: aquel año, no habiendo vuelto Yégof, las dos hermanas le creyeron muerto, y se regocijaron con la idea de no verle más. Por entonces, Wetterhexe había observado desde hacía varios días mucha agitación en los desfiladeros cercanos, de gentes que marchaban en masa, con el fusil al hombro, en dirección del Falkenstein y del Donon. Indudablemente algo extraordinario pasaba. La bruja, que recordaba que el año anterior Yégof había referido a las almas de los guerreros que sus innumerables ejércitos no tardarían en invadir el país, experimentaba una vaga inquietud. Berbel hubiera querido saber cuál era la causa de aquella agitación, pero nadie subía a la peña, y Catalina, después de su excursión del domingo precedente, no se prestaba a moverse por todo el oro del mundo.

En tal situación, la Wetterhexe iba y venía por el monte, cada vez más inquieta e irritada. Durante la jornada del sábado, los acontecimientos se desarrollaron de diferente manera. Desde las nueve de la mañana, sordas y profundas detonaciones resonaron como truenos de una tempestad en los mil ecos de la montaña, y muy a lo lejos, hacia el Donon, rápidos relámpagos rasgaban el cielo entre las cumbres de los montes; y después, al acercarse la noche, detonaciones más secas y más formidables aún resonaron al fondo de los desfiladeros silenciosos. A cada disparo parecía que las cimas del Hengst, del Gantzlée, del Giromani y del Grosmann contestaban hasta las profundidades del abismo.

—¿Qué es esto?—se preguntaba Berbel—. ¿Ha llegado el fin del mundo?

Y entrando en la cueva y viendo a Catalina agazapada en un rincón pelando una patata, la sacudió violentamente, gritándole con voz aguda:

—¡Idiota! ¿No oyes nada? ¿No tienes miedo? ¡Tú comes, bebes, gritas, y eso te basta! ¡Oh! ¡Qué monstruo!

Berbel le arrebató la patata con furor y sentose temblando de indignación cerca del manantial caliente, del que ascendían hasta la bóveda grandes nubes grises. Media hora después, cuando las tinieblas se hicieron muy profundas y el frío llegó a ser excesivo, la bruja encendió una hoguera con ramas de brezos, que proyectó sus pálidos reflejos en los macizos de piedra rojiza, hasta el fondo del antro, donde dormía Catalina con los pies metidos en la paja y las rodillas cerca de la barba. Fuera había cesado el ruido. Wetterhexe separó la maleza para dirigir una mirada hacia la ladera; luego volvió a sentarse cerca del fuego, y cerrando los flojos párpados, con la ancha boca contraída, que acusaba grandes arrugas circulares alrededor de sus mejillas, trajo hacia sí una vieja manta de lana y pareció amodorrarse. Sólo se oyó entonces, a largos intervalos, el ruido del vapor condensado que caía de la bóveda en la fuente produciendo un chapoteo extraño.

Aquel silencio duró cerca de dos horas. La media noche se aproximaba cuando, de improviso, un ruido lejano de pasos, mezclado con clamores discordantes, se oyó en la ladera. Berbel prestó atención y pudo convencerse de que eran gritos humanos. Levantose llena de espanto, y, provista del maléfico cardo, se deslizó hasta la entrada de la cueva; separó la maleza y vio, a unos cincuenta pasos, al loco Yégof que avanzaba a la luz de la Luna; venía solo y gesticulaba, hendiendo el aire con su cetro, como si millares de seres invisibles le rodeasen.

—¡A mí, Roug, Bled, Adelrico!—gritaba con voz atronadora, con la barba erizada, suelta la cabellera roja y la piel de perro alrededor del brazo a guisa de escudo—. ¡A mí! ¿Me oís, por fin? ¿No veis que llegan? Aquí los tenéis cayendo del cielo como los buitres. ¡A mí, los hombres rojos, a mi! ¡Acabemos con esta raza de perros! ¡Ah, ah! ¿Eres tú, Minau; eres tú, Rochart?...—Y nombraba a los muertos del Donon con sangrientas burlas, desafiándolos como si estuviesen presentes; después retrocedía paso a paso, golpeando en el aire, lanzando imprecaciones, llamando a los suyos, forcejeando como en una refriega. Aquella extraña lucha con seres invisibles causó a Berbel un terror supersticioso, y sintiendo que sus cabellos se erizaban, quiso ocultarse; pero en el mismo instante un vago rumor le obligó a volverse, y ¡cuál no sería su espanto al ver que el manantial caliente hervía con más fuerza que de costumbre, y que grandes nubes de vapor se desprendían de él, avanzando en dirección de la puerta!

Y mientras que, semejantes a fantasmas, estas espesas nubes avanzaban lentamente, de improviso apareció Yégof gritando con voz seca:

—¡Por fin estáis aquí! ¡Ya me habéis oído!

Luego, con movimiento rápido, el loco separó los obstáculos de la entrada; el aire glacial penetró por la bóveda y los vapores se esparcieron en el cielo inmenso, retorciéndose y escapándose por encima de la peña, como si los muertos de aquel día y los de los pasados siglos hubiesen vuelto a comenzar en otras esferas el combate eterno.

Yégof, con el rostro contraído, a la pálida luz de la Luna, empuñando el cetro, con la amplia barba extendida sobre el pecho y los ojos centelleantes, saludaba a cada fantasma con un gesto y lo llamaba por su nombre, diciendo:

—¡Salud, Bled; salud, Roug! ¡Y todos vosotros, valientes, salud!... La hora que aguardáis desde hace siglos se acerca; las águilas afilan sus picos, la tierra tiene sed de sangre. ¡Acordaos del Blutfeld!

Berbel estaba anonadada, inmovilizada por el terror; mas las últimas nubes no tardaron en huir de la caverna, desvaneciéndose en el azul infinito.

Entonces Yégof penetró bruscamente en la cueva y se sentó cerca del manantial, con la cabeza entre las manos, los codos en las rodillas y contemplando con mirada huraña cómo hervía el agua.

Catalina acababa de despertarse, y graznaba como cuando se solloza; Wetterhexe, más muerta que viva, observaba los movimientos del loco desde el rincón más obscuro del antro.

—¡Ya han salido todos de la tierra!—exclamó de repente Yégof—. ¡Todos, todos! ¡No queda ninguno! ¡Ellos reanimarán el espíritu de la gente joven y le inspirarán el desprecio a la muerte!

Y levantando su pálida faz, en la que se marcaban las huellas de un dolor agudo, y fijando en Wetterhexe sus ojos de lobo, dijo:

—¡Oh, mujer, descendiente de las estériles Valkyrias! ¡Tú no has recogido en tu seno el aliento de los guerreros para devolverles la vida! Tú, que nunca has llenado sus profundas copas en la mesa del festín, ni les has presentado la carne humeante del jabalí Sarimar, ¿para qué sirves? ¿Para hilar sábanas? Pues bien; toma la rueca y trabaja noche y día, porque millares de jóvenes esforzados se acuestan en la nieve... Han combatido con ardor... Han cumplido con su deber, sí; pero no ha llegado la hora... ¡Ahora los cuervos se disputan sus despojos!

Y con rabiosa y espantable voz, arrancándose la corona con ambas manos, en las que quedaron prendidos gran número de cabellos, gritó enfurecido:

—¡Oh, raza maldita! ¡Siempre serás tú la que se oponga a nuestro paso! Sin ti ya hubiéramos conquistado a Europa, y los hombres rojos serían los señores del mundo! ¡Y yo me he humillado ante el jefe de esa raza de perros!... ¡Yo le he pedido su hija en vez de tomarla y llevármela, como hace el lobo con la oveja! ¡Ah! ¡Huldrix! ¡Huldrix!...

Y deteniéndose, añadió en voz baja:

—¡Escucha, escucha, valkyria!

El viejo levantó la mano con aire solemne.

Wetterhexe escuchó; una ráfaga de viento acababa de oírse en el silencio de la noche, agitando los bosques seculares cubiertos de escarcha. ¡Cuántas veces la bruja había oído gemir el cierzo en las noches de invierno y ni prestó siquiera atención! ¡Pero ahora sentía miedo!

Mientras la bruja, toda temblorosa, atendía, oyose fuera un grito ronco, y casi inmediatamente el cuervo Hans, penetrando en la cueva, comenzó a describir grandes círculos bajo la bóveda, agitando las alas como si estuviese azorado y lanzando lúgubres graznidos.

Yégof se quedó pálido como un muerto.

—¡Vod, Vod!—exclamó el viejo con voz desgarradora—, ¿qué te ha hecho tu hijo Luitprand? ¿Por qué le prefieres a otro cualquiera?

Y durante algunos segundos permaneció como anonadado; pero de repente, poseído de un feroz entusiasmo, y blandiendo su cetro, se lanzó fuera de la caverna.

Dos minutos después, Wetterhexe, de pie a la entrada de la cueva, le seguía con mirada llena de ansiedad.

El loco marchaba en línea recta, con la cabeza erguida y a grandes pasos; hubiérase dicho que era una fiera que iba a caza de alimento. Hans le precedía, revoloteando de un sitio a otro.

Y no tardaron en desaparecer ambos tras el desfiladero del Blutfeld.

XIX

Aquella noche, hacia las dos de la madrugada, comenzó a nevar; al despuntar el día hubo necesidad de ponerse en movimiento y de darle de firme a las suelas.

Los alemanes habían abandonado Grand-Fontaine, Framont y Schirmeck. Lejos, muy lejos, en las llanuras de Alsacia, se veían unos puntos negros, que eran sus batallones en retirada.

Hullin se despertó muy temprano y dio una vuelta por el vivaque; se detuvo unos instantes a contemplar la meseta, los cañones que apuntaban hacia el desfiladero, los guerrilleros tendidos alrededor de las hogueras y los centinelas con el fusil al brazo. Luego, habiendo quedado satisfecho de la revista, entró en la casa de labor, en la que aún dormían Luisa y Catalina.

Una claridad gris se esparcía en la habitación. Algunos heridos, en la sala contigua, empezaban a sentir el delirio de la fiebre y se les oía llamar a sus mujeres y a sus hijos. Poco después, un rumor de voces, un ruido de idas y venidas, rompieron el silencio de la noche. Catalina y Luisa se despertaron y vieron a Juan Claudio, sentado cerca de la ventana, que las miraba con ternura. Avergonzadas de ser más perezosas que él, las dos mujeres se levantaron y corrieron a sus brazos.

—¿Qué hay?—preguntó Catalina.

—Pues nada, se han marchado; quedamos dueños del camino, como había previsto.

Aquella confianza no pareció tranquilizar a la anciana labradora, que no pudo dejar de mirar a través de los cristales para ver la retirada de los alemanes hacia el fondo de Alsacia. A pesar de todo, durante el resto del día su rostro grave conservó la impresión de una inquietud indefinible.

Entre ocho y nueve de la mañana llegó el señor Saumaize, cura de la aldea de Charmes. Descendieron algunos montañeses hasta el pie del monte para recoger a los muertos; abriose a la derecha de la casa de labor una ancha fosa, en la que guerrilleros y kaiserlicks, con sus vestidos, sus sombreros, sus chacós y sus uniformes, fueron colocados unos al lado de otros. El señor Saumaize, un cura anciano de cabeza blanca, leyó las antiguas preces de difuntos con esa voz rápida y misteriosa que nos penetra hasta el fondo del alma y por las que parece convocar a las generaciones pasadas para que den cuenta a las presentes de los horrores de ultratumba.

Durante todo el día llegaron muchos carruajes y schlittes[8] para trasladar a los heridos, que pedían a grandes voces ser llevados a sus aldeas. El doctor Lorquin, temeroso de aumentar la excitación que los desgraciados sufrían, se veía obligado a acceder a su petición. Cerca de las cuatro de la tarde, Catalina y Hullin se hallaron solos en la sala grande. Luisa había ido a preparar la cena. Fuera, espesos copos de nieve continuaban cayendo del cielo, depositándose en el borde de las ventanas, y a cada instante se veía partir un trineo silenciosamente con un enfermo sumergido en un lecho de paja; unas veces era una mujer y otras un hombre los que conducían al caballo de la brida. Catalina, sentada cerca de la mesa, doblaba los vendajes con aire preocupado.

—¿Qué le pasa a usted, Catalina?—preguntó Hullin—. Desde esta mañana veo a usted pensativa, a pesar de que nuestros asuntos marchan bien.

La labradora, separando lentamente la ropa que arreglaba, respondió:

—Es verdad, Juan Claudio; estoy inquieta.

—¡Inquieta! ¿Y por qué? El enemigo está en plena retirada. Hace un momento Frantz Materne, a quien había mandado que hiciera un reconocimiento, y todos los peatones de Piorette, de Jerónimo y de Labarbe han venido a decirme que los alemanes regresan a Mutzig. Materne padre y Kasper, después de enterrar a los muertos, han averiguado en Grand-Fontaine que no se ve nada anormal del lado de San Blas de la Peña. Todo lo cual prueba que nuestros dragones de España han rechazado al enemigo en la carretera de Senones y que éste teme verse envuelto por Schirmeck. Por lo tanto, no comprendo, Catalina, la razón de su inquietud.

Y como Hullin la mirase con aire interrogativo, la labradora dijo:

—Usted va a reírse de mí, pero óigame: he tenido un sueño.

—¿Un sueño?

—Sí; el mismo que tuve en «El Encinar».

Luego, Catalina animose y, con voz casi irritada, prosiguió:

—Usted dirá lo que quiera, Juan Claudio, pero un peligro nos amenaza... Sí, sí; ya sé que esto no tiene para usted ningún valor... Pero, por otra parte, no era tampoco un sueño; era como una antigua historia que se reproduce, una cosa que se vuelve a ver en sueños y que se conoce. Vea usted: estábamos, como hoy, después de una gran victoria, en alguna parte..., yo no sé dónde..., en una especie de barracón de madera, de gruesas vigas, rodeado de una empalizada. No pensábamos en nada; todas las personas que veía me eran conocidas; estaba usted, estaba también Marcos Divès, el viejo Duchêne y muchos otros ancianos ya muertos; mi padre y el abuelo Hugo Rochart, del Harberg, el tío de éste que acaba de morir, todos con anguarinas de paño pardo, las barbas abundantes y el cuello descubierto. Habíamos obtenido la misma victoria que ayer y bebíamos en grandes vasijas de barro rojo, cuando, de repente, oyose un grito de: «¡El enemigo vuelve!» Y Yégof, a caballo, con sus barbas fluviales, su corona de puntas, un hacha en la mano, brillantes los ojos como los de un lobo, se apareció ante mí, entre las sombras de la noche. Corro hacia él, empuñando una estaca; el loco me espera a pie firme... y desde aquel momento ya no veo más... Sólo siento un agudo dolor en el cuello, un sudor frío que me baña el rostro y tengo la impresión de que mi cabeza se bolea al extremo de una cuerda; era el miserable de Yégof que había atado mi cabeza a la silla de su caballo y que galopaba—dijo la labradora con tal acento de convicción, que Hullin se estremeció.

Hubo algunos instantes de silencio, y Juan Claudio, saliendo de su estupor, contestó:

—¡Es un sueño!... Yo también suelo tener sueños... Ayer se afectó usted demasiado, Catalina; aquel ruido..., aquellos gritos...

—No—respondió la anciana con gran firmeza reanudando su labor—; no es eso. Si le he de decir toda la verdad, le aseguro que durante la batalla, y hasta el momento en que el cañón tronaba contra nosotros, no he tenido miedo; de antemano estaba segura que no podíamos ser derrotados; ¡eso lo había visto yo hace mucho tiempo!...; pero ahora tengo miedo.

—Pero los alemanes han evacuado Schirmeck; la línea de los Vosgos está bien defendida y tenemos más gente de la que necesitamos, sin contar la que se nos une a cada momento.

—No importa.

Hullin se encogió de hombros y dijo:

—Vamos, vamos; usted tiene fiebre, Catalina; cálmese y procure pensar en cosas alegres. Todos esos sueños me importan poco y me río de ellos como del gran turco con su pipa y sus medias azules. Lo principal es vivir prevenidos, tener municiones, cañones y hombres; eso vale más que todos los sueños...

—¿Se ríe usted de lo que digo, Juan Claudio?

—No; pero al oír a una mujer de buen juicio y de gran valor hablar como usted lo hace, no hay más remedio que pensar en Yégof, que se jacta de haber vivido mil seiscientos años.

—¡Quién sabe—dijo la anciana con obstinación—si él se acuerda de lo que los otros han olvidado!

Hullin iba a referir a Catalina la conversación que había tenido el día anterior, en el vivaque, con el loco, pensando que éste sería el mejor medio de quitar a la anciana sus lúgubres preocupaciones; pero al verla de acuerdo con Yégof en el capítulo de los mil seiscientos años, el buen hombre no dijo nada y prosiguió su paseo silenciosamente, cabizbajo y pensativo. «Está loca—pensaba—; la más ligera agitación acabará con ella para siempre.»

Catalina, después de reflexionar un instante, iba a decir algo, cuando Luisa entró, rápida como una golondrina, gritando con dulce voz:

—¡Mamá Lefèvre, mamá Lefèvre! ¡Una carta de Gaspar!

Entonces la labradora, cuya nariz aguileña se había encorvado hasta tocar los labios, a causa de la indignación que le producía ver cómo Hullin tomaba a broma su sueño, levantó la cabeza, y los grandes surcos de sus mejillas desaparecieron.

Catalina cogió la carta, miró el lacre rojo y dijo a la joven:

—Dame un beso, Luisa; son buenas noticias.

Luisa abrazó y besó a la anciana con frenesí.

Hullin se había aproximado, muy alegre por aquel incidente, y el cartero Brainstein, con sus recios zapatos humedecidos por la nieve, las manos apoyadas en un garrote y los hombros caídos, permanecía en la puerta con aire de cansancio.

La anciana se puso las gafas, abrió la carta con cierto recogimiento, ante las miradas impacientes de Juan Claudio y Luisa, y leyó en alta voz:

«La presente, madre mía, tiene por objeto comunicarle que todo marcha bien y que he llegado el martes por la tarde a Falsburgo, en el preciso momento en que se cerraban las puertas. Los cosacos estaban ya en la ladera de Saverne y hemos tenido que pasar la noche tiroteando sus avanzadas. Al día siguiente se presentó un parlamentario intimándonos que rindiéramos la plaza. El comandante Meunier le contestó que se marchara con la música a otra parte, y tres días después un diluvio de bombas y obuses comenzó a caer sobre la ciudad. Los rusos tienen tres baterías; una en la falda de Mittelbronn, otra en Las Barracas de lo alto, y la tercera detrás del tejar de Pernette, cerca del abrevadero; pero las balas candentes son las que hacen más daño, porque queman las casas de arriba abajo, y cuando el incendio se declara en alguna parte, comienzan a caer obuses a su alrededor, que impiden a las gentes extinguirlo. Las mujeres y los niños no salen de los blocaos; los paisanos permanecen con nosotros en las murallas; son gente animosa y hay entre ellos algunos veteranos de las campañas del Sambre y Mosa, de Italia y de Egipto, que no han olvidado el manejo de las piezas. Me estremece verlos, con sus grandes bigotes grises, pegados a los cañones, para apuntar bien. Puedo asegurarle que con ellos no hay metralla que se pierda. Después de haber hecho temblar al mundo, es duro verse obligado a defender, en los días de la vejez, su choza y su último pedazo de pan...»

—Sí, es duro—exclamó la señora Catalina, secándose los ojos—; de pensarlo solamente da pena.

Después, la anciana prosiguió:

«Anteayer, el gobernador ordenó un ataque para destruir los depósitos de municiones del tejar. Ya sabrá usted que los rusos rompen el hielo del abrevadero para bañarse en pelotones de veinte a treinta y que en seguida se meten, para secarse, en los hornos de ladrillos. Pues bien; a eso de las cuatro, al ponerse el Sol, salimos por la poterna del arsenal, subimos a los caminos cubiertos y nos encaminamos por la avenida de las Vacas, con el fusil al brazo y a paso de carga. Diez minutos después comenzamos a hacer fuego graneado sobre los que se hallaban en el abrevadero. Los restantes salieron del tejar, sin tener tiempo mas que para colocarse las cartucheras, tomar el fusil e ir a ponerse en filas, completamente desnudos en la nieve como verdaderos salvajes. A pesar de esto, los miserables, que eran diez veces más numerosos que nosotros, iniciaron un movimiento hacia la derecha, en dirección de la capillita de San Juan, con el objeto de rodearnos; pero las baterías del arsenal descargaron sobre ellos un huracán de mil demonios, como no he visto otro en mi vida; la metralla se llevaba filas enteras de enemigos. Al cabo de un cuarto de hora, todos en masa comenzaron a retirarse hacia Cuatro Vientos, sin recoger sus equipos, con los oficiales a la cabeza y las municiones de la posición a retaguardia. El señor Juan Claudio se hubiera reído de lo lindo al ver este desastre. En fin, cuando cerró la noche, volvimos a la ciudad, después de haber destruido los depósitos de balas y de haber arrojado dos cañones de ocho a los pozos del tejar. Tal ha sido nuestra primera expedición. Hoy le escribo desde Las Barracas del Encinar, adonde hemos venido para buscar vituallas con que abastecer la plaza. Todo esto puede durar aún varios meses. He oído decir que los aliados suben por el valle de Dosenheim hasta Weschem, y que invaden por millares el camino de París... ¡Ah! ¡Si quisiera Dios que el emperador ganase la partida en Lorena o en la Champaña, no iba a escaparse uno solo! En fin, quien viva verá... Ahora tocan a retirada; volvemos a Falsburgo. Hemos recogido no pocas vacas y cabras en las cercanías, y será preciso batirse para que lleguen sanas y salvas a la ciudad. Hasta la vista, madre mía, mi querida Luisa, papá Juan Claudio; abrazo a todos con efusión, como si les tuviera entre mis brazos.»

Al acabar la lectura, Catalina Lefèvre se enterneció.

—¡Qué buen muchacho!—exclamó la anciana—; no atiende mas que a su deber. En fin..., está bien... Ya lo oyes, Luisa, te abraza, con efusión.

Luisa se precipitó en los brazos de Catalina, y ambas mujeres se besaron; la labradora, a pesar de la entereza de su carácter, no pudo contener dos gruesas lágrimas, que siguieron los surcos de sus mejillas. Luego, tranquilizándose, dijo:

—¡Vamos, vamos; todo marcha bien! Venga usted, Brainstein, que le voy a dar un trozo de carne y un vaso de vino. Además, aquí tiene un escudo de seis libras por la caminata; yo quisiera darle lo mismo todas las semanas por una carta semejante.

El peatón, encantado de tan buena suerte, siguió a la anciana; Luisa iba detrás, y Juan Claudio marchaba tras ella, impaciente por interrogar a Brainstein sobre lo que había sabido por el camino referente a los acontecimientos que se desarrollaban; pero no pudo sacarle nada nuevo, sino que los aliados bloqueaban Bitche y Lutzelstein y que habían perdido varios centenares de hombres en el intento de forzar el desfiladero del Graufthal.

XX

Hacia las diez de la noche, Catalina Lefèvre y Luisa, después de haber dado las buenas noches a Hullin, subieron a su habitación, que estaba encima de la sala grande, para acostarse. Había allí dos amplios lechos de plumas, con colgaduras de tela a rayas azules y rojas, que se elevaban hasta el techo.

—Vamos—exclamó la labradora encaramándose a una silla—; que duermas bien, hija mía; yo no puedo más y voy a caer rendida.

Catalina se tapó con la manta, y cinco minutos después dormía profundamente.

Luisa no tardó en seguir su ejemplo.

De este modo habían transcurrido dos horas, cuando la anciana despertó sobresaltada por un tumulto espantoso.

—¡A las armas! ¡A las armas!—gritaban por todas partes—. ¡Eh! ¡Por aquí! ¡Mil centellas! ¡Que vienen!

Cinco o seis disparos se sucedieron, iluminando los cristales envueltos en la obscuridad.

—¡A las armas! ¡A las armas!

Nuevos disparos se oyeron. La gente iba de un lado a otro, corriendo.

La voz de Hullin, seca, vibrante, sobresalía dando órdenes.

A la izquierda de la alquería, bastante lejos, resonaba como un chisporroteo sordo y profundo, en los puertos del Grosmann.

—¡Luisa, Luisa!—gritó la labradora—; ¿no oyes?

—¡Sí!... ¡Oh, Dios mío, es terrible!

Catalina saltó de la cama.

—Levántate, hija mía—añadió—; vamos a vestirnos en seguida.

Los disparos aumentaban, y sus fogonazos cruzaban por los cristales como relámpagos.

—¡Cuidado!—gritó Materne.

Oíanse también los relinchos de un caballo que se hallaba fuera y las recias pisadas de una muchedumbre de gentes que andaban por el pasillo, por el patio y delante de la alquería; la casa parecía conmoverse hasta sus cimientos.

De repente, sonaron unos disparos en las ventanas de la sala baja. Las dos mujeres se vestían apresuradamente. En aquel momento, unas pisadas fuertes resonaron en la escalera; abriose la puerta, y Hullin apareció con una linterna en la mano, pálido el rostro, los cabellos desgreñados y temblándole las mejillas.

—¡Vamos, de prisa!—exclamó—; no tenemos un minuto que perder.

—¿Pero qué pasa?—preguntó Catalina.

El ruido de las descargas se acercaba.

—¡Vamos!—gritó Juan Claudio levantando los brazos—; ¿cree usted que hay tiempo de explicarlo?

La anciana comprendió que no tenía mas que obedecer, y cogiendo su manto bajó la escalera con Luisa. Al resplandor intermitente de los fogonazos, Catalina vio a Materne, con el pecho al aire, y a su hijo Kasper disparando desde el umbral del pasillo hacia las barricadas; diez hombres, situados detrás de ellos, les pasaban los fusiles cargados, de suerte que no tenían mas que encañonar y hacer fuego. Todas aquellas figuras apelotonadas, que cargaban las armas y se las alargaban unos a otros, tenían un terrible aspecto. Tres o cuatro cadáveres, tendidos junto a la pared derruida, añadían una nota lúgubre al horror del combate; el humo penetraba dentro de la casucha.

Al llegar a lo alto de la escalera, Hullin gritó:

—¡Ya están aquí, gracias a Dios!

Y todos los valientes que allí se encontraban, levantando la cabeza, gritaron:

—¡Animo, señora Lefèvre!

Entonces, la pobre mujer, dominada por tantas emociones, rompió a llorar, apoyándose en el hombro de Juan Claudio; pero éste la tomó en sus brazos como una pluma y salió corriendo a lo largo del muro, a la derecha; Luisa les seguía sollozando.

Fuera no se oía mas que el silbido de las balas, y golpes sordos en la pared; la cal se desconchaba, las tejas caían a tierra, y frente por frente, en dirección de las barricadas, a trescientos pasos, se veían los uniformes blancos, alineados, que se iluminaban con los fogonazos de sus propios disparos, en la noche obscura, y a la izquierda, al otro lado del barranco de las Minas, se divisaba a los hombres de la sierra que cogían de flanco al enemigo.

Hullin desapareció tras el ángulo de la casa de labor; allí la obscuridad era completa, y apenas se veía al doctor Lorquin, a caballo delante de un trineo, empuñando un espadón de caballería y un par de pistolas de arzón al cinto, y a Frantz Materne, al frente de una docena de hombres armados de fusiles, que temblaba de ira. Hullin colocó a Catalina en el trineo sobre un montón de paja, y Luisa se sentó a su lado.

—¡Vamos, ya están ustedes aquí!—exclamó el doctor—; gracias a Dios.

Y Frantz Materne agregó:

—Si no fuera por usted, señora Lefèvre, crea que ni uno solo abandonaría esta noche el monte; pero por usted no hay nada que decir.

—No—gritaron los demás—; nada tenemos que decir.

En aquel momento, un hombre fornido, de piernas largas como las de una garza real, y cargado de espaldas, pasó corriendo por detrás de la pared, gritando:

—¡Que vienen!... ¡Sálvese el que pueda!

Hullin palideció.

—Es el amolador del Harberg—dijo Juan Claudio, rechinando los dientes.

Frantz no dijo nada, y, llevándose la carabina al hombro, apuntó e hizo fuego.

Luisa vio al amolador, distante unos treinta pasos, que alzaba los brazos en la obscuridad y caía de bruces a tierra.

Frantz volvió a cargar el arma sonriendo de extraño modo.

Hullin dijo:

—Camaradas: aquí tenéis a nuestra madre, la que nos ha dado la pólvora y la que nos ha mantenido para que defendamos la patria; aquí tenéis también a mi hija; ¡salvadlas!

Todos contestaron a una voz:

—Las salvaremos o moriremos con ellas.

—Y no olvidéis decir a Divès que permanezca en el Falkenstein hasta nueva orden.

—Esté usted tranquilo, señor Juan Claudio.

—¡Pues en marcha, doctor, en marcha!—exclamó el valiente guerrillero.

—¿Y usted, Hullin?—dijo Catalina.

—Mi sitio es éste; hay que defender la posición hasta la muerte.

—¡Papá Juan Claudio!—gritó Luisa, tendiéndole los brazos.

Pero el guerrillero doblaba ya la esquina; el doctor arreó el caballo, y el trineo se deslizó por la nieve. Detrás de él, Frantz Materne y sus hombres, con las carabinas al hombro, apresuraban el paso, mientras que el ruido de las descargas continuaba alrededor de la casa.

Esto fue todo lo que Catalina Lefèvre y Luisa vieron en el transcurso de algunos minutos. Sin duda había sucedido algo extraño y terrible aquella noche. La anciana, acordándose de su sueño, permanecía silenciosa. Luisa se secaba las lágrimas y dirigía miradas angustiosas hacia la meseta, iluminada como por un incendio. El caballo saltaba al recibir los golpes del doctor, y los hombres de la escolta seguían a duras penas el trineo. Durante largo tiempo oyéronse los tumultos y clamores del combate, las descargas y el silbido de las balas que segaban la maleza; pero todo esto fue diminuyendo cada vez más, y al llegar a la parte baja del sendero, todo desapareció como si fuese un sueño.

El trineo acababa de llegar a la otra vertiente de la montaña y volaba, como una flecha, en las tinieblas. Sólo turbaba el silencio el galope del caballo, la respiración anhelante de la escolta y, de vez en cuando, el grito del doctor: «¡Eh, Bruno! ¡Arriba, vamos!»

Ráfagas de aire frío, ascendiendo de los valles del Sarre, traían de muy lejos, como un suspiro, los rumores eternos de los torrentes y de los bosques. La Luna, filtrándose entre las nubes, alumbraba de lleno las selvas sombrías del Blanru, con sus grandes abetos cargados de nieve.

Diez minutos después llegaba el trineo a la linde de estos bosques, y el doctor Lorquin, volviéndose sobre la silla del caballo, preguntó:

—¿Qué hacemos ahora, Frantz? Este es el sendero que se dirige a las colinas de San Quirino, y este otro el que baja al Blanru. ¿Cuál tomamos?

Frantz y los hombres de la escolta se aproximaron. Como se encontraban entonces en la vertiente occidental del Donon, empezaban a distinguir, por el otro lado, en lo alto del cielo, el fuego de los alemanes que venían por el Grosmann. No se veía mas que los fogonazos, y algunos minutos después se oía la detonación retumbar en los abismos.

—El sendero de las colinas de San Quirino es el más corto—dijo Frantz—para ir al «Encinar»; por lo menos, adelantaremos tres cuartos de hora.

—Sí—exclamó el doctor—, pero nos exponemos a ser detenidos por los kaiserlicks, que han tomado ya el desfiladero del Sarre. Mirad, son dueños de las alturas; sin duda han enviado destacamentos hacia el Sarre-Rojo para rodear el Donon.

—Tomemos el sendero del Blanru—dijo Frantz—es más largo, pero es más seguro.

El trineo descendió a la izquierda, a lo largo de los bosques. Los guerrilleros, en fila, con el fusil a la espalda, marchaban por lo alto del talud, y el doctor, a caballo, iba por el camino en trinchera, abriéndose paso por entre las ramas de los árboles, proyectando su negra sombra sobre el sendero profundo, y la Luna alumbraba los alrededores. Aquel paso tenía algo tan pintoresco y majestuoso, que en cualquier otra circunstancia Catalina hubiese quedado maravillada al contemplarlo, y Luisa no hubiera dejado de admirar aquellas altas pirámides de escarcha, aquellos festones que relucían como el cristal, a la pálida luz de la Luna; pero entonces sus almas estaban llenas de inquietud. Además, cuando el trineo entró en el desfiladero, desapareció en absoluto la claridad, y sólo quedaron iluminadas las cimas de las altas montañas de alrededor. Iban caminando así hacía un cuarto de hora, en silencio, cuando Catalina, después de haber puesto muchas veces freno a su lengua, no pudiendo contenerse más, exclamó:

—Doctor Lorquin: puesto que nos tiene usted aquí, en el fondo del Blanru, y que puede usted hacer de nosotros lo que quiera, ¿quiere explicarme por qué se nos conduce por fuerza? Juan Claudio me tomó, me dejó en este montón de paja... y aquí estoy.

—¡Arre, Bruno!—murmuró el doctor.

Y luego respondió gravemente:

—Esta noche, señora Catalina, nos ha sucedido la mayor de las desgracias. No hay que culpar a Juan Claudio si, por la falta de otro, perdemos el fruto de nuestros sacrificios.

—¿La falta de quién?

—De ese desgraciado de Labarbe, que no ha sabido defender el desfiladero del Blutfeld. Bien es cierto que ha muerto cumpliendo con su deber; pero eso no repara el desastre, y si Piorette no llega a tiempo de socorrer a Hullin, todo se habrá perdido; será preciso abandonar el camino y batirnos en retirada.

—¡Cómo! ¿El Blutfeld ha sido tomado?

—Sí, Catalina. ¿Quién hubiera nunca pensado que los alemanes entrarían por allí? ¡Un desfiladero casi impracticable para los peatones, encajado entre rocas cortadas a pico, en el que hasta los pastores a duras penas pueden bajar con sus rebaños de cabras! Pues bien; han pasado por allí dos a dos, han rodeado la Peña Hueca, han destrozado a Labarbe y han caído sobre Jerónimo, que se ha defendido como un león hasta las nueve de la noche; pero, al fin, se vio obligado a refugiarse en el monte y dejar el paso libre a los kaiserlicks. Eso ha sido, en resumen, lo que ha pasado. Es espantoso. Debe haber alguna persona del país, bastante cobarde y bastante miserable, para guiar al enemigo a nuestras espaldas y para entregarnos a él atados de pies y manos. ¡Oh, el bandido!—exclamó Lorquin con voz colérica—; yo no soy malo, pero si el tal se pone a mi alcance, he de dejarle seco... ¡Arre, Bruno, arre!

Los guerrilleros seguían marchando por los lados del camino sin decir nada, como si fuesen sombras.

El trineo volvió a correr al galope del caballo; poco después moderó la marcha; el animal respiraba agitadamente.

La labradora permanecía silenciosa, tratando de ordenar aquellas nuevas ideas en su cabeza.

—Empiezo a comprender—dijo Catalina al cabo de algunos segundos—; esta noche hemos sido atacados de frente y de costado.

—Exactamente, Catalina; por fortuna, diez minutos antes del ataque, un hombre de Marcos Divès, el contrabandista Zimmer, que ha sido dragón, llegó a todo correr para prevenirnos. Sin este aviso, estábamos perdidos. El muy valiente cayó en nuestras avanzadas, después de haber atravesado un destacamento de cosacos en la meseta del Grosmann; el pobre hombre había recibido un sablazo terrible, y sus entrañas colgaban de la silla del caballo. ¿No es así, Frantz?

—Sí—respondió el cazador con voz sorda.

—¿Y qué dijo?—preguntó la anciana.

—No tuvo tiempo mas que para gritar: «¡A las armas!... ¡Estamos cercados!... Me envía Jerónimo...; Labarbe ha muerto... Los alemanes han pasado el Blutfeld.»

—¡Era un valiente!—murmuró Catalina.

—Sí, era un valiente—contestó Frantz inclinando la cabeza.

Quedó todo en silencio, y el trineo siguió avanzando por el valle tortuoso durante un largo espacio de tiempo. A cada instante era preciso detenerse, pues la nieve se hacía muy profunda. Entonces tres o cuatro de aquellos serranos de la escolta descendían de lo alto del talud, tomaban al caballo de la brida y se continuaba la marcha.

De repente Catalina pareció salir de su sueño, preguntando:

—De todos modos, ¿por qué no me ha dicho Hullin?...

—Si le habla de esos ataques—interrumpió el doctor—, usted hubiera querido quedarse allí.

—¿Y quién puede impedirme hacer lo que quiera? Si ahora mismo quisiera apearme del trineo, ¿no podría hacerlo?... He perdonado a Juan Claudio, y estoy arrepentida...

—¡Oh, mamá Lefèvre!, ¿y si muere mientras usted dice eso?—murmuró Luisa.

—Tiene razón la niña—pensó Catalina; y rápidamente añadió:

—Digo que estoy arrepentida; pero es un hombre tan valiente, que no se le puede tener rencor por lo que ha hecho. Le perdono de todo corazón; en su lugar, hubiera hecho lo mismo.

A doscientos o trescientos pasos de allí, los fugitivos penetraron en el desfiladero de las Rocas. La nieve había cesado de caer y la Luna brillaba entre dos grandes nubes, una blanca y otra negra. La estrecha garganta, bordeada de ingentes rocas cortadas a pico, se extendía bastante lejos, y sobre ambos lados los abetos gigantes se elevaban hasta perderse de vista. Nada turbaba en aquel lugar la calma de los grandes bosques; dijérase que se hallaban muy lejos todas las agitaciones humanas. El silencio era tan profundo, que se oían los pasos del caballo en la nieve, y, de vez en cuando, su entrecortada respiración. Frantz Materne se detenía algunas veces, dirigía una mirada hacia las laderas obscuras y luego apresuraba el paso para alcanzar a los demás.

Y los valles se sucedían unos a otros; el trineo subía, bajaba, volvía a la derecha, después a la izquierda, y los guerrilleros, con la bayoneta calada, seguían la marcha sin detenerse.

De este modo caminaron todos hasta las tres de la madrugada, en que llegaron a la pradera de Brimbelles, sitio en el cual se ve hoy todavía una hermosa encina que avanza sobre el camino, al dar la vuelta al valle. Al otro lado, hacia la izquierda, en medio de malezas cubiertas de nieve, detrás de un muro pequeño de piedra en seco y de las empalizadas de un jardinillo, comenzaba a descubrirse la vieja casa forestal del guarda Cuny, con sus tres colmenas puestas sobre una tabla, su antigua y nudosa parra, que trepaba por un colgadizo hasta el tejado, y su rama de abeto pendiente del canalón a guisa de muestra; porque Cuny tenía también el oficio de tabernero en aquellas soledades.

En tal sitio, como el camino que corre a lo largo de la parte superior del muro de la pradera está situado cuatro o cinco pies más arriba que ésta, y como en aquel momento una densa nube velase la Luna, el doctor, temiendo volcar, detúvose bajo la encina.

—No nos falta mas que una hora de camino—dijo Lorquin—. Animo, pues, señora Lefèvre; no tenemos prisa.

—Sí—dijo Frantz—; hemos pasado lo peor y podemos dar descanso al caballo.

La escolta se reunió alrededor del trineo; el doctor echó pie a tierra. Algunos hicieron lumbre con los eslabones para encender sus pipas; pero nadie decía una palabra; todo el mundo pensaba en el Donon. ¿Qué estaría pasando allí? ¿Lograría Juan Claudio sostenerse en la meseta hasta la llegada de Piorette? Tantas cosas tristes, tantas reflexiones desconsoladoras inundaban el alma de aquellos valientes, que nadie sentía deseos de hablar.

Cinco minutos llevarían de descanso bajo la encina centenaria, cuando, en el momento que la nube se separaba lentamente de la Luna y que la pálida luz de ésta penetraba hasta el fondo del desfiladero, a unos doscientos pasos de distancia de los fugitivos, se destacó en el sendero y entre los pinares una figura negra a caballo. Aquella figura, alta y sombría, no tardó en recibir un rayo de Luna; viose entonces distintamente que era un cosaco con su gorro de piel de cordero y que llevaba la lanza bajo el brazo, con la punta hacia atrás. Se adelantaba al paso; y ya Frantz había apuntado, cuando detrás de él apareció otra lanza y otro cosaco, y después otro... En toda la extensión del monte, sobre el fondo pálido del cielo, no se veían mas que banderolas en forma de cola de golondrina y el brillo de las lanzas de los cosacos, que avanzaban en fila, directamente hacia el trineo, pero sin apresurarse, como gentes que iban en busca de algo, unos alzando la vista y otros inclinándose en la silla para mirar entre la maleza. Eran, seguramente, más de treinta.

Júzguese cuál sería la emoción de Luisa y Catalina, que se hallaban en tal momento sentadas en medio del camino. Miraban ambas mujeres con la boca abierta. Un minuto más, y se encontrarían rodeadas de aquellos bandidos. Los guerrilleros parecían estupefactos; era imposible retroceder: por un lado había que saltar un muro del prado, y por el otro, era preciso trepar por la montaña. En su turbación, la pobre labradora cogió a Luisa por un brazo y gritó con voz alterada por el peligro:

—¡Huyamos al bosque!

Y quiso saltar por encima del trineo; pero sus pies no pudieron separarse de la paja.

De repente, uno de los cosacos dejó escapar una exclamación gutural, que recorrió toda la línea.

—¡Nos han descubierto!—gritó el doctor Lorquin sacando el sable.

Apenas había pronunciado estas palabras, doce disparos iluminaron el sendero de un extremo al otro, y verdaderos aullidos de salvajes contestaron a las detonaciones. Los cosacos desembocaron del sendero en el prado de enfrente, encorvados sobre sus caballos, con las piernas encogidas, a rienda suelta y corriendo a todo correr hacia la casa forestal, como ciervos perseguidos.

—¡Ah! huyen como diablos—gritó el doctor.

Pero Lorquin había hablado con sobrada ligereza; después de recorrer doscientos o trescientos pasos por el valle, los cosacos se apretujaron como una bandada de estorninos, describiendo un círculo, y con la lanza en ristre y la cara casi entre las orejas de sus caballos se lanzaron a todo correr contra los guerrilleros, gritando con voz ronca: «¡Hurra, hurra!»

Fue un momento terrible.

Frantz y sus compañeros se arrojaron sobre el muro para cubrir el trineo.

Dos segundos después, la confusión era indescriptible: chocaban las lanzas contra las bayonetas, y gritos de rabia respondían a las imprecaciones; a la sombra de la gran encina, por la que se filtraban algunos rayos de luz débil, no se veía mas que caballos encabritados, con las crines erizadas, tratando de saltar el muro del prado, y, por debajo, las figuras bárbaras de los cosacos, con los ojos relucientes, el brazo en alto, descargando tajos con furor, avanzando, retrocediendo y lanzando gritos tan espantosos que ponían los cabellos de punta.

Luisa, muy pálida, y Catalina, con la cabellera gris suelta, se hallaban de pie sobre la paja del trineo.

El doctor Lorquin, delante de ellas, paraba los golpes con su sable, y, mientras batía el hierro, les gritaba:

—¡Tendedse, con mil demonios, tendedse en el trineo!

Pero ellas no lo oían.

Luisa, en medio del tumulto y de aquellos feroces aullidos, no pensaba mas que en cubrir con su cuerpo a Catalina. La labradora—¡júzguese cuál sería su terror!—acababa de reconocer al loco Yégof montado en un caballo alto y flaco, con la corona de hojalata en la cabeza, la barba erizada, empuñando una lanza y con la amplia piel de perro flotando sobre sus hombros. Catalina le veía perfectamente, como en medio del día: allí estaba el viejo, y su lúgubre perfil se destacaba a unos diez pasos, con los ojos fulgurantes, blandiendo su larga flecha azul en las tinieblas y tratando de alcanzar a la labradora. ¿Qué hacer? ¡Someterse, sufrir su muerte!... Así los más firmes caracteres se sienten carcomidos por un destino fatal: la anciana se creía señalada de antemano; veía a aquellos hombres saltar como lobos, darse tajos y pararlos, a la luz de la Luna. Veía caer algunos combatientes; a los caballos, sueltas las bridas, huir por el prado... Veía, a la izquierda, que se abría el ventanuco más alto de la casa forestal, y el anciano Cuny, en mangas de camisa, apuntando con el fusil en dirección del grupo, pero sin atreverse a disparar... La anciana veía todas aquellas cosas con una lucidez extraña, y se decía: «El loco ha vuelto... Suceda lo que quiera, esto tiene que terminar como he visto en sueños, y mi cabeza colgará de la silla de su caballo...»

Todo, en efecto, parecía justificar sus temores. Los guerrilleros, muy inferiores en número, retrocedían. No tardó en producirse un remolino en el que se mezclaban los adversarios; los cosacos, franqueando el muro, llegaron al sendero, y un lanzazo, hábilmente dirigido, ensartó el moño de la anciana, quien sintió el hierro frío deslizarse hasta su nuca.

—¡Oh, miserables!—gritó al caer, mientras que, con ambas manos, se sostenía de las riendas.

También el doctor Lorquin acababa de ser derribado contra el trineo. Frantz y sus compañeros, acosados por veinte cosacos, no podían acudir a su socorro. Luisa sintió una mano posarse sobre su hombro; era la mano del loco, que trataba de asir a la joven desde lo alto de su gigantesco caballo.

En aquel instante supremo, la pobre niña, loca de terror, dejó escapar un grito de angustia, y viendo relucir algo en las tinieblas, las pistolas de Lorquin, las arrancó del cinto del doctor, con la rapidez del relámpago, e hizo fuego con las dos a la vez, quemando las barbas de Yégof, cuyo rostro rojizo se iluminó al resplandor de los fogonazos, y destrozando la cabeza de un cosaco que se inclinaba hacia ella con los ojos desencajados por insanos deseos. Rápidamente, se apoderó del látigo de Catalina, y de pie, pálida como una muerta, descargó varios latigazos sobre los lomos del caballo, que partió a escape. El trineo volaba entre la maleza, inclinándose ya a la derecha, ya a la izquierda. De repente se sintió un choque, y Catalina, Luisa, la paja, todo rodó por la nieve en el declive del barranco. El caballo se paró en firme, aculándose sobre los corvejones y arrojando espuma y sangre por la boca, pues había chocado con una encina.

A pesar de lo rápida que fue la caída, Luisa había visto algunas sombras pasar como el viento detrás del seto, y había oído una voz terrible, la voz de Marcos Divès, que gritaba: «¡Adelante! ¡Atravesadlos!»

Aquello no fue mas que una visión, una de esas apariciones confusas que se nos presentan ante los ojos en el último momento; pero, al levantarse la pobre niña, no tuvo ya la menor duda: a veinte pasos de allí, detrás de un grupo de árboles, se oía el choque de las armas y la voz de Marcos que gritaba: «¡Arriba, amigos míos!... ¡Que no haya cuartel!»

Después la joven vio una docena de cosacos que trepaban por la pendiente opuesta, entre los brezos, como si fuesen liebres, y más abajo, en un claro, a Yégof que atravesaba el valle, a la luz de la Luna, como un pájaro azorado. Oyéronse numerosos disparos, pero ninguno alcanzó al loco, el cual, alzándose sobre los estribos en plena carrera, se volvió, y agitando la lanza con aire altanero, prorrumpió en un ¡hurra! con esa voz penetrante de la garza que logra escaparse de las garras del águila y hiende los aires velozmente. Otros dos disparos partieron de la casa del guardabosque, llevándose un jirón de los andrajos del loco, que prosiguió su carrera, repitiendo los hurras con ronca voz y subiendo por el sendero que habían seguido sus camaradas.

Toda aquella visión desapareció como un sueño.

Entonces Luisa se volvió. Catalina estaba de pie a su lado, no menos estupefacta y no menos atenta que ella. Ambas mujeres se miraron un instante y luego se confundieron en un estrecho abrazo, con un sentimiento de bienestar indefinible.

—¡Nos hemos salvado!—murmuró Catalina.

Y las dos comenzaron a llorar.

—Te has portado admirablemente—decía la anciana—; es magnífico, es valiente lo que has hecho. Juan Claudio, Gaspar y yo podemos estar orgullosos de ti.

Luisa se hallaba agitada por una emoción tan profunda, que temblaba de pies a cabeza. Pasado el peligro, volvía a recobrar su carácter dulce, y ella misma no podía comprender el valor de que había dado pruebas pocos minutos antes.

Después de un breve silencio, encontrándose más tranquila, se disponían las dos mujeres a volver al camino, cuando vieron a cinco guerrilleros y al doctor que iban en su busca.

—¡Bien, Luisa! ¡Ya puede usted llorar cuanto quiera!—dijo Lorquin—; pero usted es un dragón, un verdadero demonio. Y ahora se hace la chiquita; pero todos hemos visto lo que ha hecho. Y a propósito, ¿dónde están mis pistolas?

En aquel momento se separaron las ramas y apareció Marcos Divès, con el espadón colgando de su mano, gritando:

—¡Bah, señora Catalina! ¡Estas sí que son emociones! ¡Con mil demonios! ¡Y qué suerte la de haber estado yo aquí! Porque esos miserables iban a desvalijarles de pies a cabeza.

—Sí—dijo la anciana mientras metía sus cabellos grises dentro de la cofia—; ha sido una gran fortuna.

—¡Sí; ha habido suerte, ya lo creo! No hace todavía diez minutos que llegué con el furgón a casa del tío Cuny. «No vayas al Donon—me dijo—, pues hace una hora que se ve el cielo rojo por ese lado... Seguramente allí arriba se están pegando de firme.» «¿Usted cree?»—contesté—. «A fe mía, sí.» «Entonces voy a mandar a Joson de explorador, para saber algo, y mientras tanto beberemos unas copas.» Pues bien, apenas había salido Joson, oigo unos gritos de dos mil demonios: «¿Qué es eso, Cuny?» «No sé»—me respondió—. Empujamos la puerta y vemos lo que pasaba: «¡Eh!—exclamó el contrabandista—; somos nosotros los que tenemos el fuego en casa.» Salto sobre mi Fox, y en marcha. ¡Qué suerte!

—¡Ah!—dijo Catalina—; si estuviéramos seguros de que nuestros asuntos del Donon fueran tan bien como aquí, podíamos estar satisfechos.

—Sí, sí; ya me ha contado Frantz; es el destino; siempre tiene que haber algo que salga mal—respondió Marcos—. En fin..., en fin... Todavía permanecemos allí, con los pies hundidos en la nieve; esperemos que Piorette no dejará que aplasten a sus camaradas, y vamos a vaciar las copas, que aun están medio llenas.

Cuatro contrabandistas llegaron en tal momento diciendo que el miserable Yégof podía fácilmente volver con otra cuadrilla de bandidos de su jaez.

—Es verdad—contestó Divès—. Vamos a regresar al Falkenstein, puesto que así lo ha ordenado Juan Claudio; pero no podemos llevarnos el furgón, pues nos impediría ir por el atajo, y dentro de una hora esos bandidos caerían sobre nuestras espaldas. Entremos un poco en casa de Cuny; a Catalina y a Luisa no sentará mal tomar un trago, ni a los otros tampoco; así cobrarán ánimo. ¡Arre, Bruno!

Marcos cogió al caballo de la brida... Se acababa de colocar en el trineo a dos hombres heridos. Otros dos habían perecido en el encuentro, junto a seis u ocho cosacos que quedaban tendidos en la nieve, con las piernas abiertas; todo fue abandonado, y los supervivientes se dirigieron a la casa del guardabosque. Frantz se consolaba, al fin, de no encontrarse en el Donon. Había despanzurrado a dos cosacos, y la vista de la casa le puso de bastante buen humor. Delante de la puerta se hallaba el furgón de las municiones. Cuny salió exclamando:

—¡Sea bien venida la señora Lefèvre! ¡Qué noche para las mujeres! Siéntense las señoras. ¿Qué pasa en el Donon?

Mientras que se vaciaba la botella apresuradamente, fue preciso explicar lo sucedido otra vez. El buen anciano, vestido de una sencilla casaca y de un calzón verde, con la cara llena de arrugas y la cabeza calva, escuchaba con los ojos fijos, uniendo las manos y gritando:

—¡Dios mío, Dios mío! ¡En qué tiempos vivimos! No se puede andar por las carreteras sin correr el peligro de ser atacado. ¡Esto es peor que las antiguas historias de los suecos!

Y el anciano movía la cabeza.

—Vamos—gritó Divès—; el tiempo vuela. ¡En marcha! ¡En marcha!

Todos salieron. Los contrabandistas condujeron el furgón, que contenía varios millares de cartuchos y dos barriles de aguardiente, a trescientos pasos de allí, en medio del valle, y desengancharon los caballos.

—Vosotros, seguid marchando—gritó Marcos al resto de la caravana—; dentro de pocos minutos os alcanzaremos.

—Pero ¿qué vas a hacer con este furgón?—preguntó Frantz—. Puesto que no tenemos tiempo de llevarlo al Falkenstein, mejor sería dejarlo en el cobertizo de Cuny que abandonarlo en medio del camino.

—Sí, para que ahorquen al pobre viejo cuando vuelvan los cosacos, que estarán aquí antes de una hora. No tengas cuidado; se me ha ocurrido una idea.

Frantz se unió al trineo que se alejaba. No tardaron los fugitivos en dejar atrás la fábrica de aserrar del marqués; después torcieron a la derecha, para llegar a la casa de «El Encinar», cuya elevada chimenea se descubría sobre la meseta, a tres cuartos de legua. Marcos Divès y su gente llegaron gritando:

—¡Alto! ¡Pararse un poco! ¡Mirad allá abajo!

Todos volvieron la vista hacia el fondo del desfiladero, y vieron a los cosacos caracolear alrededor del carro de municiones, en número que no bajaría de doscientos o trescientos.

—¡Que llegan! ¡Salvémonos!—exclamó Luisa.

—Esperad un poco—dijo el contrabandista—; no tenemos nada que temer.

Y no había éste acabado de pronunciar tales palabras cuando una sábana inmensa de fuego extendió sus dos alas rojas de una a otra montaña, iluminando los bosques hasta las copas de los árboles, las peñas y la casita del guardabosque, situada a mil quinientos metros más abajo; después se oyó una detonación tan fuerte, que la tierra se estremeció hasta sus entrañas.

Y mientras cuantos contemplaban el grandioso espectáculo se miraban unos a otros deslumbrados y mudos de espanto, resonó una formidable carcajada de Marcos Divès, que se mezcló al zumbido que vibraba en los oídos de aquéllos.

—¡Ja, ja, ja!—exclamaba el contrabandista—; estaba seguro que los miserables se detendrían alrededor del furgón para beberse el aguardiente, y que la mecha tendría tiempo de prender en la pólvora... ¿Creen ustedes que nos perseguirán? Sus brazos y sus piernas han volado a las copas más altas de los abetos... ¡Vamos, arre! ¡Quiera el cielo que suceda lo mismo a cuantos acaban de pasar el Rin!...

La escolta, los guerrilleros, el doctor, todo el mundo permanecía silencioso. Tantas y tan terribles emociones sugerían a cada cual pensamientos inacabables, que nunca se presentan en la vida ordinaria. Y cada uno se decía: «¿Qué sucede a los hombres para destruirse de esta manera, para atormentarse, para destrozarse, para arruinarse así? ¿Qué se han hecho para odiarse de tal modo? ¿Qué espíritu, qué impulso feroz les anima, si no es el mismo espíritu del mal?»

Unicamente Divès y su gente no se conmovían por aquellos sucesos, y sin dejar de galopar, riendo y alborotando, gritaba el contrabandista:

—Nunca he visto una fogarata parecida... ¡Ja, ja, ja! Hay que reírse mil años...

Pero, al poco tiempo, Marcos quedose pensativo y dijo:

—Todo esto debe venir de Yégof. Es preciso estar ciego para no comprender que ha sido él quien ha guiado a los alemanes al Blutfeld. Sentiría que le hubiese alcanzado un trozo del carro; le reservo algo mejor que eso. Lo que más deseo es que continúe bien de salud, hasta que nos encontremos un día cara a cara, en cualquier lugar apartado del bosque. Que esto sea dentro de un año, de dos, de veinte, poco importa, con tal que suceda. Mientras más tiempo espere más ganas tendré; las buenas tajadas se comen frías, como la cabeza de jabalí con vino blanco.

El contrabandista decía tales palabras de una manera sencilla; pero los que le conocían adivinaban en ellas algo peligrosísimo para Yégof.

Media hora después, todos llegaron a la meseta de «El Encinar».

XXI

Jerónimo de San Quirino se había retirado hacia la granja, y desde media noche ocupaba la meseta.

—¿Quién vive?—gritaron los centinelas al aproximarse la escolta del trineo.

—Somos nosotros, los de la aldea de Charmes, respondió Marcos Divès con voz tonante.

Los de Jerónimo se adelantaron para reconocer a los que llegaban y los dejaron pasar.

En la granja reinaba un silencio profundo; un centinela, arma al brazo, se paseaba delante de las trojes, en las que dormían sobre montones de paja unos treinta hombres. Catalina, al ver las sombrías techumbres, los viejos cobertizos, los establos, toda aquella antigua morada donde había pasado su juventud, donde se había deslizado la apacible y laboriosa existencia de su padre y de su abuelo y que ella iba a abandonar quizá para siempre, experimentó una angustia terrible; pero nada dijo, y saltando del trineo, como en otras ocasiones cuando volvía del mercado, exclamó:

—Vamos, Luisa; por fin nos vemos otra vez en nuestra casa, gracias a Dios.

Mientras tanto, Duchêne había abierto la puerta, gritando:

—¿Es usted, señora Lefèvre?

—Sí, somos nosotros. ¿No hay noticias de Juan Claudio?

—No, señora.

Todos entraron en la cocina.

Algunos rescoldos brillaban aún en el hogar, y bajo la inmensa campana de la chimenea estaba sentado en la sombra Jerónimo de San Quirino, envuelto en un gran capote de estameña, con su barba rojiza terminada en punta, un grueso garrote entre las rodillas y la carabina apoyada en la pared.

—¡Buenos días, Jerónimo!—dijo la anciana.

—Buenos días, Catalina—contestó grave y solemnemente el jefe del puerto de Grosmann—. ¿Viene usted del Donon?

—Sí... Aquello va mal, amigo Jerónimo. Los kaiserlicks atacaban la granja cuando abandonamos la meseta. No se veían mas que uniformes blancos por todas partes, y ya comenzaban a franquear las defensas.

—Entonces ¿cree usted que Hullin se verá obligado a abandonar el camino?

—Si Piorette no acude en su socorro, es posible.

Los guerrilleros se habían aproximado al fuego.

Marcos Divès se inclinó hacia los rescoldos para encender la pipa, y al levantarse dijo:

—Yo, Jerónimo, no te pregunto mas que una cosa; sé de antemano que la gente se ha batido bien donde tú mandabas...

—Hemos cumplido con nuestro deber—respondió el zapatero—, y los sesenta hombres que se han quedado tendidos en la falda del Grosmann pueden atestiguarlo en último término.

—Sí; pero ¿quién ha guiado a los alemanes? Ellos no han podido encontrar por sí mismos el paso del Blutfeld.

—Ha sido Yégof, el loco Yégof—dijo Jerónimo, cuyos ojos grises, rodeados de profundas arrugas y cubiertos de espesas cejas blancas, parecieron fulgurar en las tinieblas.

—¡Ah! ¿Estás seguro?...

—La gente de Labarbe le ha visto subir cuando conducía a los otros.

Los guerrilleros se miraron con indignación.

En aquel momento el doctor Lorquin, que se había quedado fuera para desenganchar el caballo, abrió la puerta exclamando:

—¡La batalla se ha perdido! Aquí vienen las gentes del Donon; acabo de oír la cuerna de Lagarmitte.

Fácil es imaginar cuál sería la emoción de los presentes al escuchar tales palabras. Cada cual pensó en los parientes, en los amigos que no volverían a ver; y todos, los de la cocina y los de las trojes, se precipitaron en tropel hacia la meseta. En el mismo instante, Robin y Dubourg, que estaban de centinela en lo alto de «El Encinar», gritaron:

—¿Quién vive?

—¡Francia!—contestó una voz.

A pesar de la distancia, Luisa, creyendo reconocer la voz de su padre, fue presa de tal emoción, que Catalina tuvo que sostenerla.

Casi simultáneamente numerosos pasos resonaron en la nieve endurecida, y Luisa, no pudiendo contenerse, gritó con voz desgarradora:

—¡Papá Juan Claudio!...

—Ya voy, ya voy—contestó Hullin.

—¿Y mi padre?—preguntó Frantz Materne corriendo hacia Juan Claudio.

—Viene con nosotros, Frantz.

—¿Y Kasper?

—Ha recibido una pequeña herida, pero no es nada; ahora verás a los dos.

En el mismo instante, Catalina se arrojó en brazos de Hullin.

—¡Oh, Juan Claudio! ¡Qué alegría tan grande al volver a verle!

—Sí—murmuró el anciano lúgubremente—; hay muchos que no volverán a ver a los suyos.

—¡Frantz!—se oyó gritar al viejo Materne—. ¡Eh, por aquí!

Y por todas partes se veían en la sombra personas que se buscaban unas a otras, que se daban la mano, que se abrazaban. Otros gritaban al mismo tiempo: «¡Niclau! ¡Sapheri!», pero no obtenían respuesta.

Aquellas voces se repetían hasta volverse roncas, balbucientes, y, por último, cesaban. La alegría de los unos y la consternación de los otros producían un efecto desconcertante. Luisa se hallaba en brazos de Hullin y lloraba amargamente.

—¡Ah, Juan Claudio!—decía la señora Lefèvre—; ya sabrá usted lo que ha hecho esta niña. Por ahora, no le digo nada; pero hemos sido atacados.

—Sí, ya hablaremos de eso después... El tiempo vuela—dijo Hullin—; el camino del Donon se ha perdido, y los cosacos pueden estar aquí al amanecer; tenemos muchas cosas que hacer.

Juan Claudio volvió la esquina y entró en la casa; todos los demás le siguieron. Duchêne acababa de echar al fuego un haz de leña. Aquellos rostros ennegrecidos por la pólvora, animados aún por el ardor del combate, aquellos hombres, con los vestidos desgarrados por los bayonetazos, algunos de los cuales sangraban al salir de las tinieblas a la viva luz, ofrecían el más extraño espectáculo. Kasper, con la frente vendada con un pañuelo, había recibido un sablazo; su bayoneta, su correaje y sus altas polainas azules estaban manchados de sangre. El anciano Materne, gracias a su imperturbable presencia de espíritu, volvía sano y salvo de la contienda. De este modo, los restos de las fuerzas de Jerónimo y Hullin se hallaron unidos. Todos tenían el mismo salvaje aspecto y estaban animados por la misma energía e idéntico espíritu de venganza. Los de Hullin, rendidos de cansancio, se sentaron a derecha e izquierda en haces de leña, en las piedras de los desagües y en las losas del hogar, con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas. Los demás miraban a todas partes, y no pudiendo convencerse de la desaparición de Hans, de Joson, de Daniel, cambiaban entre sí preguntas seguidas de largos silencios. Los dos hijos de Materne se habían agarrado del brazo, como si tuvieran miedo de perderse, y su padre, detrás de ellos, apoyado en la pared y el codo en el cañón de la carabina, les miraba con satisfacción. «Están aquí, los estoy viendo—parecía decirse el anciano—; son fuertes los muchachos; los dos han logrado salvar el pellejo.» Y el valiente guerrillero tosía en el hueco de la mano. Algunos iban a preguntarle por Pedro, por Jacobo, por Nicolás, por su hijo o por su hermano; y el anciano respondía maquinalmente: «Sí, sí, han quedado muchos tendidos allá... ¡Qué le vamos a hacer! Es la guerra. Nicolás ha cumplido con su deber...; es preciso tener paciencia. Pero él pensaba para sus adentros: «¡Los míos se han escapado de la quema, y eso es lo principal!»

Catalina se ocupó de poner la mesa con Luisa. Duchêne subió de la bodega un barril de vino, llevándolo sobre el hombro; lo colocó en el aparador, hizo saltar el tapón, y cada guerrillero fue presentando su vaso, su cacharro o su cantimplora ante el chorro de color púrpura, que brillaba a los reflejos del hogar.

—¡Comed y bebed!—les decía la labradora—; esto no se ha acabado aún, y tendréis necesidad de que no os falten las fuerzas. ¡Eh, Frantz! ¡Descuelga ese jamón! Aquí están el pan y los cuchillos. Sentaos, hijos míos.

Frantz, con la bayoneta, espetaba los jamones en la chimenea.

Y, acercando los bancos al fuego, los guerrilleros se sentaron; a pesar de los contratiempos sufridos, todos comieron con ese fuerte apetito que ni los dolores presentes ni las preocupaciones por el porvenir pueden hacer perder a los hombres de la sierra. Sin embargo, una tristeza profunda anudaba la garganta de aquellos valientes, y ora uno, ora otro, se detenían de improviso en su yantar, dejaban caer el tenedor y abandonaban la mesa diciendo: «Ya he comido bastante.»

Mientras los guerrilleros reparaban así sus fuerzas, los jefes estaban reunidos en la sala inmediata para acordar las últimas disposiciones concernientes a la defensa. Estaban sentados alrededor de una mesa, alumbrada por una lámpara de metal, el doctor Lorquin, a cuyo lado olfateaba su enorme perro Plutón; Jerónimo, en el ángulo de una ventana, a la derecha; Hullin, intensamente pálido, a la izquierda; Marcos Divès, con el codo apoyado en la mesa y la mano en la mejilla, se hallaba de espaldas a la puerta, destacándose sólo su obscura silueta y una de las puntas de su bigote. Unicamente Materne permanecía de pie, según su costumbre, apoyado en la pared, detrás de la silla de Lorquin, con el cañón de la carabina en las manos y descansando la culata en el suelo. De la cocina llegaba el ruido de las conversaciones.

Cuando Catalina, llamada por Juan Claudio, entró en la sala oyó una especie de lamento que la estremeció; era Hullin que hablaba.

—Todos esos valientes, todos esos padres de familia que caen unos después de otros—decía Juan Claudio con voz desgarradora—, ¿creéis que no pesan sobre mi corazón? ¿No creéis que hubiera mil veces preferido que me aniquilasen a mí? ¡Ah! ¡No sabéis lo que he sufrido esta noche! Perder la vida no es nada. ¡Pero llevar yo solo una responsabilidad tan inmensa...!

Hullin guardó silencio unos instantes; el temblor de sus labios, una lágrima que rodaba lentamente por su mejilla, toda su actitud revelaba los escrúpulos que sentía aquel hombre honrado frente a una de esas situaciones en que la conciencia pierde la fe en sí misma y busca nuevos apoyos. Catalina se sentó, sin hacer ruido, en el sillón situado a la izquierda de Hullin, el cual, pasados breves instantes, continuó con mayor reposo:

—Entre once y doce de la noche, Zimmer llegó diciendo: «¡Estamos rodeados! ¡Los alemanes bajan del Grosmann! Labarbe ha muerto. Jerónimo no puede resistir.» Y no dijo más. ¿Qué hacer en aquella situación?... ¿Podía abandonar una posición que nos había costado tanta sangre, el camino del Donon y la carretera de París? Si llego a hacerlo, ¿no hubiera sido un miserable? Pero yo no tenía mas que trescientos hombres contra los cuatro mil de Grand-Fontaine y no sé cuántos que bajaban de la montaña. Pues bien; costase lo que costase, decidí resistir; era nuestro deber, y me dije: «¡La vida no vale nada sin honor!... ¡Muramos todos, si es preciso; pero no se dirá nunca que hemos entregado el camino de Francia! ¡No, no; nunca se dirá eso!»

En aquel momento la voz de Hullin volvió a temblar; sus ojos se llenaron de lágrimas, y continuó:

—Resistimos hasta las dos; yo veía a los valientes muchachos caer al grito de «¡Viva Francia!» Al principio de la acción había mandado un aviso a Piorette, que llegó a paso de carga con cincuenta hombres escogidos. ¡Era ya tarde! El enemigo nos rodeaba por la derecha y por la izquierda, ocupaba las tres cuartas partes de la meseta y nos había hecho retroceder hasta los pinares, del lado del Blanru; su fuego diezmaba nuestras filas. Lo único que pude hacer fue reunir aquellos heridos que aun podían moverse, y ordenar a Piorette que los escoltase; a ellos se unieron unos cien hombres míos. Por mi parte, me quedé sólo con cincuenta para ocupar el Falkenstein. Hemos pasado por delante de las narices de los alemanes, que querían cortarnos la retirada. Afortunadamente, la noche estaba obscura; de lo contrario, no se hubiera salvado uno solo de nosotros. Esta es la situación en que nos hallamos; ¡todo se ha perdido! El Falkenstein es lo único que nos queda, y sólo somos trescientos hombres. Ahora se trata de saber si estamos decididos a llegar hasta el fin. En cuanto a mí, ya os lo he dicho: me pesa cargar con una responsabilidad tan grande. Mientras no trataba mas que de defender el camino del Donon, no había la menor duda: todos nos debemos a la patria; pero el camino se ha perdido, y necesitaríamos diez mil hombres para reconquistarlo. En este momento el enemigo está penetrando en Lorena... Veamos lo que debemos hacer.

—Es preciso ir hasta el fin—dijo Jerónimo.

—Sí, sí—gritaron los demás.

—¿Cree usted lo mismo, Catalina?

—Exactamente—respondió la anciana, cuyas facciones revelaban una tenacidad inflexible.

Entonces Hullin, con voz más firme, expuso su plan.

—El Falkenstein es nuestro punto de retirada; es además nuestro arsenal, y allí tenemos las municiones; el enemigo lo sabe, e intentará un golpe de mano por aquel lado. Es preciso, pues, que todos los presentes acudamos a defender la posición; es preciso que todo el país nos vea y diga: «Catalina Lefèvre, Jerónimo, Materne con sus dos hijos, Hullin, el doctor Lorquin, allí están y no quieren rendir las armas.» Este ejemplo reanimaría el espíritu de los hombres de corazón. Además, Piorette resistirá en el bosque, y su fuerza irá aumentando día por día. El país se verá cubierto de cosacos y bandidos de todas clases. Cuando el ejército enemigo entre en Lorena, haré una señal a Piorette; éste se interpondrá desde el Donon al camino, y cuantos rezagados se hallen esparcidos por la montaña quedarán como cogidos en una red. De este modo, aprovecharemos las ocasiones favorables para apoderarnos de los convoyes de los alemanes y para hostilizar sus reservas; y si la fortuna ayuda, como es de esperar, a nuestros ejércitos y estos kaiserlicks son derrotados en Lorena, les cortaremos la retirada.

Todos se levantaron, y Hullin, entrando en la cocina, dirigió a los guerrilleros esta sencilla alocución:

—Amigos míos, acabamos de decidir que se lleve la resistencia hasta lo último. Sin embargo, cada cual es libre de hacer lo que quiera y puede deponer las armas y volver a su aldea; pero los que quieran vengarse ¡que se unan a nosotros!: con nosotros partirán el último pedazo de pan y agotarán el último cartucho.

El anciano almadiero Colon se levantó, y dijo:

—Hullin, todos estamos contigo; hemos comenzado juntos a batirnos y juntos terminaremos.

—¡Sí, sí!—exclamaron los demás.

—¿Estáis decididos? Pues bien; escuchadme un momento; el hermano de Jerónimo va a tomar el mando.

—Mi hermano ha muerto—interrumpió Jerónimo—; es uno de los que se han quedado en la ladera del Grosmann.

Hubo un instante de silencio; después, con voz fuerte, Hullin prosiguió:

—Colon: vas a tomar el mando de los que queden, a excepción de los que forman la escolta de Catalina Lefèvre, que se quedarán conmigo. Irás a reunirte con Piorette, en el valle del Blanru, pasando por Dos Ríos.

—¿Y las municiones?—preguntó Marcos Divès.

—Yo he traído mi furgón—dijo Jerónimo—; Colon puede utilizarlo.

—Que se enganche también el trineo—exclamó Catalina—. Los cosacos no han de tardar y lo saquearán todo. Nuestra gente no debe marchar con las manos vacías; que se lleven los bueyes, las vacas, las cabras; que se lo lleven todo; así no caerá en poder del enemigo.

Cinco minutos después la casa estaba entregada al saqueo; el trineo se cargó de jamones, de carnes saladas y de pan; fue sacado el ganado de los establos y los caballos se engancharon al coche grande. El convoy no tardó en ponerse en marcha, con Robin a la cabeza, tocando la trompa, y detrás los guerrilleros, que empujaban las ruedas. Y cuando hubo desaparecido en el bosque, y el silencio sucedió, de repente, a aquel discorde ruido, Catalina se volvió y vio a Hullin detrás de ella, pálido como un muerto.

—Pues bien, Catalina—dijo éste—; todo ha terminado. Ahora vamos a subir allá arriba.

Frantz, Kasper y los de la escolta, Marcos Divès, Materne, todos esperaban en la cocina con las armas en descanso.

—Duchêne—dijo la labradora—; márchese a la aldea; no quiero que el enemigo, por mi causa, le maltrate.

El viejo servidor, moviendo su blanca cabeza, y con los ojos llenos de lágrimas, contestó:

—Lo mismo es, señora Lefèvre, que yo muera aquí. Hace cincuenta años que vine a esta casa...; no me obligue usted a dejarla: eso sería mi muerte.

—Como usted quiera, mi pobre Duchêne—respondió Catalina enternecida—; aquí tiene las llaves de la casa.

Y el pobre anciano fue a sentarse al fondo del hogar, en un escabel, con los ojos fijos y la boca entreabierta, como perdido en un largo y doloroso desvarío.

Emprendiose la marcha hacia el Falkenstein. Marcos Divès, a caballo, empuñando su largo espadón, constituía la retaguardia. Frantz y Hullin, a la izquierda, observaban la meseta; Kasper y Jerónimo, a la derecha, exploraban el valle; Materne y los hombres de la escolta rodeaban a las mujeres. ¡Cosa extraña! Delante de las casuchas de la aldea de Charmes, en el umbral de las puertas, en los tragaluces y en las ventanas, se veían figuras viejas y amarillas que miraban con curiosidad la huída de la señora Lefèvre; y las malas lenguas no se apiadaban de su situación: «¡Ah! ¡Vedlos sin casa ni hogar!—exclamaban—. ¡Para que se metan donde no los llaman!»

Otros decían en voz alta que Catalina había sido rica bastante tiempo, y que a cada cual le llega el turno de pedir limosna. Respecto de los trabajos, de la prudencia, de la bondad de corazón, de todas las virtudes de la anciana labradora, del patriotismo de Juan Claudio, del valor de Jerónimo y de los tres Materne, del desinterés del doctor Lorquin y de la abnegación de Marcos Divès, nadie decía nada: ¡estaban vencidos!

XXII

En el fondo del valle de Bouleaux, a dos tiros de fusil de la aldea de Charmes, hacia la izquierda, la comitiva empezó a subir lentamente el sendero del viejo burgo. Hullin, al recordar que había seguido el mismo camino cuando fue a comprar la pólvora a Marcos Divès, no pudo substraerse a una tristeza profunda. Entonces, a pesar del viaje a Falsburgo, a pesar del espectáculo de los heridos de Hanau y Leipzig, a pesar de los relatos del viejo sargento, no temía nada; conservaba intacta su energía y no dudaba del éxito de la defensa. Ahora todo estaba perdido; el enemigo entraba en Lorena y los montañeses huían. Marcos Divès costeaba el muro, marchando por la nieve; su caballo, acostumbrado sin duda a aquel camino, relinchaba, alzando la cabeza y bajándola hasta el petral, con bruscas sacudidas. El contrabandista se volvía, de vez en cuando, para dirigir una mirada a la meseta de «El Encinar», que se hallaba enfrente. De improviso exclamó:

—¡Ya se ven los cosacos!

Al oír aquella exclamación, la fuerza hizo alto para mirar lo que sucedía. Se hallaban los expedicionarios muy arriba en la montaña, por encima de la aldea y de la casa de «El Encinar». La luz grisácea del invierno dispersaba las nieblas matinales, y en los pliegues de la ladera se divisaba la silueta de varios cosacos mirando a lo lejos, con las pistolas en alto y aproximándose lentamente a la vieja alquería. El enemigo se había desplegado en guerrilla y parecía temer una sorpresa. Pocos momentos después se vio surgir a otros cosacos que subían por el valle de Houx, y más tarde, a muchos otros; todos marchaban en la misma actitud, de pie sobre los estribos para ver de lejos y como si fuesen de descubierta. Los primeros, al llegar a la casa de labor y no observar nada sospechoso, agitaron sus lanzas y dieron media vuelta. Los demás acudieron entonces velozmente, como los cuervos que siguen raudos al que se eleva mucho, suponiendo que ha descubierto alguna presa. En pocos instantes la casa fue rodeada y la puerta abierta. Dos minutos después los cristales volaban en pedazos; los muebles, los jergones y la ropa blanca salía por todas las ventanas a la vez. Catalina contemplaba aquel estrago con aire tranquilo, y su nariz aguileña parecía más inclinada hacia la boca. Durante un buen espacio de tiempo la anciana nada dijo; pero al ver de repente a Yégof, a quien no había distinguido hasta entonces, golpear a Duchêne con el cabo de su lanza y arrojarlo fuera de la casa, no pudo reprimir un grito de indignación.

—¡Oh, miserable!... ¡Es preciso ser un cobarde para maltratar a un pobre viejo que no puede defenderse! ¡Ah, bandido! ¡Si yo te cogiese!...

—¡Vamos, Catalina!—gritó Juan Claudio—; es demasiado; ¿para que detenerse a contemplar semejante espectáculo?

—Tiene usted razón—respondió la labradora—; marchemos. Sería capaz de bajar yo sola para vengarme.

Mientras más subían, más frío y fuerte era el viento. Luisa, la hija de los heimatshlos, con una cestilla de provisiones al brazo, iba delante de todos. El cielo azulado, las llanuras de Alsacia y Lorena, y, al fin del horizonte, las de la Champaña, aquella inmensidad sin límites en la que se perdía la mirada, le producía como un desvanecimiento de entusiasmo. Parecía que tenía alas y que volaba por el espacio azul, como esos grandes pájaros que se arrojan desde la cima de los árboles a los abismos, mientras entonan el himno de su independencia. Todas las miserias de este bajo mundo, todas las injusticias y sufrimientos se olvidaban. Luisa recordaba su niñez, cuando iba sobre la espalda de su madre, la pobre vagabunda, y se decía: «¡Nunca he sido más dichosa, nunca he tenido menos cuidados, nunca he reído ni cantado tanto! A menudo el pan nos faltaba; pero ¡qué días tan felices!» Y acudían a su memoria trozos de antiguas canciones de aquel tiempo.

Al acercarse a la peña rojiza, en la que se hallaban gruesos cantos blancos y negros incrustados, y que se inclinaba hacia el precipicio como la bóveda de una inmensa catedral, Luisa y Catalina se detuvieron extasiadas. En lo alto, el cielo les parecía más profundo, y el sendero, que formaba una espiral alrededor de la peña, parecía más estrecho. Los valles que se perdían de vista, los bosques inmensos, los estanques lejanos de la Lorena, la cinta azul del Rin a la derecha, todo aquel gran espectáculo las maravillaba, y la labradora dijo con profundo recogimiento:

—Juan Claudio: aquel que ha levantado esta peña hasta el cielo, que ha abierto esos valles, que ha sembrado esos montes de brezos y musgos, ése puede hacernos la justicia que merezcamos.

Cuando hubieron llegado a la primera meseta del peñón, Marcos llevó su caballo a una caverna que allí cerca se aparecía, volvió en seguida solo, y comenzando a trepar delante de todos, dijo:

—Mucho cuidado, porque es fácil resbalar.

Al mismo tiempo les mostraba a la derecha el precipicio azulado, con las copas de los abetos al fondo. Siguieron marchando en silencio los expedicionarios hasta llegar a la terraza, donde comenzaba la bóveda, y allí respiraron libremente. En medio del paisaje vieron a los contrabandistas Brenn, Pfeifer y Toubac, con sus amplias capas grises y sus sombreros de fieltro negro, sentados alrededor de una hoguera que se extendía a lo largo de la peña. Marcos Divès les dijo:

—¡Aquí estamos! Los kaiserlicks son los amos... Han matado a Zimmer esta noche... Hexe-Baizel, ¿está arriba?

—Sí—respondió Brenn—; está haciendo cartuchos.

—Todavía pueden servir—dijo Marcos—. Tened mucho cuidado, y si alguno sube, hacedle fuego.

Los Materne se habían detenido al borde de la peña; aquellos tres fuertes hombres rojos, con el sombrero levantado, el cuerno de pólvora al costado, la carabina al hombro, las piernas enjutas y musculosas, firmemente erguidos al extremo de la peña, ofrecían un extraño aspecto sobre el fondo azulado del abismo. El anciano Materne, con la mano extendida, señalaba a lo lejos, muy a lo lejos, un punto blanco, casi imperceptible, en medio del pinar, diciendo:

—¿Reconocéis aquello, hijos míos?

Los tres miraron con los ojos medio cerrados.

—Es nuestra casa—respondió Kasper.

—¡Pobre Margredel!—continuó el anciano cazador, tras una pausa—; debe estar inquieta desde hace ocho días; seguramente rogará por nosotros a Santa Odilia.

En aquel momento, Marcos Divès, que marchaba delante, lanzó un grito de sorpresa.

—¡Señora Lefèvre!—dijo deteniéndose—, los cosacos han incendiado su casa.

Catalina recibió la noticia con la mayor tranquilidad y adelantose hasta el borde de la explanada; Luisa y Juan Claudio la siguieron. En el fondo del abismo se extendía una gran nube blanca; a través de aquella nube se veía una lucecilla agitarse sobre la ladera de «El Encinar» y no se veía más; pero cuando a veces soplaba el viento, el incendio aparecía: los dos altos mojinetes, negros: el granero, incendiado; los establos pequeños, ardiendo; luego, todo desaparecía otra vez.

—Ya ha ardido casi por completo—dijo Hullin en voz baja.

—Sí—respondió la labradora—; he ahí cuarenta años de trabajos y fatigas que se convierten en humo; pero es igual, no pueden quemar mis buenas tierras, el gran prado de Eichmath. Empezaremos a trabajar de nuevo. Gaspar y Luisa reharán todo esto. Por mi parte, no me arrepiento de nada.

Al cabo de un cuarto de hora se elevaron millares de chispas y el edificio se hundió. Sólo quedaron en pie los negros mojinetes. Volvió la comitiva a ponerse en marcha y continuó la ascensión por el sendero. En el momento de llegar a la explanada superior, oyose la voz agria de Hexe-Baizel que gritaba:

—¿Eres tú, Catalina? ¡Ah! ¡Nunca hubiera creído que vendrías a verme a mi pobre tugurio!

Baizel y Catalina habían ido juntas a la escuela y se tuteaban.

—Ni yo tampoco—contestó la labradora—; ¡pero qué más da, Baizel! En la desgracia sirve de consuelo volver a ver a una antigua compañera de la infancia.

Baizel parecía conmovida, y dijo:

—Cuanto hay aquí, Catalina, tuyo es...

Y mostraba a la anciana su pobre taburete, su escoba de retamas verdes y los cinco o seis leños del hogar. Catalina contempló aquello durante breves momentos, y dijo:

—No es esto muy grande, pero es sólido; seguramente, tu casa no arderá.

—No, no la quemarán—dijo Hexe-Baizel riendo—; necesitarían todos los bosques del condado de Dabo para calentarla un poco. ¡Je, je, je!

Los guerrilleros, después de tantas fatigas, sentían necesidad de reposo; apoyó, pues, cada cual su fusil en la pared, y uno a uno fueron tendiéndose en el suelo. Marcos Divès les abrió la segunda caverna, donde encontraron, al menos, un poco de abrigo; luego salió con Hullin para examinar la posición.

XXIII

Sobre el peñón del Falkenstein, en la cumbre de la montaña, se levanta una torre redonda, socavada por su base. Esta torre, cubierta de zarzas, espinos silvestres y mirtos, es tan antigua como la sierra; ni los franceses, ni los alemanes, ni los suecos la han destruido. La piedra y el cemento se han adherido con tal solidez, que no se puede arrancar el más pequeño fragmento de ella. La torre presenta un aspecto sombrío y misterioso, y evoca lejanas épocas que la memoria del hombre no logra alcanzar. En tiempo del paso de los gansos silvestres, Marcos Divès se apostaba de ordinario allí, cuando no tenía otra cosa que hacer; y algunas veces, a la caída de la tarde, en el momento en que las bandadas llegaban hendiendo la bruma y describiendo un amplio círculo antes de posarse, el contrabandista mataba dos o tres de aquellas aves, lo cual alegraba mucho a Hexe-Baizel, que siempre se hallaba dispuesta a llevarlas al asador. Otras veces, en otoño, Marcos tendía unas redes sobre la maleza, en las que cogía los zorzales que acudían al engaño; por último, la torre le servía también de leñera. ¡Cuántas veces Hexe-Baizel, cuando el viento norte soplaba con tal rigor que parecía arrancar la piel a los bueyes, y cuando el ruido, el crujir de las ramas y el lamento agudo de los bosques de alrededor subían a las alturas como el clamor del mar embravecido, cuántas veces Hexe-Baizel había estado a punto de ser arrebatada por el huracán hasta la montaña de Kilberi, que se halla enfrente! Pero la vieja se agarraba con ambas manos a la maleza, y el viento no conseguía mas que agitar sus cabellos rojos.

Habiendo observado Divès que la leña que allí almacenaba, al cubrirse de nieve y mojarse por la lluvia, daba más humo que llamas, techó la torre con un cobertizo de tablas. Con este motivo el contrabandista contaba una peregrina historia; afirmaba haber descubierto al poner las vigas, en el fondo de una hendedura, una lechuza blanca como la nieve, ciega y escuálida, copiosamente abastecida de musarañas y murciélagos. Por esto, Marcos la había denominado la abuela de la comarca, suponiendo que todos los pájaros se preocupaban de alimentarla, a causa de su mucha edad.

Al terminar aquel día, los guerrilleros, que observaban lo que sucedía, como los inquilinos de una casa de muchos pisos, desde las diferentes quebraduras de la peña, vieron aparecer los uniformes blancos en los desfiladeros de alrededor. Avanzaban en masas compactas por todas partes al mismo tiempo, lo que revelaba claramente su intención de bloquear el Falkenstein. Viendo lo cual, Marcos Divès quedose pensativo. «Si nos rodean—pensaba—no podremos procurarnos víveres, y será preciso rendirse o morir de hambre.»

Veíase perfectamente al estado mayor enemigo parado, a caballo, alrededor de la fuente de la aldea de Charmes. Divisábase a uno de los jefes, hombre corpulento y de amplio abdomen, que contemplaba la peña con un anteojo; detrás de él estaba Yégof, hacia quien se volvía de vez en cuando para interrogarle. Las mujeres y los niños de la aldea rodeaban a cierta distancia al enemigo, ante el que se extasiaban, y cinco o seis cosacos hacían caracolear a sus caballos. El contrabandista no pudo reprimir su inquietud y llamó aparte a Hullin.

—Mira—le dijo—esa fila de chacós que se desliza a lo largo del Sarre y, por este lado, los que suben por el valle saltando como liebres: son kaiserlicks, ¿no es verdad? ¿Y qué crees que van a hacer, Juan Claudio?

—Van a rodear la montaña.

—Eso está bien claro. ¿Y cuánta gente habrá ahí?

—Tres o cuatro mil hombres.

—Sin contar los que anden por esos campos. Entonces, ¿qué quieres que haga Piorette, con sus trescientos hombres, frente a tal muchedumbre de bandidos? Te lo pregunto con toda franqueza, Hullin.

—No podrá hacer nada—respondió el anciano con sencillez—. Los alemanes saben que nuestras municiones están en el Falkenstein; temen un levantamiento general cuando hayan invadido la Lorena y quieren asegurar su retaguardia. El general enemigo se ha dado cuenta de que no nos puede vencer a viva fuerza y trata de rendirnos por hambre. Todo esto, Marcos, es seguro; pero nosotros somos hombres y cumpliremos nuestro deber: aquí moriremos.

Hubo un instante de silencio; Marcos Divès frunció el ceño y no parecía muy convencido.

—¡Morir nosotros!—exclamó rascándose la cabeza—; no comprendo por qué debemos morir; esto no entra en mis planes; además, hay mucha gente que se alegraría...

—¿Qué quieres hacer?—dijo Hullin con sequedad—. ¿Quieres rendirte?

—¡Rendirme!—exclamó el contrabandista—. ¿Me tienes por un cobarde?

—Entonces, explícate.

—Esta noche salgo para Falsburgo. Arriesgo el pellejo al atravesar las líneas enemigas, pero prefiero eso a cruzarme de brazos aquí y perecer de hambre. Entraré en la plaza a la primera salida o trataré de ganar una poterna. El comandante Meunier me conoce porque le vendo tabaco hace tres años. Ha hecho, como tú, las campañas de Italia y de Egipto. Le expondré la situación. Veré a Gaspar Lefèvre. Haré cuanto sea preciso para que nos den quién sabe si una compañía. Con el uniforme nada más, estamos salvados, Juan Claudio; la gente útil que quede se unirá a Piorette y, en cualquier caso, puede venir en nuestro socorro. En fin, esta es mi idea. ¿Qué te parece?

Divès miró atentamente a Hullin, cuya vista fija y sombría le inquietaba.

—Dime, ¿no crees que esto puede ser una solución?

—Es una idea—dijo por último Juan Claudio—. No me opongo a ella.

Y mirando a su vez al contrabandista frente a frente, le preguntó:

—¿Me juras hacer todo lo posible por entrar en la plaza?

—Yo no juro nada—respondió Marcos, cuyas tostadas mejillas adquirieron súbitamente un pronunciado color rojizo—. Dejo aquí cuanto tengo: mis bienes, mi mujer, mis compañeros, Catalina Lefèvre y tú, mi más antiguo amigo. Si no vuelvo, seré un traidor; pero si vuelvo, Juan Claudio, me explicarás lo que acabas de decirme, y arreglaremos esa cuentecita entre los dos.

—Marcos—dijo Hullin—, perdóname; he dicho mal; ¡he sufrido tanto en estos días!; la desgracia me hace desconfiar; dame la mano... ¡Anda, ve, sálvanos, salva a Catalina, salva a mi hija! Desde ahora te lo digo: no tenemos más recurso que tú.

La voz de Hullin temblaba. Divès aceptó aquellas explicaciones, pero añadió:

—¡Bien está, Juan Claudio! No has debido decirme eso en un momento semejante; en fin, no hablemos más del asunto... Perderé la vida en el camino, o vendré a libertaros. Cuando llegue la noche partiré. Los kaiserlicks rodean ya la montaña; pero no importa, tengo un buen caballo, y además ya sabes que siempre he tenido suerte.

A las seis, las últimas cimas de la montaña quedaban sumergidas en las tinieblas. Centenares de hogueras brillaban en lo hondo de los desfiladeros, indicando que los alemanes preparaban la comida. Marcos Divès descendió por la hendedura a tientas. Hullin oyó durante algunos segundos los pasos de su camarada, y luego, muy pensativo, se dirigió hacia la vieja torre, en la que se había establecido el cuartel general. Levantó el pesado cobertor de lana que tapaba el nido de búhos y vio a Catalina, a Luisa y a los demás sentados alrededor de una pequeña hoguera, que iluminaba las grises paredes. La anciana, sentada en un tronco de encina, con las manos cruzadas sobre las rodillas, miraba a la llama fijamente, con los labios contraídos y el color quebrado. Luisa, recostada sobre la pared, parecía que soñaba. Jerónimo, en pie detrás de Catalina, con las manos cruzadas sobre un garrote, casi tocaba el carcomido techo con su gorro de piel de nutria. Todos estaban tristes y desanimados. Hexe-Baizel, que levantaba de vez en cuando la tapadera de una olla, y el doctor Lorquin, que rascaba la cal de la pared con la punta de su sable, eran los únicos que conservaban su aspecto habitual.

—Parece—dijo el doctor—que hemos vuelto al tiempo de los triboques. Estas paredes tienen más de mil años. ¡Y ha debido correr una buena cantidad de agua desde las alturas del Falkenstein y del Grosmann al Sarre y al Rin desde que no se ha encendido fuego en esta torre!

—Sí—respondió Catalina como saliendo de un sueño—. ¡Cuántas gentes habrán sufrido aquí frío, hambre y miseria! ¿Y quién lo ha sabido? Nadie. Puede ser que, pasados cien, doscientos, trescientos años, vengan otros también a refugiarse a este mismo lugar. Como nosotros, encontrarán la pared fría y la tierra húmeda; harán fuego, mirarán como ahora miramos y dirán como decimos: «¿Quién habrá sufrido antes que nosotros aquí? ¿Por qué habrán padecido? ¿Estarían acaso perseguidos, expulsados, como nosotros, y vinieron a ocultarse en este miserable agujero?» Entonces pensarán en los tiempos pasados... y nadie podrá contestarles.

Juan Claudio se había aproximado. Al cabo de algunos segundos, la anciana, levantando la cabeza, comenzó a decir, mientras le miraba:

—¡Qué! Estamos bloqueados; el enemigo quiere rendirnos por hambre.

—Es verdad, Catalina—contestó Juan Claudio—. Yo no esperaba esto; contaba con un ataque a viva fuerza; pero los kaiserlicks no saben lo que puede suceder. Divès acaba de partir para Falsburgo, conoce al comandante de la plaza..., y si envía solamente varios centenares de hombres en nuestro socorro...

—No hay que contar con eso—interrumpió la anciana—; Marcos puede ser cogido o muerto por los alemanes; y aunque supongamos que consiga atravesar las líneas enemigas, ¿cómo podrá entrar en Falsburgo?

Todos permanecieron silenciosos.

Hexe-Baizel no tardó en traer la sopa, y los sitiados hicieron círculo alrededor de la cazuela humeante.

XXIV

Catalina Lefèvre salió del antiguo refugio a las siete de la mañana, cuando aún dormían Luisa y Hexe-Baizel. La claridad del día, la espléndida claridad de las altas regiones, iluminaba ya los abismos. Al fondo, a través de una atmósfera azul, se dibujaban los bosques, los valles y las peñas como el musgo y los guijarros de un lago bajo el cristal azulado. Ni una ligera aurilla agitaba la placidez del ambiente. Catalina, frente a aquel grandioso espectáculo, se sentía más serena, más tranquila que durante el sueño. «¿Qué importancia tienen nuestros dolores pasajeros, nuestras inquietudes y nuestras penas?—se decía la anciana—. ¿Para qué importunar a la Providencia con nuestras lamentaciones? ¿Por qué temer el porvenir? Todo esto no dura mas que un segundo; nuestras quejas no se prolongan más que el canto de la cigarra en otoño; y tales cantos ¿pueden impedir la llegada del invierno? ¿No es preciso que a cada cosa le llegue su día, que todo muera para que vuelva a nacer? Ya otras veces hemos muerto y hemos renacido, y deberemos morir y renacer en lo porvenir. Y las montañas, con sus bosques, sus peñas y sus ruinas, permanecerán siempre en el mismo sitio, como diciéndonos: ¡Acuérdate, acuérdate! Ya me has visto, ahora me ves y seguirás viéndome por los siglos de los siglos.»

Así soñaba la anciana, y el porvenir no la causaba ya miedo; los pensamientos sólo eran para ella recuerdos.

Había pasado algunos minutos en aquella meditación cuando un rumor de voces vino a herir los oídos de Catalina, la cual, volviéndose, vio a Hullin y a los tres contrabandistas, que hablaban gravemente entre sí, al otro lado de la meseta. Los interlocutores no se habían dado cuenta de su presencia y parecían enfrascados en una discusión importante.

El anciano Brenn, al borde de la peña, con su pipa negra entre los dientes, las mejillas arrugadas como una hoja de col pasada, la nariz redonda, el bigote gris, los párpados fláccidos, caídos sobre el ojo sanguinolento, y las largas mangas de su hopalanda, que descendían a ambos lados del cuerpo, el viejo Brenn miraba hacia los diferentes puntos de la montaña que Hullin le indicaba; y los otros dos, envueltos en sus amplias capas pardas, se adelantaban, retrocedían, se llevaban las manos a las cejas y parecían absortos por una atención profunda.

Catalina, que se había acercado al grupo, oyó decir:

—¿Entonces, usted cree que no es posible bajar por ninguna parte?

—No, Juan Claudio, no hay medio—respondió Brenn—; esos bandidos conocen el país a fondo; todos los senderos están interceptados. Mira; ¿ves el manchón de los Corzos, a lo largo de esa charca? Nunca han tenido los guardas la idea de observarlo; pues el enemigo lo tiene bien guardado. Y allá, en el paso del Rothstein un verdadero caminillo de cabras por el que no se pasa una vez cada diez años. ¿No ves brillar una bayoneta detrás de las rocas? Y aquí este otro, que yo he recorrido durante ocho años con mis sacos sin encontrarme a un gendarme, también lo tienen defendido: es preciso que el Diablo ande mezclado en esto y que los haya conducido a los desfiladeros.

—Sí—exclamó Toubac—; si no ha sido el Diablo, ha sido, desde luego, Yégof.

—Pero me parece—dijo Hullin—que tres o cuatro hombres decididos podrían arrollar uno de esos puestos.

—No; se apoyan unos en otros, y al primer disparo tendríamos un regimiento a la espalda—contestó Brenn—. Pero supongamos que se puede pasar. ¿Cómo volvemos con los víveres? Es imposible; esa es mi opinión.

—Sin embargo—dijo Toubac—; si Hullin quiere, lo intentaremos a pesar de todo.

—¿Qué es lo que vamos a intentar?—dijo Brenn—. ¿Exponernos a que nos rompan un hueso al escapar y dejar a los demás metidos en la ratonera? Por mi parte, lo mismo me da, y si alguien va, yo voy también. Pero si se creen que hemos de volver con víveres, sostengo que es imposible. Veamos, Toubac; ¿por dónde quieres pasar y por dónde quieres volver? No se trata ahora de proyectos, sino de realidades. Si sabes de algún paso, dímelo. Hace veinte años que recorro de una punta a otra la sierra, con Marcos, y conozco todos los caminos y senderos en diez leguas a la redonda; no veo más camino que el del cielo.

Hullin se volvió en aquel momento y vio a la señora Lefèvre, que se hallaba a algunos pasos, prestando atención a lo que decían.

—¿Es usted, Catalina? Nuestros asuntos toman mal aspecto—dijo Juan Claudio.

—Sí; ya he oído; no hay manera de renovar las provisiones.

—¡Las provisiones!—dijo Brenn con sonrisa extraña—. ¿Sabe usted, señora Lefèvre, para cuánto tiempo tenemos víveres?

—Para más de quince días—contestó la buena mujer.

—¡Para ocho días!—exclamó el contrabandista, vaciando de cenizas la pipa golpeándola contra la uña.

—Esa es la verdad—dijo Hullin—. Marcos Divès y yo creíamos que el enemigo atacaría el Falkenstein; pero nunca pudimos pensar que lo bloquearía como una plaza fuerte. ¡Nos hemos equivocado!

—¿Y qué vamos a hacer?—preguntó Catalina palideciendo intensamente.

—Vamos a reducir la ración de cada uno a la mitad. Si, en quince días, Marcos no vuelve y no nos queda nada..., entonces veremos.

Dicho lo cual, Hullin, Catalina y los contrabandistas, muy cabizbajos, tomaron el camino de la brecha. Apenas habían comenzado a bajar por la pendiente cuando, a unos treinta pasos más abajo de donde se encontraban, vieron aparecer a Materne, que trepaba por las ruinas casi ahogándose, agarrándose a la maleza para marchar más de prisa.

—¡Qué!—le gritó Juan Claudio—; ¿qué pasa, amigo mío?

—Iba a buscarte; un oficial enemigo avanza hacia el muro del antiguo burg con una banderita blanca; parece que quiere hablarnos.

Hullin, dirigiéndose en seguida hacia la pendiente de la peña, vio, en efecto, a un oficial alemán de pie sobre el muro y que parecía esperar que se le hiciera señal de subir. Se hallaba a dos tiros de carabina, y más lejos se veía a cinco o seis soldados con las armas en el suelo. Después de haber observado aquel grupo Juan Claudio volviose y dijo:

—Es un parlamentario que, sin duda, viene a intimarnos la rendición.

—¡Que se le haga fuego!—exclamó Catalina—. Eso es lo mejor que podemos contestarle.

Todos parecían de la misma opinión, excepto Hullin, que, sin hacer ninguna observación, bajó a la terraza, donde se encontraban los demás guerrilleros.

—Hijos míos—dijo—, el enemigo nos envía un parlamentario. No sabemos lo que quiere, aunque supongo que será una intimación para deponer las armas; pero también puede ser otra cosa. Frantz y Kasper irán a su encuentro, le vendarán los ojos al pie de la peña y le conducirán aquí.

Nadie hizo observación alguna, y los hijos de Materne, cruzándose la carabina en bandolera, se alejaron bajo la bóveda en espiral. Al cabo de diez minutos los cazadores llegaron adonde el oficial estaba, hablaron con él breves momentos, y los tres empezaron a subir al Falkenstein. A medida que ascendía el pequeño destacamento, mejor se distinguía el uniforme del parlamentario y hasta su fisonomía: era un hombre delgado, de cabellos rubios, cenicientos, bien proporcionado y de movimientos resueltos. Al pie de la peña, Frantz y Kasper le vendaron los ojos, y no tardaron en oírse sus pisadas, que resonaban bajo la bóveda. Juan Claudio se adelantó a su encuentro, y desatándole con sus propias manos el pañuelo, le dijo:

—Si desea usted comunicarme algo, señor, ya le escucho.

Los guerrilleros estaban a quince pasos del grupo que los recién llegados y Juan Claudio formaban. Catalina Lefèvre, que se hallaba más cerca, escuchaba con las cejas fruncidas; su cara huesuda, su nariz aguileña, los tres o cuatro rizos de cabellos grises que caían al azar sobre sus sienes descarnadas y sobre los pómulos de sus hundidas mejillas, la contracción de sus labios y la fijeza de su mirada, llamaron en primer término la atención del oficial; luego éste descubrió el rostro pálido y dulce de Luisa, detrás de la anciana; más allá, a Jerónimo, con su barba rojiza, cubierto con una túnica de estameña; al anciano Materne, apoyado en su carabina, y más lejos a todos los demás; por último, la elevada bóveda de piedra roja, cuyas masas ingentes, formadas de sílex y de granito, avanzaban por encima del precipicio con algunas zarzas marchitas en las hendeduras, servía de fondo. Detrás de Materne, Hexe-Baizel, con un largo escobón de retamas verdes en la mano, la cabeza erguida y vuelta de espaldas al borde de la peña, pareció llamar un momento la atención del oficial.

A su vez, él era objeto de una curiosidad singular. Se veía en su actitud, en su rostro alargado, fino y moreno, en sus ojos de color gris claro, en su bigote poco poblado, en la delicadeza de sus miembros endurecidos por la guerra, que procedía de una raza aristocrática; tenía algo de hombre de campo y algo de hombre de mundo; era una mezcla de militar burdo y de diplomático.

Aquella inspección recíproca se terminó en un abrir y cerrar de ojos, y el parlamentario dijo en buen francés:

—¿Es al comandante Hullin a quien tengo el honor de dirigirme?

—Sí, señor—contestó Juan Claudio.

Y como el parlamentario dirigiese una mirada indecisa alrededor del círculo, Hullin exclamó:

—¡Señor, hable usted alto para que todo el mundo le oiga! Cuando se trata del honor y de la patria nadie sobra en Francia, y las mujeres pueden intervenir lo mismo que los hombres. ¿Tiene usted que hacerme alguna proposición? ¿De parte de quién?

—Del general comandante en jefe. Mi misión es la siguiente...

—Veamos. Ya le oímos—interrumpió Hullin.

Entonces el oficial, levantando la voz, dijo en tono firme:

—Ante todo, permítame, señor comandante, decirle que usted ha cumplido magníficamente con su deber y que por ello ha conquistado la estimación de sus enemigos.

—En materia de deberes—contestó Hullin—, no puede haber más ni menos. Hemos hecho lo que hemos podido.

—Sí—añadió Catalina con sequedad—, y puesto que el enemigo nos estima por eso, dentro de diez o quince días tendrá ocasión de estimarnos más aún, porque no hemos llegado al fin de la guerra, y ha de ver cosas mejores.

El oficial volvió la cabeza y quedose estupefacto al observar la feroz energía impresa en la mirada de la anciana.

—Esos son sentimientos muy nobles—replicó el oficial después de un instante de silencio—; pero la humanidad tiene sus derechos, y derramar sangre inútilmente es hacer el mal por el mal.

—Entonces, ¿por qué venís a nuestro país?—gritó Catalina con voz aguda—. Marchaos y os dejaremos tranquilos.

Después añadió:

—Hacéis la guerra como los bandidos: robando, saqueando y quemando. Merecéis ser ahorcados todos, y para que sirviera de ejemplo, ahora deberíamos arrojar a usted desde lo alto de esta peña.

El oficial palideció, porque creyó capaz a la vieja de ejecutar la amenaza; sin embargo, al instante se repuso, y replicó con tranquilidad:

—Sé que los cosacos han prendido fuego a la finca que se ve frente a esta peña. Esos son bandidos que siempre siguen a todos los ejércitos; pero un acto aislado no prueba nada contra la disciplina de nuestras tropas. Los soldados franceses han hecho cosas semejantes en Alemania, y particularmente en el Tirol: no contentos con saquear e incendiar las aldeas, fusilaban cruelmente a los campesinos sospechosos de haber tomado las armas para defender el país. Nosotros podríamos usar represalias, y estaríamos en nuestro derecho; pero no somos bárbaros, comprendemos cuánto el patriotismo tiene de noble y de grande, aun en sus extravíos más lamentables. Por otra parte, no hacemos la guerra al pueblo francés, sino al emperador Napoleón. Así, el general, al saber la conducta de los cosacos, ha castigado públicamente ese acto de vandalismo, y, además, ha acordado indemnizar al propietario de la finca.

—¡No quiero nada de vosotros!—interrumpió Catalina bruscamente—; prefiero sufrir la injusticia... y vengarme.

El parlamentario comprendió, por el tono de voz de la anciana, que no podría hacerla entrar en razón y que sería peligroso siquiera contestarle. Volviose, pues, a Hullin y continuó:

—Estoy encargado, señor comandante, de ofrecerle honores de guerra si consiente en rendir la posición. Carecen ustedes de víveres, y nosotros lo sabemos. Dentro de pocos días se verán obligados a deponer las armas. La estimación que le profesa el general en jefe es lo único que le ha movido a ofrecer a usted condiciones tan honrosas. Una larga resistencia no conduciría a nada. Somos dueños del Donon, y nuestro cuerpo de ejército ha entrado en Lorena. La campaña no ha de decidirse aquí y no tiene interés para ustedes defender un punto inútil. Queremos ahorrarles los horrores del hambre. Y ahora, señor comandante, a usted corresponde decidir.

Hullin se volvió hacia los guerrilleros y les dijo sencillamente:

—¿Habéis oído? Por mi parte, rehúso; pero me someteré si todos aceptan las proposiciones del enemigo.

—¡Las rechazamos todos!—dijo Jerónimo.

—Sí, sí, todos—repitieron los demás.

Catalina Lefèvre, hasta entonces inflexible, pareció enternecerse al dirigir una mirada a Luisa. Cogió la anciana a ésta por un brazo, y volviéndose hacia el parlamentario, le dijo:

—Tenemos una niña con nosotros; ¿no habría un medio de enviarla a casa de alguno de nuestros parientes de Saverne?

Apenas Luisa oyó tales palabras se precipitó en brazos de Hullin, poseída de un gran terror, exclamando:

—No, no. Quiero permanecer con vosotros, papá Juan Claudio; quiero morir con vosotros.

—Está bien, caballero—dijo Hullin intensamente pálido—; dígale a su general lo que acaba de ver; dígale que el Falkenstein será nuestro hasta la muerte. Kasper, Frantz: conducid al parlamentario a sus líneas.

El oficial parecía dudar; pero al tratar de abrir la boca para hacer una observación, Catalina, pálida de cólera, exclamó:

—¡Fuera, fuera de aquí! Lo que vosotros pensáis está lejos aún de suceder. Ese bandido de Yégof os ha dicho que carecíamos de víveres, pero es falso; tenemos para dos meses, y en dos meses nuestro ejército os habrá exterminado a todos. A los traidores les vuelve la espalda la fortuna. ¡Desgraciados de vosotros!

Y como la anciana iba excitándose cada vez más, el parlamentario juzgó prudente marcharse. Volviose, pues, hacia los guías, que le pusieron el pañuelo en los ojos y le condujeron al pie del Falkenstein.

Lo que Hullin había ordenado a propósito de los víveres fue ejecutado desde aquel mismo día, y cada cual recibió media ración para la jornada.

Colocose un centinela delante de la caverna de Hexe-Baizel, donde se guardaban las provisiones; se hizo una barricada ante la puerta, y Juan Claudio ordenó que los repartos se hicieran en presencia de todos, con el fin de impedir las injusticias; pero semejantes precauciones no habían de preservar a aquellos desgraciados del hambre más horrible.

XXV

Hacía tres días que los víveres faltaban completamente en el Falkenstein, y Divès no había dado señales de vida. ¡Cuántas veces, durante aquellas largas jornadas de agonía, los sitiados habían vuelto los ojos hacia Falsburgo! ¡Cuántas veces habían escuchado con inmensa atención, creyendo oír los pasos del contrabandista, cuando sólo llenaba el espacio el vago murmullo del aire!

En medio de las torturas del hambre pasó aquel día, que era el que hacía diez y nueve de la llegada de los guerrilleros al Falkenstein. Todos permanecían silenciosos, sentados en el suelo, los rostros demacrados y entregados a una especie de sueño sin fin. De vez en cuando se miraban unos a otros con miradas centelleantes, como dispuestos a devorarse; pero luego caían de nuevo en el abatimiento y la languidez.

Cuando el cuervo de Yégof, volando de cima en cima, se acercaba a aquel lugar de infortunio, el anciano Materne se disponía a disparar su carabina; pero en seguida el pájaro de mal agüero se alejaba velozmente, lanzando graznidos lúgubres, y el brazo del anciano cazador volvía a caer inerte. Como si el agotamiento que causaba el hambre no hubiera bastado a colmar la medida de tanta miseria, aquellos desgraciados no abrían la boca sino para acusarse y amenazarse mutuamente.

—¡No me toquéis!—gritaba Hexe-Baizel con voz desgarradora a los que la miraban—; ¡no me miréis, porque os muerdo!

Luisa deliraba; sus hermosos ojos azules, en vez de objetos reales, no veían mas que sombras, ya danzando por la meseta, ya suspendidas de la maleza, ya posadas en la antigua torre.

—¡Aquí están los víveres!—exclamaba de vez en cuando la desdichada joven.

Entonces los demás sitiados se irritaban contra la pobre niña, gritando, llenos de indignación, que quería burlarse de ellos y que mirase bien lo que hacía.

Sólo Jerónimo permanecía en completa calma; pero la gran cantidad de nieve que había bebido para apagar el ardor de sus entrañas inundaba su cuerpo y su demacrado rostro de un sudor frío.

El doctor Lorquin se había atado un pañuelo a la altura de los riñones y lo apretaba cada vez más, pretendiendo de este modo aliviar su estómago. Se hallaba sentado de espaldas a la torre, con los ojos cerrados, y de hora en hora los abría, diciendo:

—Estamos en el primero..., en el segundo..., en el tercer período. Un día más, y todo habrá concluido.

En seguida comenzaba a disertar sobre los druidas, sobre Odin, Brahma y Pitágoras, haciendo citas latinas y griegas, anunciando la transformación próxima de los del Harberg en lobos, zorros y animales de todas clases.

—Yo—exclamaba—seré león, y comeré quince libras de carne de vaca todos los días.

Y, después de una breve pausa, continuaba:

—¡No; yo quiero ser hombre; predicaré la paz, la fraternidad y la justicia! ¡Ah, amigos míos! Sufrimos por nuestras propias faltas. ¿Qué hemos hecho al otro lado del Rin desde hace diez años? ¿Con qué derecho queremos imponer señores a esos pueblos? ¿Por qué no cambiamos con ellos nuestras ideas, nuestros sentimientos, los productos de nuestras artes y de nuestra industria? ¿Por qué no los tratamos como hermanos en lugar de querer someterlos? En tal caso, hubiéramos sido bien recibidos. ¡Cuánto han debido sufrir esos desgraciados durante diez años de violencia y de rapiña!... ¡Ahora se vengan..., y es de justicia! ¡Que la maldición de Dios caiga sobre los miserables que separan a los pueblos para oprimirlos!

Después de estos momentos de exaltación, el doctor caía desmayado en el muro de la torre, murmurando:

—¡Pan!... ¡Oh! ¡Nada más que un pedazo de pan!

Los hijos de Materne, agazapados en la maleza, con la carabina al hombro, parecían esperar el paso de una caza que no llegaba. La idea de un acecho sin fin sostenía sus expirantes fuerzas.

Otros muchos, encorvados sobre sí mismos, tiritaban al sentirse devorados por la fiebre y acusaban a Juan Claudio de haberlos llevado al Falkenstein.

Hullin, con una firmeza de carácter sobrehumana, iba y venía observando lo que pasaba en los valles de los alrededores, sin pronunciar una palabra.

De vez en cuando avanzaba hasta los bordes de la peña, y con las mandíbulas apretadas y los ojos centelleantes, miraba a Yégof sentado delante de una gran hoguera en la meseta de «El Encinar», en medio de una pandilla de cosacos. Desde la llegada de los alemanes al valle de Charmes el loco no había abandonado aquel puesto; parecía que estaba contemplando desde allí la agonía de sus víctimas.

Tal era el aspecto que ofrecían aquellos desgraciados bajo la inmensa bóveda de los cielos.

El suplicio del hambre en el fondo de un calabozo es horrible, sin duda alguna; pero al aire libre, bajo un cielo lleno de luz, a la vista de todo el mundo, en presencia de los recursos de la Naturaleza, eso excede a toda ponderación.

Al acabar aquel día, entre cuatro y cinco de la tarde, el cielo se encapotó; grandes nubes negras se elevaron por detrás de la cumbre del Grosmann; el Sol, rojo como una bala al salir de la fragua, lanzaba sus últimos rayos desde el horizonte cargado de brumas. El silencio en todo el ámbito de la peña era profundo. Luisa no daba señal alguna de vida; Kasper y Frantz conservaban una inmovilidad de piedra entre la maleza. Catalina Lefèvre, sentada en el suelo, con las agudas rodillas entre los brazos descarnados, las facciones rígidas y duras, los cabellos sueltos, que caían sobre sus verdosas mejillas, la vista huraña y el mentón apretado como un tornillo de carpintero, parecía una vieja sibila, sentada en medio de los brezos. Catalina había enmudecido. Hullin, Jerónimo, el anciano Materne y el doctor Lorquin se habían sentado alrededor de la labradora para morir juntos. Todos permanecían silenciosos, y los últimos rayos del crepúsculo iluminaban el grupo sombrío. A la derecha, detrás de una prominencia de la peña, se veían brillar, en el fondo del abismo, algunas hogueras de los alemanes. En tal situación, la labradora, saliendo del estupor en que se hallaba, murmuró de repente algunas palabras ininteligibles. Luego añadió en voz baja:

—¡Divès llega!... Le veo... Sale por la poterna que está a la derecha del arsenal... Gaspar le sigue y...

Catalina comenzó a hablar lentamente:

—¡Doscientos cuarenta hombres!—añadió—. Son guardias nacionales y soldados... Ya cruzan el foso... Ahora suben por detrás de la media luna... Gaspar habla con Marcos... ¿Qué le dice?

La anciana parecía que escuchaba.

—«¿Vamos pronto?» Sí, venid pronto... El tiempo vuela... ¡Ya están en la explanada!

Hubo un largo silencio; luego, de improviso, la anciana, poniéndose en pie completamente, con los brazos en alto, los cabellos erizados y la boca muy abierta, aulló de un modo terrible:

—¡Valor! ¡Sí, matad, matad!; ¡ah!, ¡ah!

Y cayó pesadamente al suelo.

Aquel espantoso grito despertó a toda la gente; los mismos muertos se hubieran despertado si lo oyeran. Los sitiados dijérase que renacían. Algo extraño había en el ambiente. ¿Era la esperanza, la vida, el espíritu? No sé; pero todos llegaban a cuatro pies, como los animales, conteniendo la respiración para mejor oír. Luisa también se movía lentamente y levantaba la cabeza. Frantz y Kasper se acercaron andando de rodillas, y, ¡cosa singular!, Hullin, hundiendo la mirada en las tinieblas del lado de Falsburgo, creyó ver el chisporroteo de unos disparos, como si se tratara de hacer una salida de la plaza.

Catalina había vuelto a tomar su primera actitud; pero sus mejillas, que un momento antes estaban inertes como una máscara de yeso, se estremecían convulsivamente, y su mirada parecía cubrirse con el velo del ensueño. Todos prestaban gran atención; hubiérase dicho que sus vidas pendían de los labios de la anciana. Así transcurrió un cuarto de hora, al cabo del cual la labradora prosiguió:

—Han atravesado las líneas enemigas... Corren hacia Lutzelburgo... Los veo... Gaspar y Divès van delante con Desmarets, Ulrich, Weber y los amigos de la ciudad... ¡Ya llegan, ya llegan!...

Y calló nuevamente; durante largo tiempo los guerrilleros permanecieron escuchando; pero la visión había pasado. Los segundos se sucedían unos a otros con la lentitud de los siglos, cuando de repente Hexe-Baizel comenzó a decir con agria voz:

—¡Está loca! No he visto nada... Yo conozco a Marcos y sé que se burla de nosotros. ¿Qué le importa a él que perezcamos aquí? ¡Con tal de que no le falte su botella de vino, sus embuchados y que pueda fumarse una pipa tranquilamente junto al fuego, lo demás le tiene sin cuidado! ¡Ah, bandido!

Todo volvió a sumirse en el silencio, y los guerrilleros, reanimados un instante con la esperanza de una salvación próxima, cayeron de nuevo en la desesperación.

—Ha sido un sueño—pensaban los desgraciados—. Hexe-Baizel tiene razón; estamos condenados a morir de hambre.

Mientras se sucedían estos hechos, iba la noche acercándose. Cuando la Luna salió tras los altos abetos alumbrando los tristes grupos de sitiados, Hullin era el único que velaba, presa de los ardores de la fiebre. A lo lejos, muy a lo lejos, en los desfiladeros, oía la voz de los centinelas alemanes que gritaban: Wer da!, Wer da!, o bien percibía el rumor de las rondas del vivaque al atravesar los bosques, o el agudo relincho de los caballos atados que pateaban el suelo y los gritos de sus guardianes. Hacia la media noche, el valiente guerrillero concluyó por dormirse como los demás. Cuando se despertó, el reloj de la aldea de Charmes daba las cuatro. Hullin, al oír aquellas lejanas vibraciones, salió de su amodorramiento; abrió los ojos, y como mirase sin conciencia de lo que hacía, tratando de evocar sus recuerdos, el vago resplandor de una antorcha pasó ante su vista; el guerrillero sintió miedo y se dijo:

—¿Me habré vuelto loco? La noche está obscurísima, y, sin embargo, veo luces...

Volvió a aparecer la llama. Hullin la miró mejor y se levantó bruscamente, apoyando la mano, durante algunos segundos, en su contraída faz. Por último, dirigió al azar una mirada y vio distintamente una hoguera en la cumbre del Giromani, al otro lado del Blanru, una hoguera que barría el cielo con su ala púrpura y retorcía la sombra de los abetos proyectada en la nieve. Y recordando que aquella señal era la convenida entre él y Piorette para anunciar un ataque, comenzó a temblar de pies a cabeza, su rostro cubriose de sudor y, marchando en la obscuridad a tientas, como un ciego, con los brazos extendidos, balbuceó:

—¡Catalina!... ¡Luisa!... ¡Jerónimo!

Pero nadie le respondió, y después de manotear en el vacío, creyendo que andaba, cuando en realidad no daba un paso, el desdichado guerrillero cayó al suelo, exclamando:

—¡Hijos míos!... ¡Catalina!... ¡Ya vienen!... ¡Nos hemos salvado!...

En el mismo momento oyose un vago rumor; parecía que los muertos resucitaban; luego resonó una carcajada seca: era Hexe-Baizel, que se había vuelto loca de sufrimiento.

Más tarde, Catalina exclamó:

—Hullin... Hullin... ¿Quién ha hablado?

Juan Claudio, repuesto de la emoción, dijo con acento firme:

—Jerónimo, Catalina, Materne y vosotros todos, ¿estáis muertos? ¿No veis aquella hoguera, más allá del Blanru? Es Piorette, que viene a socorrernos.

Y en el mismo instante una profunda detonación repercutió en los desfiladeros del Jaegerthal, como ruido de tormenta. La trompeta del juicio final no hubiera producido mayor efecto entre los sitiados, que despertaron repentinamente.

—¡Es Piorette! ¡Es Marcos!—gritaban voces cascadas y secas, voces de esqueletos—. ¡Vienen a socorrernos!

Todos trataban de incorporarse; algunos sollozaban, pero de sus ojos habían huido las lágrimas. Una segunda detonación les puso en pie.

—¡Son descargas cerradas!—exclamó Hullin—; los nuestros hacen también fuego por descargas; ¡tenemos tropas de línea! ¡Viva Francia!

—Sí—contestó Jerónimo—; la señora Lefèvre tenía razón; los de Falsburgo acuden a socorrernos; ya bajan por las colinas del Sarre, y, mientras tanto, Piorette ataca por el lado del Blanru.

En efecto; el tiroteo empezaba por ambos lados a la vez, hacia la meseta de «El Encinar» y las alturas de Kilberi.

Entonces los dos jefes se abrazaron, y cuando marchaban a tientas en medio de la profunda noche tratando de llegar al borde de la peña, oyose la voz de Materne que les gritaba:

—¡Tened cuidado, que ahí está el precipicio!

Detuviéronse, mirando a sus pies, pero no vieron nada. Una corriente de aire frío, que subía del abismo, era lo único que les reveló el peligro. Las cumbres y desfiladeros de los alrededores estaban envueltos en tinieblas. A ambos lados de la ladera de enfrente, el resplandor de los disparos pasaba como la luz del relámpago, iluminando ya una vieja encina, ya el negro perfil de una peña, ya un pequeño matorral, y los grupos de hombres que iban y venían como en medio de un incendio. Se oía a dos mil pies más abajo, en las profundidades del desfiladero, sordos rumores, galope de caballos, clamores y voces de mando. De vez en cuando, el grito del serrano que llama, ese grito prolongado que va de una cumbre a otra, «¡Eh!, ¡oh!, ¡eh!», se elevaba hasta el Falkenstein como un suspiro.

—Es Marcos—decía Hullin—; es la voz de Marcos.

—Sí, es Marcos, que nos recomienda que tengamos valor—añadía Jerónimo.

Los demás, sentados alrededor de los jefes, con el oído atento y las manos en el borde de la peña, miraban al abismo. Las descargas continuaban con gran viveza, lo que revelaba el encarnizamiento de la batalla; pero era imposible ver nada. ¡Oh! ¡Cómo hubieran querido los pobres sitiados tomar parte en aquella lucha suprema! ¡Con qué ardor se hubieran precipitado al combate! El temor de ser otra vez abandonados, de ver a sus defensores en retirada al llegar el día, les tenía mudos de espanto.

Mientras tanto, comenzaba a nacer el día; el pálido crepúsculo se asomaba tras las negras cumbres; algunos rayos descendían hasta los valles tenebrosos, y media hora después se plateaban las brumas del abismo. Hullin dirigió una mirada por los intersticios de las nubes y pudo reconocer la posición. Los alemanes habían perdido la altura del Valtin y la meseta de «El Encinar» y estaban agrupados en el valle de Charmes, al pie del Falkenstein, a un tercio de la ladera, para no ser dominados por el fuego de sus adversarios. Frente a la peña, Piorette, dueño de «El Encinar», levantaba barricadas con troncos de árboles en la pendiente de Charmes. Con la pipa en la boca, con el sombrero metido hasta las orejas y la carabina en bandolera, iba y venía de uno a otro lado. Brillaban a la luz del Sol naciente las hachas azuladas de los leñadores. A la izquierda de la aldea, en la ladera del Valtin y en medio de los matorrales, Marcos Divès, montado en un caballejo negro de larga cola, con su espadón colgando del puño, señalaba las ruinas y el camino de schlitte. Un oficial de infantería y algunos guardias nacionales, con uniformes azules, le escuchaban; Gaspar Lefèvre solo, delante del grupo, y apoyado en el fusil, parecía meditabundo. Por su actitud se comprendía cuán enérgicas eran las resoluciones que formaba para el momento del ataque. Por último, en la cumbre de la colina, junto al bosque, doscientos o trescientos hombres formados en filas, con el fusil en descanso, también miraban.

Al ver tan escaso número de defensores oprimióseles el corazón a los sitiados, tanto más cuanto que los alemanes, siete u ocho veces superiores en número, comenzaban a formar dos columnas de ataque para tornar de nuevo las posiciones perdidas. El general enemigo enviaba ayudantes a diferentes lados transmitiendo órdenes, y las bayonetas empezaban a desfilar.

—¡Esto ha concluido!—dijo Hullin a Jerónimo—. ¿Qué pueden hacer quinientos o seiscientos hombres contra cuatro mil en línea de batalla? Los falsburgueses volverán a sus casas diciendo: «¡Hemos cumplido con nuestro deber!», y Piorette será destrozado.

Todos los sitiados pensaban lo mismo; pero lo que colmó su desesperación fue ver de repente una larga fila de cosacos desembocar en el valle de Charmes a galope tendido, con el loco Yégof a la cabeza, volando como el viento; su barba, la cola de su caballo, su piel de perro y su roja cabellera hendían el aire. El loco miraba hacia la peña y blandía la lanza por encima de su cabeza. Desde el fondo del valle se dirigió derechamente hacia el Estado Mayor enemigo, y cuando llegó delante del general hizo algunos gestos señalando al otro lado de la meseta de «El Encinar».

—¡Ah, bandido!—exclamó Hullin—. Está diciendo que Piorette carece de defensas por aquel lado y que es preciso rodear la montaña.

En efecto; una columna se puso inmediatamente en marcha en tal dirección, mientras que otra se dirigía a los parapetos para despistar a los sitiados sobre el movimiento de la primera.

—Materne—gritó Juan Claudio—. ¿No habría medio de darle un tiro a ese loco?

El anciano cazador movió la cabeza y dijo:

—No; es imposible; está fuera de alcance.

En aquel momento Catalina dejó escapar un grito feroz, que asemejose al graznido de un gavilán.

—¡Aplastémosles!... ¡Aplastémosles como en el Blutfeld!

Y aquella anciana, que un momento antes parecía tan débil, se arrojó sobre una enorme piedra y la levantó con ambas manos; luego, adelantándose con paso firme—sueltos los largos cabellos grises, la nariz aguileña hundida en sus contraídos labios, las mejillas tersas y el cuerpo doblado—, llegó hasta el borde del abismo y lanzó la piedra al vacío, en que describió una curva inmensa.

Oyose un estruendo horrible debajo; saltaron trozos de abetos en infinitas direcciones, y la enorme piedra rebotó a unos cien pasos con nuevo ímpetu, descendió luego una rápida pendiente, y de un último salto fue a caer sobre Yégof, aplastándole a los mismos pies del general enemigo. Todo ello fue obra de escasos segundos.

Catalina, de pie en el filo de la peña, reía con risa estridente que no tenía fin.

Y los demás, aquellos hombres que parecían fantasmas, como animados de una vida nueva, se precipitaron sobre las ruinas del viejo burgo gritando:

—¡A muerte! ¡A muerte!... ¡Aplastémosles como en el Blutfeld!

Nunca se vio una escena más terrible. Aquellos seres que se hallaban a las puertas del sepulcro, secos y descarnados como esqueletos, volvían a recobrar sus fuerzas para la matanza. No vacilaban ni estaban entorpecidos; cada cual cogía su piedra y la arrojaba al precipicio, volviendo a coger otra sin perder tiempo y sin mirar siquiera lo que pasaba debajo.

Ya puede imaginarse cuál sería el estupor de los kaiserlicks ante aquel diluvio de escombros y piedras. Al sentir el ruido que hacían los peñascos saltando por encima de la maleza y los macizos de árboles, los atacantes se volvieron y quedáronse como petrificados, al principio; mas levantando los ojos hacia arriba y viendo que descendían sin cesar piedras y más piedras, y contemplando en lo alto unos espectros que iban y venían, alzaban los brazos, arrojaban proyectiles y volvían a comenzar la tarea, al ver a sus camaradas destrozados, pues había filas de quince o veinte hombres aniquilados de un solo golpe, un grito inmenso resonó en el valle de Charmes hasta el Falkenstein, y, a pesar de las imprecaciones de los jefes, no obstante el fuego de fusilería que comenzaba a derecha e izquierda, los alemanes iniciaron la desbandada para escapar a aquella horrible muerte.

En lo más fuerte de la derrota, el general enemigo logró rehacer un batallón y que marchara al paso hacia la aldea.

Aquel hombre, tranquilo en medio del desastre, tenía algo de grande y de digno. A veces se volvía con aire sombrío para mirar cómo caían las rocas, que dejaban claros sangrientos en sus filas.

Juan Claudio lo observaba, y a pesar del entusiasmo del triunfo, a pesar de la certeza de haber escapado al hambre, el viejo soldado no podía substraerse a un sentimiento de admiración.

—Mira—dijo a Jerónimo—; hace como nosotros al volver del Donon y del Grosmann; se queda el último y no cede el terreno sino palmo a palmo. Decididamente, hay hombres valerosos en todas partes.

Marcos Divès y Piorette, testigos de aquel golpe de audacia, descendían atravesando los pinares, para cortar la retirada al general enemigo; pero no pudieron conseguirlo. El batallón, reducido a la mitad, formó el cuadro detrás de la aldea de Charmes y subió lentamente por el valle del Sarre, deteniéndose de vez en cuando, como un jabalí herido que hace frente a la jauría, cuando los hombres de Piorette o los de Falsburgo le hostigaban mucho.

Así terminó la gran batalla del Falkenstein, conocida en la sierra con el nombre de Batalla de las Peñas.

XXVI

Apenas hubo terminado el combate, cerca de las ocho, Marcos Divès, Gaspar y unos treinta guerrilleros subieron al Falkenstein con banastas llenas de víveres. ¡Qué espectáculo les esperaba allí! Todos los sitiados, tendidos en el suelo, parecían muertos. Por mucho que se les sacudía, por muy fuerte que se les gritaba en los oídos: «¡Juan Claudio!... ¡Catalina!... ¡Jerónimo!», no respondían. Gaspar Lefèvre, viendo a su madre y a Luisa inmóviles y con los dientes apretados, dijo a Marcos que si ellas no volvían en sí se levantaría la tapa de los sesos con su fusil. Marcos respondió que cada cual era libre de hacer lo que quisiera; pero que, por su parte, no estaba dispuesto a darse un tiro por Hexe-Baizel.

Por último, el anciano Colon colocó una cesta de víveres en una piedra y, en tal momento, Kasper Materne suspiró, abrió los ojos, y al ver las provisiones comenzó a castañetear los dientes, como una zorra cuando va de caza.

Comprendieron en seguida lo que aquello quería decir, y Marcos Divès fue colocando a cada uno su calabaza de aguardiente bajo la nariz, lo que bastó para resucitarlos. Todos querían devorar a la vez, pero el doctor Lorquin, a pesar del hambre canina que sentía, tuvo la buena ocurrencia de advertir a Marcos que no les hiciera caso, porque la menor congestión sería para ellos mortal. Por lo cual no recibió cada uno mas que un pedazo de pan, un huevo y un vaso de vino, lo que les reanimó extraordinariamente. Después pusieron a Catalina, Luisa y los demás sitiados en los schlittes y los bajaron a la aldea.

Pintar el entusiasmo y el enternecimiento de sus amigos cuando los vieron llegar, más delgados que Lázaro al salir de la tumba, es algo imposible. Unos a otros se miraban, se besaban, y cada vez que llegaba algún vecino de Abreschwiller, de Dagsburgo o de San Quirino se repetían tales manifestaciones de afecto.

Marcos Divès se vio obligado a contar más de veinte veces la historia de su ida a Falsburgo. El valiente contrabandista no había tenido suerte: después de haber escapado milagrosamente a las balas de los kaiserlicks había dado con sus huesos en el valle de Spartzprod, en medio de una partida de cosacos que le habían desvalijado hasta el forro de los bolsillos. Tuvo necesidad de andar errante dos semanas alrededor de los puestos rusos que cercaban la ciudad, sufriendo el fuego de los centinelas, expuesto veinte veces a ser detenido por espía, antes de poder penetrar en la plaza. Por último, el comandante Meunier, alegando la debilidad de la guarnición, rehusó al principio el socorro que se le pedía, y sólo ante la porfiada excitación de los vecinos de la ciudad consintió en destacar dos compañías.

Los guerrilleros, al oír este relato, admiraban el valor de Marcos y su perseverancia en los peligros.

—¿Y qué?—respondía el gigante contrabandista con aire de buen humor a los que le felicitaban—. No he hecho mas que cumplir con mi deber. ¿Podía dejar perecer a mis camaradas? Bien sé que la empresa no era fácil; esos miserables cosacos son más astutos que los carabineros; olfatean a una legua de distancia como los cuervos; pero ha sido inútil: a pesar de todo, les hemos despistado.

Al cabo de cinco o seis días todos estuvieron restablecidos. El capitán Vidal, de Falsburgo, había dejado veinticinco hombres en el Falkenstein para custodiar las municiones; entre ellos estaba Gaspar Lefèvre, y el muchacho bajaba todas las mañanas a la aldea. Los aliados se habían trasladado a la Lorena; en Alsacia no se les veía mas que alrededor de las plazas fuertes. Pronto fueron conocidas las victorias de Champ-Aubert y de Montmirail; pero habían llegado tiempos de desgracia; los aliados, no obstante el heroísmo de nuestro ejército y el genio del emperador, entraron en París.

Aquel fue un golpe terrible para Juan Claudio, Catalina, Materne, Jerónimo y para la sierra entera; mas el relato de estos acontecimientos no entra en el campo de nuestra historia, ya que otros han relatado tales cosas.

Hecha la paz, en la primavera se reconstruyó la casa de «El Encinar»: los leñadores, los almadreñeros, los albañiles, los almadieros y demás obreros del país prestaron su concurso.

Casi al mismo tiempo el ejército fue licenciado; Gaspar se cortó los bigotes, y tuvo lugar su matrimonio con Luisa.

Aquel día llegaron los antiguos combatientes del Falkenstein y del Donon, y la casa los recibió con puertas y ventanas abiertas de par en par. Cada cual llevaba sus presentes a los novios: Jerónimo, unos zapatitos para Luisa; Materne y sus hijos, un gallo silvestre, la más ardiente de las aves, como es sabido; Divès, varios paquetes de tabaco de contrabando para Gaspar, y el doctor Lorquin, una canastilla de fina ropa blanca.

Las mesas estuvieron puestas para todo el mundo y las hubo hasta en las trojes y bajo los cobertizos. Lo que se consumió de vino, pan, carne, tartas y kugelhof no puede calcularse; pero lo que sí se sabe positivamente es que Juan Claudio, que estaba muy triste desde la entrada de los aliados en París, se reanimó aquel día y cantó viejas canciones de su juventud, tan alegremente como cuando partió con el fusil al hombro para Valmy, Jemmapes y Fleurus. Los ecos de Falkenstein repitieron a lo lejos aquellos viejos cantos patrióticos, los más sublimes, los más nobles que el hombre haya oído nunca sobre la Tierra. Catalina Lefèvre llevaba el compás golpeando en la mesa con el mango de un cuchillo, y si es cierto, como algunos dicen, que los muertos acuden a escuchar cuando se habla de ellos, los muertos debieron quedar contentos y el Rey de Bastos debió cubrir de espumarajos su barba roja.

Llegada la media noche se levantó Hullin y, dirigiéndose a los novios, dijo:

—Tendréis robustos hijos; yo haré que salten en mis rodillas, les enseñaré mis antiguas canciones y después iré a reunirme con los que fueron.

Dicho esto, besó a Luisa, y cogiendo de un brazo a Marcos Divès y del otro a Jerónimo, se dirigió a su casucha, seguido del resto de la comitiva, que repetía a coro los sublimes cantos del anciano. Nunca se vio una noche más hermosa; innumerables estrellas brillaban en el cielo azul obscuro; en la parte baja de la ladera, donde se había enterrado a tantos héroes, los brezos se estremecían movidos por el viento. Todos se sentían felices y enternecidos. En el umbral de la barraca se estrecharon las manos unos a otros y se dieron las buenas noches; y unos a la derecha y otros a la izquierda, formando pequeños grupos, regresaron a sus aldeas.

—¡Buenas noches, Materne, Jerónimo, Divès, Piorette; buenas noches!—gritaba Juan Claudio.

Los antiguos amigos se volvían, agitando los sombreros y exclamaban para sus adentros:

«Hay días en que se siente uno dichoso de vivir en este mundo. ¡Ah! ¡Si no hubiera nunca pestes, guerras ni hambres; si los hombres pudieran entenderse, amarse y socorrerse mutuamente; si no se suscitaran injustas desconfianzas entre ellos!... La Tierra sería un verdadero paraíso.»

FIN


INDICE

 Páginas
I................7
II................20
III................30
IV................46
V................53
VI................73
VII................84
VIII................93
IX................101
X................112
XI................120
XII................126
XIII................144
XIV................153
XV................166
XVI................180
XVII................190
XVIII................197
XIX................205
XX................215
XXI................237
XXII................249
XXIII................255
XXIV................262
XXV................263
XXVI................287

VOLÚMENES PUBLICADOS

1.Química general, por el Dr. Luanco.Pts. 2.
2.Historia Natural, por el Dr. De Buen.Pts. 2.
3.Física, por el Dr. Lozano.Pts. 2.
4.Geometría general, por el Dr. Mundi.Pts. 2.
5.Química orgánica, por el Dr. Carracido.Pts. 2.
6.La Guerra Moderna, por D. M. Rubió.Pts. 2.
7.Mineralogía, por el Dr. S. Calderón.Pts. 2.
8.Ciencia Política, por D. Adolfo Posada.Pts. 2.
9.Economía Política, por el Dr. J. Piernas.Pts. 2.
10.Armas de guerra, por D. J. Génova.Pts. 2.
11.Hongos comestibles y venenosos, por don Blas Lázaro.Pts. 2.
12.La ignorancia del Derecho, por D. J. Costa.Pts. 2.
13.El sufragio, por el Dr. A. Posada.Pts. 2.
14.Geología, por D. José Macpherson.Pts. 2.
15.Pólvoras y explosivos, por D. C. Banús.Pts. 2.
16.Armas de caza, por D. J. Génova.Pts. 2.
17.La Guinea Española, por D. R. Beltrán.Pts. 2.
18.Meteorología, por D. A. Arcimis.Pts. 2.
19.Análisis químico, por D. J. Casares.Pts. 2.
20.Abonos industriales, por D. A. Maylín.Pts. 2.
21.Unidades, por D. C. Banús.Pts. 2.
22.Química biológica, por el Dr. Carracido.Pts. 2.
23.Bases para un nuevo Derecho penal, por el Dr. Dorado.Pts. 2.
24.Fuerzas y motores, por D. M. Rubió.Pts. 2.
25.Gusanos parásitos en el hombre, por el doctor Marcelo Rivas.Pts. 2.
26.Fabricación del pan, por D. N. Amorós.Pts. 3.
27.Aire atmosférico, por D. E. Mascareñas.Pts. 2.
28.Hidrología médica, por el Dr. D. H. Rodríguez.Pts. 2.
29.Historia de la civilización española, por D. Rafael Altamira.Pts. 3.
30.Las epidemias, por D. F. Montaldo.Pts. 2.
31.Cristalografía, por L. Fernández.Pts. 3.
32.Artificios de fuego de guerra, por D. José de Lossada y Canterac.Pts. 2.
33.Agronomía, por don A. López.Pts. 2.
34.Bases del Derecho mercantil, por D. L. Benito.Pts. 2.
35.Antropometría, por D. T. de Aranzadi.Pts. 2.
36.Las provincias de España, por D. M. Villaescusa.Pts. 3,50
37.Formulario químico industrial, por D. Trías.Pts. 2.
38.Valor social de leyes y autoridades, por don Pedro Dorado.Pts. 2.
39.Canales de riego, por D. J. Zulueta.Pts. 3.
40.Arte de estudiar, por D. M. Rubió.Pts. 2.
41.Plantas medicinales, por D. B. Lázaro.Pts. 3,50
42.A b c del instalador y montador electricista.—Tomo I.—Instalaciones privadas, por D. Ricardo Yesares.Pts. 3,50
43.A b c del instalador y montador electricista.—Tomo II.—Estaciones centrales y canalizaciones, por D. R. Yesares.Pts. 3,50
44.Medicina doméstica, por D. A. Opisso.Pts. 3.
45.Contabilidad comercial, por D. J. Prats.Pts. 4.
46.Sociología contemporánea, por D. A. Posada.Pts. 2.
47.Higiene de los alimentos y bebidas, por D. J. Madrid.Pts. 2.
48.Operaciones de Bolsa, por D. U. Bertrán.Pts. 2.
49.Higiene industrial, por D. J. Eleizegui.Pts. 3,50
50.Formulario de correspondencia francés-español, por D. J. Meca.Pts. 3,50
51.Motores de gas, petróleo y aire, por R. Yesares.Pts. 3,50
52.Las bebidas alcohólicas.El alcoholismo, por D. A. Piga y don D. Aguado Marinoni.Pts. 2.
53.Formulario de correspondencia inglés-español, por D. J. Meca.Pts. 3,50
54.Carpintería práctica, por D. E. Heras.Pts. 3.
55.Instituciones de Economía social, por don J. Torrembó.Pts. 3.
56.Prontuario del idioma, por D. E. Oliver.Pts. 4.
57.Máquinas e instalaciones hidráulicas, por D. J. de Igual.Pts. 3,50
58.Pedagogía universitaria, por D. Francisco Giner de los Ríos.Pts. 3,50
59.Gallinero práctico, por D. C. de Torres.Pts. 4.
60.Dai Nipón (El Japón), por D. A. García.Pts. 4.
61.Cultivo del algodonero, por D. Diego de Rueda.Pts. 3.
62.Galvanoplastia y electrólisis, por R. Yesares.Pts. 3,50
63.Educación de los niños, por F. Climent.Pts. 4.
64.El microscopio, por D. Ernesto Caballero.Pts. 2.
65.Diccionario de argot español, por L. Besses.Pts. 3,50
66.Piedras preciosas, por Marcos J. Bertrán.Pts. 3,50
67.
68.
Manual de Mecánica elemental, por Forner Carratalá.
Tomo I: Mecánica general.
Pts. 3.
Tomo II: Mecánica aplicada.Pts. 3.
69.Los remedios vegetales, por Alfredo Opisso.Pts. 3.
70.
71.
Las Repúblicas hispanoamericanas, por Emilio H. del Villar (dos tomos).Pts. 7.
72.Vinificación moderna, por D. Diego de Rueda.Pts. 3,50
73.Plantas industriales, por D. Alfredo Opisso.Pts. 3.
74.Cerrajería práctica, por Eusebio Heras.Pts. 3.
75.El arte del periodista, por D. Rafael Mainar.Pts. 3,50
76.La electricidad en la agricultura, por don R. Yesares.Pts. 3.
77.Telegrafía eléctrica, por F. Villaverde Navarro.Pts. 3.
78.Medicina social, por A. Opisso.Pts. 3.
79.Geografía general, por Emilio H. del Villar.Pts. 4,50
80.La familia y los enfermos, por D. J. L. Eleizegui.Pts. 3.
81.
82.
Elementos del cálculo mercantil, por L. de la Fuente. Dos tomos.Pts. 7.
83.Teoría de la literatura y de las artes, por D. H. Giner de los Ríos.Pts. 3.
84.Manual del naturalista preparador, por el Dr. Areny de Plandolit.Pts. 2.
85.Documentos mercantiles, por Francisco Grau Granell.Pts. 4.
86.Pozos artesianos, por Lucas F. Navarro.Pts. 2.
87.Investigación y alumbramiento de aguas, por Lucas F. Navarro.Pts. 2.
88.Manual de Pirotecnia, por J. B. Ferré.Pts. 3.
89.Elementos de arquitectura naval (buques de guerra), por D. A. Blanco.Pts. 3.
90.Rudimentos de cultura marítima, por Alfonso Arnáu. Tomo I.Pts. 4.
91.Rudimentos de cultura marítima, por Alfonso Arnáu. Tomo II.Pts. 4.
92.Ascensores hidráulicos y eléctricos, por R. Yesares.Pts. 3.
93.Maravillas de la Ciencia, por D. J. Usunáriz.Pts. 2.
94.Derecho internacional, por D. Aniceto Sela.Pts. 3.
95.El boxeo y la esgrima del bastón, por A. Barba.Pts. 2.
96.Foot-ball, basse ball y lawn tennis, por A. Barba.Pts. 2.
97.El gas pobre y sus aplicaciones a la fuerza motriz y a la calefacción, por M. R. y Bellvé.Pts. 3.
98.La abeja y sus productos. (Apicultura moderna), por Vicente Va.Pts. 3.
99.Manual de rimas selectas (pequeño diccionario de la Rima), por Pérez Hervás.Pts. 3.
100.Manual del pintor decorador, por D. José Cuchy.Pts. 2.
101.El dibujo para todos, por V. Masriera.Pts. 4.
102.América Sajona, por Emilio H. del Villar.Pts. 4.
103.Agrimensura, por J. Ferré.Pts. 4.
104.Estética, por D. A. Opisso.Pts. 4.
105.Floricultura, por D. J. Garzón Ruiz.Pts. 4,50
106.Flores artificiales, por Dolores Andréu.Pts. 4,50
107.Formulario práctico de artes y oficios, por F. Climent Terrer.Pts. 4.
108.
109.
Astronomía, por J. Comas Solá.Pts. 9.
110.El arte de pensar, por Alfredo Opisso.Pts. 4.
111.Máximas de Epicteto, traducidas por Apeles Mestres.Pts. 3,50
112.Manual del maquinista fogonero, por Balbino Vázquez.Pts. 5,50
113.Perspectiva, por Francisco Arola Sala.Pts. 6.
114.Educación cívica, por Federico Climent Terrer.Pts. 5.
115.A b c de la Música, por Eliseo Carbó.Pts. 5,50
116.Teoría y concepto del Arte, por Francisco Arola Sala.Pts. 7,50

Publicaciones CALPE

COLECCION CONTEMPORANEA

Las obras de éxito indiscutible de la literatura universal contemporánea forman, escrupulosamente traducidas a nuestro idioma, este grupo de publicaciones CALPE. Es necesario poseerlas para seguir el movimiento literario de nuestros días en todos los pueblos cultos.

He aquí las primeras obras de esta serie:

FRANCIA.—Anthinea, de Maurrás; La colina inspirada, Amore et dolori sacrum, El viaje de Esparta y Los desarraigados, de Barrés; Por el camino de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, de Proust; Laura, de Clermont; Cressida, de Suarés; El cabaret, de Arnoux; La escuela de los indiferentes, Simón el patetico y Lecturas para una sombra, de Giraudoux; El rosario al sol, de Francis Jammes; Obras escogidas, de Peguy; Fermina Marquez, de Larband.

INGLATERRA.—La vuelta al hogar, Lejos de la loca multitud, La mano de Ethelberta, Los woodlanders y El bien amado, de Hardy; El caso de Ricardo Meynell y Roberto Elsmere, de Ward; Los hijos del Ghetto y El manto de Elias, de Zangwill.

ALEMANIA.—El subdito, Diana, Minerva, Venus y Los pobres, de Enrique Mann; La muerte en Venecia, de Tomás Mann.

PORTUGAL.—La alegría, el dolor y la gracia, de Coimbra.

ESPAÑA.—Tres novelas ejemplares y un prologo, de Unamuno.

RUSIA.—El jardín de los cerezos, de Chejov; El diacono de Santa Sofia y El espíritu de las tierras negras, de Siviniakof; Historia de una bomba, de Strugi-Andrei.

ITALIA.—Tres dramas, de Giacomo; Los devoradores, de Annie Vivanti; Eva moderna y La mujer y el amor, de Sighele.

Todos los ejemplares de esta Colección aparecen encuadernados y editados primorosamente.


Publicaciones CALPE

BIBLIOTECA DEL ELECTRICISTA PRACTICO

Gran enciclopedia de Electricidad

LA MAS MODERNA, MAS CLARA, MAS CONCISA, MAS COMPLETA, MAS ECONOMICA, MAS MANUABLE Y MAS PRIMOROSAMENTE ILUSTRADA DE CUANTAS SE HAN PUBLICADO HASTA HOY

OBRA SUMAMENTE PRACTICA Y ORIGINAL REDACTADA POR AUTORES ESPECIALISTAS

bajo la dirección de

D. RICARDO CARO Y ANCHÍA

Licenciado en Ciencias fisicomatemáticas, oficial de Telégrafos y profesor de Electrotecnia y Telegrafía en la Escuela Industrial de Tarrasa.


Biblioteca ideal para cuantas personas intervengan en la electricidad y sus aplicaciones, pues enseña con admirable claridad todos los conocimientos relacionados con tan importantísima ciencia.


Consta de 30 preciosos tomos, encuadernados en tela, con unas 5.000 páginas en total, cerca de 1.500 hermosos grabados y muchas láminas en negro y colores.

Ingenieros industriales, Mecánicos, Electricistas, Contramaestres, Conductores de máquinas, Fabricantes, Industriales, Maquinistas y Obreros de Centrales eléctricas, Empleados de Compañías de Electricidad y Telefónicas, Funcionarios del Cuerpo de Telégrafos, Peritos industriales, Alumnos de las Escuelas Superiores, Metalúrgicos, Doradores, Plateadores, Constructores de máquinas, Instaladores de Electricidad, Maquinistas y Telegrafistas de buques, etc., encontrarán en estos interesantes volúmenes materia abundantísima de estudio y consulta.

TOMOS QUE COMPRENDE

 Ptas.
I.Electricidad y magnetismo 3
II.Corrientes alternas. Unidades 3,50
III.Pilas eléctricas 3
IV.Dínamos de corriente continua 3,50
V.Motores de corriente continua 3
VI.Alternadores 3,50
VII.Motores de corriente alternativa. 3
VIII.Transformadores y convertidores. 3,50
IX.Devanados 4
X.Reóstatos industriales 3,50
XI.Acumuladores 3
XII.Averías en las máquinas eléctricas. 3
XIII.Líneas eléctricas 3,50
XIV.Transporte y distribución de la energía eléctrica3
XV.Pararrayos 3,50
XVI.Centrales eléctricas 3,50
XVII.Contadores de electricidad 3
XVIII.Mediciones de laboratorio 3,50
XIX.Mediciones eléctricas de taller 3
XX.Instalaciones eléctricas 3
XXI.Electroquímica 3
XXII.Galvanoplastia y galvanostogia 3
XXIII.Electrometalurgia 3
XXIV.Lámparas eléctricas. 3
XXV.Telegrafía 4
XXVI.Timbres y teléfonos 3,50
XXVII.Centrales telefónicas 3,50
XXVIII.Telegrafía y telefonía sin hilos.3,50
XXIX.Tranvías y ferrocarriles eléctricos. 3,50
XXX.Electroterapia y Rontgenología. 3,50
 
PRECIO DE LA COLECCION,
A PLAZOS O AL CONTADO:
90 pesetas

VENTAJA A LOS SUSCRIPTORES A TODA LA COLECCION

Los suscriptores a 30 volúmenes de que consta la obra disfrutarán del precio excepcional de 90 pesetas la colección, mediante firma del contrato que facilita la Compañía editora, con lo cual se benefician de la notable diferencia que existe entre el precio de la obra completa y lo que suman los precios fijados para los volúmenes sueltos.


Nuevas obras CALPE

ACTUALIDADES POLÍTICAS Y SOCIALES

Han aparecido cinco libros interesantísimos y trascendentales:

PEQUEÑA HISTORIA DE LA GRAN GUERRA, de H. Vast.—Descripción y recopilación minuciosa y exacta de la enorme tragedia europea. 300 páginas. 19 mapas.—Cinco pesetas.

LAS CONSECUENCIAS ECONOMICAS DE LA PAZ.—J. M. Keynes, profesor de Cambridge y miembro que fue de la Conferencia de la Paz, estudia profundamente la situación económica de Europa después de la guerra. 264 páginas.—Diez pesetas.

Tres obras sobre Rusia:

LA REPUBLICA RUSA
por el Coronel Malone (3 ptas.).

EL BOLCHEVISMO EN ACCION
por W. T. Goode (3 ptas.).

RUSIA EN LAS TINIEBLAS
por Wells (4 ptas.).

Quien quiera conocer a fondo el problema de la revolución rusa y sus probables consecuencias para Europa, debe leer estas tres obras, documentadísimas y de poderoso interés dramático.

NOTAS:

[1] Se llaman caminos de schlitte aquellos por los que se transportan los troncos de los árboles que se talan en los bosques.

[2] Castillo.

[3] Los segares son los obreros de una fábrica de aserrar

[4] ¡Adelante!, ¡adelante!

[5] Margarita o Carlota.

[6] ¿Quién vive?

[7] Bruja de las tormentas.

[8] Trineos que se usan en los Vosgos.







End of the Project Gutenberg EBook of La invasión o El loco Yégof, by 
Émile Erckmann and Alexandre Chatrian

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Section  2.  Information about the Mission of Project Gutenberg-tm

Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
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including obsolete, old, middle-aged and new computers.  It exists
because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from
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Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
remain freely available for generations to come.  In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations.
To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation
and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4
and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.


Section 3.  Information about the Project Gutenberg Literary Archive
Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service.  The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541.  Its 501(c)(3) letter is posted at
http://pglaf.org/fundraising.  Contributions to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent
permitted by U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S.
Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered
throughout numerous locations.  Its business office is located at
809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email
business@pglaf.org.  Email contact links and up to date contact
information can be found at the Foundation's web site and official
page at http://pglaf.org

For additional contact information:
     Dr. Gregory B. Newby
     Chief Executive and Director
     gbnewby@pglaf.org


Section 4.  Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

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spread public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment.  Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

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charities and charitable donations in all 50 states of the United
States.  Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements.  We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance.  To
SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any
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